Sábado, 1 de abril de 2006 | Hoy
NOTA DE TAPA > FRITZ HABER Y LA GUERRA QUIMICA
El químico alemán Fritz Haber (1868-1934) rehúye toda clasificación superficial. Ocurre que su figura resulta un grito a la ambigüedad: ganó el Premio Nobel en 1918 por su contribución en la fabricación de los fertilizantes sintéticos que incrementaron sustancialmente la producción agrícola mundial, pero los gases tóxicos que estos químicos liberaban fueron las primeras armas de destrucción masiva del siglo XX; era un caballero de elegancia impecable, pero, guiado por un ciego fanatismo, pretendió hacer invencible a Alemania a partir de los gases letales con los que experimentaba matando perros y gatos en su laboratorio privado. Y, como si fuera poco, entre las patentes que desarrolló se encuentra la de una joyita del mal: el Zyklon-B. Un gas tan tóxico como su propia vida.
Por Pablo Capanna
Según algunos historiadores, la historia de la ciencia es algo demasiado importante para dejarla en manos de los científicos. Por supuesto, hay científicos que opinan todo lo contrario. Pero también existe gente como Max Perutz, que no sólo se ganó un Premio Nobel por haber identificado la estructura de la hemoglobina sino que poseía muchas de las cualidades que hacen a un buen ensayista.
Le debemos a Max Perutz haber llamado la atención sobre un caso que debería ser ineludible para todos aquellos que se preocupan por las relaciones entre ciencia, conciencia, ética y política. Es la historia de otro Premio Nobel, el alemán Fritz Haber (1868-1934); una figura especialmente ambigua que algunos recuerdan por su aporte a la lucha contra el hambre y otros por su contribución al genocidio. Los fertilizantes sintéticos que Haber contribuyó a crear incrementaron sustancialmente la producción agrícola mundial, pero sus gases tóxicos fueron las primeras armas de destrucción masiva del siglo XX. Al parecer, Perutz no tenía muchas dudas cuando eligió titular su ensayo “El gabinete del doctor Haber”, en homenaje a Caligari.
Amoníaco (NH3)
Hijo de un comerciante mayorista de productos farmacéuticos de Breslau, Fritz Haber se sintió atraído desde muy temprano por la química. Siendo judío, y a pesar de proceder de una familia totalmente asimilada, le estaba vedado el acceso a las universidades. Fue por eso que Fritz se hizo luterano y estudió en el Politécnico de Karlsruhe, donde fue discípulo de Ostwald.
La química no era por entonces una carrera demasiado provechosa, y los profesores universitarios tenían que disponer de recursos económicos propios para vivir dignamente y mantener sus laboratorios. Haber era relativamente pobre, de manera que tuvo que pensar en ganar dinero vendiendo patentes y desarrollando tecnología para las grandes empresas industriales, como BASF, Bayer o I.G. Farben. Era lo que se estilaba por entonces en los Politécnicos alemanes.
Había pasado más de un siglo desde que Berthelot determinara que el amoníaco era un compuesto de hidrógeno y nitrógeno, pero nadie había logrado producirlo en laboratorio. Recurriendo a altas presiones y temperaturas, y usando osmio como catalizador, un día de 1909, Haber logró deslumbrar a los directivos de la Fábrica Bávara de Anilina y Sosa de Baden (BASF) cuando unas gotas de amoníaco, producidas a partir del agua y del aire, comenzaron a formarse ante sus ojos.
En 1913, Carl Bosch, un químico del equipo de BASF, perfeccionó la técnica y comenzó a producir amoníaco por toneladas. La importancia de esta innovación radicaba en que del amoníaco se obtenían los nitratos que permitirían producir fertilizantes sintéticos, pero también explosivos.
A Haber le dieron el Nobel en 1918. A Bosch le tocó en 1931, a pesar de que entre los daños colaterales de sus investigaciones estuvieran las quinientas víctimas de la explosión que voló su fábrica. El otro daño fue el que le hizo a la economía de Chile, que hasta entonces era el principal exportador de nitratos. Chile acababa de salir de la guerra del Pacífico por la posesión de los yacimientos de Antofagasta, y todavía tenía reservas para medio siglo.
