Sábado, 25 de febrero de 2006 | Hoy
NOTA DE TAPA > MEDICINA TROPICAL
De las profundidades de los paraísos tropicales del mundo, conquistados y sojuzgados por el imperialismo, no sólo salieron expulsados gritos y lamentos ante las constantes situaciones de opresión. También surgió una rama médica completa y compleja, imbricada con la política colonialista de países como Gran Bretaña. Nacida a fines del siglo XIX, la “medicina tropical” se dispuso dilucidar los orígenes y peculiaridades de enfermedades desconcertantes para los ojos europeos como la malaria, la disentería, el dengue, la filariasis linfática, la fiebre amarilla, la esquistosomiasis y la tripanosomiasis que sorprendían diariamente a oficiales, soldados, comerciantes y burócratas. O lo que es lo mismo: maldiciones naturales que devolvían el golpe en nombre de los nativos oprimidos.
Por Enrique Garabetyan
No es algo simple de imaginar: ¿es posible que haya una rama médica completa, y compleja, que esté íntimamente relacionada con la política y con la historia de apenas un puñado de países; una especialidad que, además, haya nacido a fines del siglo XIX y con algo más de cien años de vida, para muchos ya no tenga sentido el que siga existiendo como tal?
Sí, y para los expertos ésas son apenas dos de las características particulares de la denominada “medicina tropical”.
Este capítulo médico que, como quedó escrito, tiene su existencia independiente rigurosamente cuestionada, nació de las necesidades específicas de varios países europeos, sobre todo Gran Bretaña, y algunos americanos. La razón que le dio origen era simple: en los confines imperiales tropicales se registraban en forma permanente y violenta una serie de enfermedades nuevas, con formas de contagio raras y en muchos casos desconocidas. Estas afecciones se encarnizaban en oficiales, soldados, comerciantes y burócratas de origen europeo, y con su staff local, encargados de administrar los dominios de allende los cálidos mares.
Estos problemas de insalubridad, que mezclaban aspectos de salud pública y privada, terminaron generando un completo corpus de conocimientos y de prácticas. Y hasta crearon algunas instituciones, hoy ya centenarias, y que todavía brillan globalmente en las investigaciones relacionadas con infectología y salud pública.
Tomando conceptos de fines del siglo XIX, la “tropical” era una rama médica enfocada en tratar los típicos problemas de salud que se expresaban mayoritariamente en la geografía de los trópicos y zonas adyacentes.
La lista de las afecciones características estaba (y está) compuesta por un completo inventario que incluía la malaria, la disentería, el dengue, la filariasis linfática, la fiebre amarilla, la esquistosomiasis y la tripanosomiasis, la lepra y otras muchas parasitosis menos divulgadas, pero siempre frecuentes.
Vale anotar que muchas de las por entonces caracterizadas por los facultativos occidentales como “enfermedades tropicales” eran afecciones endémicas de dichas comarcas. Aunque también se las registraba en territorios de clima moderado y hasta “fríos”, como pasaba, por ejemplo, con la lepra y algunas amebiasis.
El porqué de la abundancia de enfermedades características de zonas cálidas es algo fácil de entender: los tórridos son lugares fértiles al contagio por la sobreabundancia de dos factores: agua cálida y abundancia de vectores de transmisión para bacterias, virus y parásitos. Todos éstos, a caballo de moscas, mosquitos, pulgas, garrapatas y otros congéneres, pueden infectar con suma facilidad huéspedes humanos o elegir reposar entre numerosos reservorios animales.
Por otra parte, estos procesos de contagio cíclicos solían facilitarse porque el metabolismo de los futuros enfermos –los colonizadores europeos– no estaba adaptado a la convivencia ecológica de mutuo beneficio establecida con un puñado de plagas.
