OPINION: PAPELERAS Y CONTROVERSIAS
› Por Ana MarIa Vara *
Nada de hacerse ilusiones. La impasse alcanzada en el conflicto por las plantas de pasta de celulosa que las empresas Ence y Botnia están construyendo en la localidad uruguaya de Fray Bentos no va a resolverse pronto. Los elementos en juego son bastante más que los explicitados.
Los análisis que se han hecho públicos, en general, pueden organizarse alrededor de dos ejes: el técnico-científico y el político. El primero pone la cuestión en términos de riesgo, es decir, en términos de medir y controlar la posible contaminación. Aunque apenas se lo ha empezado a explorar seriamente –los estudios de impacto ambiental realizados son pobres–, este eje permite imaginar soluciones que impliquen maximizar los controles para minimizar los riesgos.
El eje político plantea el problema en términos de qué país o qué presidente se impone o inicia el diálogo, con las variantes de considerar las actitudes de gobernadores e intendentes, los partidos de la oposición, la opinión pública.
Las posibles soluciones, en este marco, suponen negociaciones que contemplen el balance de poder en la región, los costos económicos y ambientales, los tratados internacionales, los compromisos internos y externos en la búsqueda de consenso.
El diálogo entre estos dos ejes parece difícil en este momento, pero no es imposible. Como muestra la historia, ciencia y poder no son incompatibles, de manera que podría especularse con alguna salida que combinara ambos aspectos.
Sin embargo, hay más. Sobre los imprescindibles insumos técnicos y el inevitable entramado político, la bibliografía sobre estudios sociales de la ciencia sobreimprime un bordado con varios puntos críticos que se han observado en otras controversias ambientales, y que hoy pueden verse en el conflicto de las papeleras.
u El síndrome Nimby: “not in my backyard”, es decir, “no en mi patio”. La frase define las actitudes de poblaciones donde se planea asentar un aeropuerto, una central nuclear o una planta de tratamiento de residuos, que han descripto autores como la norteamericana Dorothy Nelkin ya en los ‘70. Todos aceptamos en que estas instalaciones son útiles, hasta imprescindibles, pero todos preferimos tenerlas a prudente distancia de casa. En esta postura coincide todo Gualeguaychú, pero también más de un poblador de Fray Bentos.
u La Justicia ambiental o “environmental justice”: los estudios muestran, además, que esas instalaciones muy frecuentemente terminan localizándose cerca de poblaciones sin poder político, es decir, en los barrios de ciertas minorías –la población negra en los Estados Unidos– o en países en desarrollo. Esto lo conocen todos los involucrados en temas ambientales, y no contribuye a suavizar los reclamos.
u Distribución de riesgos y beneficios: la mayor o menor contaminación que producirían las plantas afectaría a ambas márgenes, pero los puestos de trabajo –fueran los cientos comprometidos o los miles estimados– se concentrarían en Fray Bentos. Esta situación se puede comparar con otra controversia actual, la que involucra a los cultivos transgénicos, en la que hay también hay un reparto desigual de ventajas y desventajas, como señalaron los investigadores norteamericanos David Magnus y Arthur Caplan. Por eso, en general, los países agroexportadores como la Argentina están a favor –porque esta tecnología puede bajar sus costos de producción–, mientras que los importadores están en contra, porque para ellos implica aceptar el riesgo de un alimento “nuevo”.
u Cuestiones de identidad: puede especularse con que el impacto de las papeleras sobre la agricultura y el turismo en Gualeguaychú –sus principales actividades económicas– podría compensarse impulsando una industrialización simétrica o complementaria de ambas márgenes. Esto implicaría compartir los beneficios y no sólo los riesgos. En esta línea han argumentado el ministro de Ganadería del Uruguay, José Mujica, quien dio la idea de radicar industrias de este lado del río. Y el diputado Rodolfo Terragno sostuvo que la papeleras contribuirían a delinear un hinterland que se beneficiaría ofreciendo servicios. Sin embargo, no está claro que los pobladores de Gualeguaychú sueñen con industrializar su región. ¿Querría la ciudad del Carnaval transformarse en la ciudad del Papel?
u Actores organizados y legitimados: la identidad y la organización que los gualeguaychenses desarrollaron alrededor del Carnaval fueron dos insumos fundamentales que los ayudó a unirse para reclamar. No se trata simplemente de la magnitud del problema ambiental: infinitamente más castigados, es difícil imaginar a los habitantes de las orillas del Riachuelo con esa conciencia de sí y esa capacidad de reclamo. Toda la ciudad se transformó en un grassroot: un grupo local movilizado por un reclamo específico, que atraviesa clases sociales, edades, ideologías. Como en los análisis de Sylvia Noble-Tesh sobre el ambientalismo en los Estados Unidos, sus acciones reciben el apoyo de una gran ONG internacional, en este caso Greenpeace. Estas multinationales du coeur, según las llaman los periodistas franceses Thierry Pech y Marc-Olivier Padis, cuentan con expertos que realizan estudios alternativos, activistas formados y capacidad para actuar en varios países. Y son respetadas aquí, como muestran las encuestas. Lo local y lo global: es una combinación poderosa.
u Nuevos métodos de protesta: a lo anterior se agrega que en los ‘90 se configuró en nuestro país un tipo de acción nueva, el corte de rutas y puentes, con un potencial de impactar más allá de la propia jurisdicción, desde las ciudades del interior al gobierno nacional. O, en este caso, al exterior del país. El reclamo por la crotoxina a comienzos del gobierno de Alfonsín –otro caso alrededor de un tema científico-tecnológico– apelaba a las manifestaciones en Plaza de Mayo, que habían jugado un papel importante en el final de la dictadura, como destacó en su estudio Emilio de Ipola. Si los asambleístas de Gualeguaychú hubieran elegido concentrarse en la plaza, su acción tendría un menor impacto internacional. No es trivial que el recurso de los cortes estuviera a mano.
u Cuestiones de autonomía: la escala de la inversión –más de 1700 millones de dólares, la mayor en la historia del Uruguay– también complica la percepción del problema. En las nuevas “sociedades del riesgo”, como las llama el alemán Ulrich Beck, los estados son percibidos como débiles o comprometidos frente a los grandes capitales. Otra vez en el caso de los transgénicos, la retórica de los opositores aun en Europa y Estados Unidos insiste en el poder de las compañías transnacionales para imponer mayores o menores regulaciones según su conveniencia. Específicamente, los consumidores británicos y franceses se negaron a comer productos aprobados por sus sistemas regulatorios. Por aquí, los asambleístas de Gualeguaychú han declarado a la prensa que dudan de que Uruguay pueda parar el proyecto, que en realidad empezó hace más de diez años, con las plantaciones forestales. A esto se agrega la imagen de los organismos internacionales. En el caso de las plantas de celulosa, se ha cuestionado el papel del Banco Mundial y el conflicto de interés que implica financiar el proyecto y realizar el estudio de impacto. Un organismo, por otra parte, cercano al FMI, cuyo accionar reciente esexplicado por expertos como el premio Nobel Joseph Stiglitz en términos de servir al mercado financiero internacional.
u Por último, un problema de nariz: los humanos somos muy sensibles al “olor a podrido” del ácido sulfídrico –lo percibimos aún en muy bajas concentraciones–. Y nadie se atreve a asegurar que las plantas no van a oler feo de tanto en tanto, para desesperación de vecinos y espanto de turistas.
Lo dicho: no será fácil encontrar una solución.
* Centro de Estudios de Historia de la Ciencia José Babini, Unsam.
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