Haber ganó mucho dinero con sus patentes, y en 1908 pudo tener su cátedra. Se mudó a una fastuosa mansión en Berlín, donde solía agasajar a sus invitados con cenas servidas en vajilla de oro. Era un ferviente patriota y estaba convencido de que Alemania “debía sentarse en el consejo de administración del mundo”, de manera que pronto su opinión comenzó a ser tenida en cuenta por el gobierno imperial.
El nacionalismo era entonces la ideología dominante en Europa, y los científicos eran hombres de su tiempo. Pasteur también era un patriota, orgulloso de ser francés, pero para darle prestigio a Francia prefirió poner su talento al servicio de industrias como la cervecera o la de la seda. Haber, en cambio, hizo todo lo posible para que los alemanes justificaran esa fama de “hunos” que les adjudicó la propaganda aliada.
El fanatismo hizo que Haber pusiera todo su talento y prestigio científico al servicio de esas armas químicas que iban a protagonizar la primera de las grandes masacres del siglo XX. Esto es, la guerra de 1914-1918, que algunos bautizaron como “la guerra de los químicos”.
Veinte años más tarde, Haber, que aún no podía entender por qué los nazis lo habían echado, repetía que “había sido alemán hasta un extremo que recién ahora entendía”. A Chaim Weizmann, el químico que llegó a ser presidente de Israel, le confió que durante algunos años se había sentido “más que un estratega y más que un capitán de industria, el líder capaz de conducir la expansión militar e industrial de Alemania”.
Deutschland über alles
Para quienes lo conocieron, Haber era un caballero de elegancia impecable, brillante como anfitrión a la hora de animar una charla de sobremesa, cualquiera fuera el tema. También se lo recordaba como un profesor respetado por su claridad y su solvencia intelectual, aunque muchos no dejaban de subrayar su carácter impulsivo y temperamental. Su hijo Ludwig lo describió como “un organizador extremadamente enérgico, decidido y probablemente inescrupuloso”.
Desde el momento en que puso su vida al servicio de esos gases tóxicos que debían hacer invencible a Alemania, prescindió de todos los lazos afectivos. Optó por rodearse de subalternos antes que de amigos y se desentendió de cualquier otra obligación hacia su familia que no fuera asegurarle el bienestar económico.
En 1901 se había casado con Clara Immerwahr, su primera novia, que venía de una respetable familia judía. Clara había sido la primera mujer doctorada en ciencias en la Universidad de Breslau, pero al lado de Fritz tuvo que resignarse a un papel decorativo, como ama de casa y animadora de sus fiestas. Cuando nació su primer hijo, Fritz la dejó sola y se fue a los Estados Unidos por tres meses.
Clara ya debía sentirse muy frustrada cuando escribía cosas como éstas: “Todo lo que él ha ganado, yo lo he perdido (...). Su conducta agobiante en el matrimonio y el hogar era capaz de destruir a cualquiera que no hiciera valer su inteligencia tanto como él”. Se preguntaba si tener una inteligencia superior hacía mejor a una persona y si había valido la pena sacrificar su vida por “el hombre equivocado”.
Las cosas se complicaron cuando Haber comenzó a llevarse trabajo a casa. No hablaba más que de sus experiencias con gases letales, se dedicaba a matar a perros y gatos en su laboratorio privado, y en un confuso accidente hasta se le había muerto un ayudante.
Con la guerra mundial, Clara llegó al límite de su resistencia. Una noche, después de despedir con una sonrisa a los invitados de la cena, subió a su cuarto y se pegó un tiro con la Luger de su marido. Haber no llegó a enterrarla porque, al día siguiente, se marchó al frente de combate. La Patria lo reclamaba.