El año fundacional
Si bien el concepto de medicina tropical fue moldeándose desde el año 1700 junto a la expansión imperial europea, podría establecerse en 1898 como el gran momento fundacional de esta especialidad, algo que proponen una serie de hechos acumulados en dicho corto período. En ese mismo año:
u El doctor Ronald Ross (Premio Nobel de Medicina 1902) desde la India y Battista Grassi y sus colaboradores italianos, lograron elucidar el ciclo completo de la malaria, que estaba mediado por el mosquito, tanto en aves como en los humanos.
u Mientras tanto, el epidemiólogo francés Paul Louis Simond propuso la idea de que la peste bubónica se transmitía por medio de las pulgas de las ratas.
u Otro médico, el escocés Patrick Manson, publicaba en dicho período la primera edición de uno de los textos básicos de la disciplina: el hoy clásico Tropical Diseases, a manual of the diseases of warm countries. Manson –que había trabajado durante décadas en diversas ciudades de China y en Hong Kong– fue quien atinó a explicar que las filariasis eran enfermedades causadas por infecciones de gusanos. Y su texto no sólo es un clásico del pasado, ya que va por la edición número 21, y fue actualizado por última vez en el año 2002.
u Mientras tanto, el entusiasmo de los profesionales por la flamante especialidad hizo que se crearan revistas temáticas específicas en Inglaterra y en Francia, como The Journal of Tropical Medicine & Higiene y los Archives de Parasitologie.
u También se creaba una especie de posgrado en medicina tropical en la Universidad de Edimburgo, Escocia, y en el Senegal colonial se abría un laboratorio bacteriológico.
u Respondiendo a los flamantes intereses de sus asociados, la British Medical Association estableció un capítulo dedicado a estudiar las “Tropical Diseases”.
u Sin embargo, y tal vez lo más significativo, fue la fundación de las dos escuelas especializadas que, todavía hoy, son señeras en el tema: la Liverpool School of Tropical Medicine y la London School of Tropical Medicine.
Las conquistas
Tanta inversión e interés en el área tuvo consecuencias directas en los conocimientos. De hecho, durante la primera mitad del siglo XX la ciencia médica logró avanzar en el control efectivo de las tres malas palabras “mayores” de las afecciones tropicales: la malaria, la fiebre amarilla y la lepra fueron entendidas, y contenidas, por lo que su incidencia fue severamente reducida.
Un buen ejemplo es el de la primera. Durante siglos el paludismo no era tratado más que con buenas intenciones y eventualmente un poco de quinina, lo que causaba mejoras parciales, pero no curas totales. Sin embargo, en 1944 se logró sintetizar en un laboratorio, por primera vez, esta droga. Y en poco tiempo apareció en el mercado una completa familia de compuestos antimaláricos efectivos que aplastaron en forma brutal los extendidos índices de la afección. Al menos hasta que el Plasmodium logró desarrollar una variante resistente a los medicamentos y la lucha se volvió más compleja y delicada.
Mientras tanto, la salud pública recurrió a otras armas, como el DDT, que parecía ser perfecto para aniquilar al mosquito vector y culpable de la transmisión. Sin saber que, al mismo tiempo, se abría una peligrosa caja de Pandora, se procedió a grandes fumigaciones con DDT, que también contribuyeron a controlar en forma vertiginosa la pandemia de malaria (al menos hasta que el mosquito también logró desarrollar su resistencia). Un ejemplo de los por entonces promisorios resultados es el siguiente: la India redujo la incidencia de paludismo entre sus habitantes de 75 millones de casos a menos de 5 millones en apenas una década.
Algo similar ocurrió con la fiebre amarilla, cuyos primeros brotes sufrieron los españoles durante la conquista de América. En la historia de esta infección, uno de sus principales protagonista fue el médico cubano Juan Carlos Finlay, quien en 1881 formuló la hipótesis de que la fiebre amarilla se transmitía por medio de la picadura del mosquito AedesAegypti. Su idea se verificaría en 1900, merced a los trabajos del bacteriólogo estadounidense Walter Reed, que demostró que el agente culpable era un virus.