La nube venenosa
El químico se volvió a casar en 1917 y tuvo otro hijo, Ludwig, que luego contaría toda su historia en un libro que mereció el sugestivo título de La nube venenosa.
Desde 1910, Haber pasó a desempeñar un papel decisivo en la estrategia imperial. Cuando el emperador fundó la Sociedad Kaiser Wilhelm para el Avance de la Ciencia, el banquero judío Koppel que financiaba el proyecto le ofreció crear un instituto especial para Haber. Fritz puso tres condiciones: que le dieran una cátedra en Berlín, un asiento en la Academia de Ciencias y un sueldo exorbitante.
Le dieron todo lo que pedía, y alcanzó así una nueva posición de poder, desde la cual tomó, acompañado por Max Planck, la iniciativa de proponerle a Einstein que dejara Zurich para irse a trabajar a Berlín.
Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, Alemania carecía de los recursos suficientes para seguir combatiendo durante más de un año. El bloqueo británico le cortó el suministro de salitre chileno y a pesar de que sus tropas se incautaron unas 20 mil toneladas en Bélgica, hubiera tenido que rendirse a corto plazo por falta de municiones, de no haber sido por sus químicos.
Bosch, que dirigía la fábrica de BASF en Baden, se puso a producir salitre para explosivos a partir del amoníaco. Haber, que ya era asesor del gobierno, se ofreció como voluntario para ir al frente, pero lo rechazaron por su edad. En cambio lo nombraron director de la sección de armas químicas del Ministerio de Guerra prusiano. Pusieron a su servicio más de mil personas dedicadas a producir gases tóxicos: entre ellos, el tristemente famoso fosgeno que recordarán los lectores de Erich Maria Remarque y de Roberto Arlt.
En 1915, cuando la guerra se estancó en el frente occidental, Haber convenció al banquero Koppel y al presidente de Bayer para que pusieran en marcha dos nuevos institutos dedicados a la guerra química. Entre los subproductos del Instituto de Haber había una abundante literatura de propaganda dirigida a la comunidad científica y profesional. Una muestra es el folleto titulado La técnica en la guerra mundial, que ensalzaba a las armas químicas como “el canto triunfal de los nacidos del pueblo alemán, llenos de energía para el trabajo corporal tanto como para el espiritual, capaces de una grandeza que jamás pudo imaginarse...”. Los nazis no lo hubieran hecho mejor.
Los primeros gases que se usaron en el frente fueron los lacrimógenos, que luego se convertirían en el disuasivo típico para frenar manifestaciones callejeras. Su principal inconveniente era que se dispersaban con rapidez. Haber propuso emplear proyectiles con cloro gaseoso, más pesado, “para desalojar a los enemigos de sus trincheras”, dándoles la opción de elegir entre morir como ratas o caer bajo las balas alemanas.
Viento en contra
Sin embargo, había otro problema: Alemania había firmado la convención de La Haya, que prohibía el uso de proyectiles con gases tóxicos. Cuando el físico Otto Hahn (que se había enrolado y comandaba un batallón de fusileros) se lo recordó a Haber, éste respondió que los franceses ya habían violado la norma al usar balas cargadas con gas lacrimógeno. Haber apeló a la casuística y propuso una salida ingeniosa. Se trataba de enterrar cilindros con gas tras las líneas, y liberarlo para que fuera llevado por el viento hacia las trincheras enemigas, con lo cual se cumplía la letra del convenio.
Haber recomendaba liberar el gas en un frente de 24 kilómetros para luego avanzar con tropas de infantería provistas de máscaras y exterminar a los soldados que huían de las trincheras. Para demostrar la eficacia de sus métodos, Haber organizó una demostración ante sus colegas científicos. Max Born se negó a participar. Otto Hahn participó como observador y más tarde intervino en la batalla de Caporetto, donde los italianos fueron diezmados con una mezcla de cloro y fosgeno. Con el tiempo, Hahn terminó por arrepentirse de haberlo hecho, pero Haber nunca mostró sentir remordimientos.