Se ejecutaron desde entonces sucesivas campañas preventivas más y más efectivas, basadas en el drenaje de zonas pantanosas, y en el combate a todo posible reservorio natural de incubación de mosquitos. Estas políticas permitieron, por ejemplo, la erradicación de la fiebre de la ciudad de La Habana y la construcción del Canal de Panamá.
Mientras tanto la lepra, que afectó durante siglos a cientos de miles de personas en forma anual (por ejemplo, a 804.000 en épocas tan recientes como 1998, según las OMS), no tuvo prácticamente tratamientos efectivos, sino apenas paliativos, hasta bien entrada la década del ‘40. Fue entonces cuando comenzaron a utilizarse drogas flamantes, tales como la dapsona, la rifampicima y la clofacimina.
Imperialismo médico
Lógicamente, lo que empezó motivado por un interés particular –el cuidar la (buena) salud de las tropas y de los administradores coloniales– forma un núcleo de controversias fuertes e ideológicas. En pocas palabras, la medicina imperial representó, para algunos, una mejora en las condiciones de salubridad general del territorio colonizado. Implicaba ciertas medidas de salud pública que incluían desde desmalezados a la erradicación de las charcas y pantanos; a fumigaciones masivas con DDT, vacunaciones, acceso a medicamentos, etc.
Desde el otro lado del mostrador, el balance se ve muy diferente. Hay historiadores de la medicina que aseguran que jamás la salud pública –al menos la de las poblaciones nativas– fue tan mala como durante los períodos coloniales.
Un par de ejemplos de frases de libros publicados sobre este tema da cuenta del tono de la discusión: “Sea cuales sean las desventajas políticas que el colonialismo pueda tener, desde el punto de vista de la biología [y la medicina] sus resultados muestran que fue uno de los grandes éxitos de la historia moderna”. La otra opinión dice que “con la aparente excepción de la región occidental del continente negro, el período más insalubre de toda la historia africana fue indudablemente el que va entre 1890 y 1930 [...] El colonialismo ha creado, en gran medida, el medio ambiente necesario para el presente de las enfermedades africanas...”. Y proponen algunos ejemplos concretos como la estrecha relación que podría haber habido entre las epidemias de fiebre amarilla de Brasil y la explotación industrial de la caña de azúcar.
Distintas críticas hacen hincapié en que las investigaciones de la medicina tropical tradicional ignoraron todo lo que no fuera “enfermedad infecciosa”. Y, acercándose en el tiempo hacia el presente, le endilgan que se olvidó los efectos del tabaco, de disminuir la maternidad y mortalidad infantil y hasta prevenir accidentes que hoy son problemas centrales en dichos territorios. Quienes sostienen que la medicina tropical como especialidad “debe seguir”, pero remozada, le proponen nuevos objetivos de trabajo. Parafraseando a Bill Clinton, dicen que ahora “Es la pobreza, estúpido”, y no las enfermedades parasitarias, lo que debería actuar como el norte de la especialidad. Y agregan que debería repensarse para resolver dilemas tales como proveer servicios clínicos de alta capacidad, en un ambiente de escasez, cuando no de miseria.
Claro que algunos aspectos globales cambiaron. De hecho, el colonialismo –al menos en su formato original– está en amplio retroceso y son los gobiernos locales con sus más y sus menos, apoyados por ONG de todo pelaje (de la OMS a fundaciones varias), los que tratan directamente de atacar estas problemáticas. Esto se complementa con el pensamiento de quienes sugieren que la disciplina, al menos en Europa, debería ser definitivamente absorbida por la infectología.
Mientras tanto, queda por dilucidar cuál podría ser la currícula típica de un profesional de la medicina tropical de hoy, si es que esta especialidad realmente existiese como tal. Las propuestas incluyen un cóctel que incluya un fuerte foco en salud pública, más habilidades clínicas, epidemiológicas y de prevención. Todo salpicado con una buena dosis de infectología.
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