Fue en la segunda batalla de Ypres donde se puso a prueba la estrategia de Haber. Allí se enterraron 5730 cilindros de gas, que al abrirse liberaron 150 toneladas de cloro en un frente de unos seis kilómetros. Al parecer, el viento le fue adverso, porque la ofensiva fracasó, dejando como saldo apenas unas 15 mil víctimas, de las cuales 5 mil fueron fatales.
El huevo de la serpiente
Tras la derrota de Alemania, Haber fue juzgado como un criminal de guerra por los aliados, y tuvo que refugiarse en Suiza. Dejó pasar un tiempo para que se olvidaran de él, y como había adoptado la ciudadanía suiza, pudo volver a Alemania sin problemas. Allí retomó la pasión de su vida, los tóxicos. Las duras condiciones de rendición impuestas a Alemania impedían desarrollar armamentos, pero Haber se las arregló con el gobierno para instalar una fábrica secreta de gases. Entre sus nuevos clientes estuvieron los soviéticos, y también España. Hugo Stolzenberg, que era su brazo derecho, construyó una fábrica de gases cerca de Madrid, por encargo del rey Alfonso XIII y su primer ministro Primo de Rivera, que querían reprimir la revuelta de Abd el Krim en Marruecos.
Cuando Hitler llegó al poder, no sabemos cuál fue la reacción de Haber, pero se dice que permaneció en silencio durante la sesión en la cual Einstein fue expulsado por una Academia sometida a los nazis.
Inevitablemente, como más tarde diría el poema del pastor Niemoller, “vinieron a buscar a los judíos”. Haber, que había sido el más germánico de los germanistas, descubrió que era judío. Se dice que el Führer desconoció sus méritos y montó en cólera cuando Max Planck se animó a pedir que no lo echaran. Haber tuvo que irse a Inglaterra y luego a Suiza, donde murió al año siguiente de un ataque cardíaco.
Entre las patentes que desarrolló Haber hay una que se destaca entre todas como una verdadera joya del mal. De vuelta a Alemania, y a la par de sus investigaciones militares, en 1919, Haber se dedicó por un tiempo a producir pesticidas. Logró una mezcla muy efectiva contra las plagas, compuesta de ácido prúsico y de una sustancia irritante volátil pero no tóxica, que servía para proteger a los fumigadores. El gas se llamaba Zyklon-B.
Cuando Haber ya se había ido de Alemania, las SS le encargó a una fábrica de agroquímicos una partida de Zyklon-B sin irritante. Explicaron que era para ejecutar a criminales incorregibles y exigieron el más absoluto secreto.
El Zyklon-B fue el gas que se usó en Auschwitz y otros centros de exterminio. Aunque en Irán no lo crean, fue uno de los instrumentos más crueles de la Shoá. Entre sus víctimas hubo varios parientes de Haber, y él mismo pudo haber estado.
Después de la guerra, los aliados condenaron a la horca al fabricante del gas, aunque paradójicamente nombraron a Stolzenberg como síndico de la empresa. Aquí es donde Perutz hace una pregunta bastante más sofisticada de las que a uno se le pueden ocurrir. Incursionando en la ucronía o historia conjetural, especula que si Haber no hubiera encontrado la manera de producir nitratos, Alemania se hubiese rendido hacia 1916. En ese caso, las sanciones aliadas hubieran sido más leves, por lo cual Hitler no habría llegado al poder y se hubiera evitado el Holocausto. Los alemanes tampoco hubieran fletado el tren que puso a Lenin en la Estación Finlandia. Viéndolo así, cuesta pensar que éste sea el mejor de los mundos posibles. Claro está que un buen escritor podría imaginar alternativas peores. Más de uno dirá que de no haber existido Haber, otros hubieran desarrollado técnicas equivalentes y todo hubiera sido igual. Quizá. Pero nadie le quita a Haber su alevosía y su ciega obstinación. En estos casos, hay muy pocas cosas que puedan atenuar la responsabilidad personal.
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