NOTA DE TAPA
› Por Pablo Capanna
Hacía tiempo que sus libros habían desaparecido hasta de las mesas de saldos, y a nadie se le ocurría reeditarlos. Habían pasado muchos años sin noticias suyas, y su muerte no nos tomó por sorpresa. Tan olvidado parecía estar Lem que en el diario hasta habían olvidado cómo se escribía su nombre y apenas eran capaces de recordar una película reciente.
Seguí a Lem como lector y crítico durante más de cuarenta años, viéndolo crecer hasta convertirse en un Autor, inconfundible y con mayúscula. Hace poco hasta me había embarcado en un juego global armado en España para homenajearlo. En Barcelona hay una revista llamada Gigamesh (no Gilga-mesh sino Giga-mesh) que tomó su nombre de un célebre texto de Stanislaw Lem. Los editores habían tenido que organizar un concurso para que sus lectores más jóvenes se enteraran. El año pasado se pusieron a armar un libro que quería ser una suerte de cadena, algo más divertida que las que pululan por Internet.
Ocurre que Lem imaginó a un irlandés que, para alborozo de los teóricos, había producido un texto mucho más críptico que el Ulises de Joyce. Sobre esa base había urdido una verdadera orgía especulativa: una gigantic mess o un gigantesco despelote. Años más tarde, el escritor Luis Goytisolo se unió al juego; aseguró que había conseguido un ejemplar del libro y se zambulló en otro delirio hermenéutico. Luego, el suscripto fue invitado a sumarse, y siguen las firmas. Quizás ahora decidan publicar todo, para que algún suplemento se acuerde de Lem.
A esta altura, cuando es casi imposible delimitar qué se entiende por ciencia ficción, si hay algo seguro es que Lem fue mucho más que un escritor genérico. Hay que tener fuertes prejuicios de género –de género literario, aclaremos– para quedarse tranquilo y relegar a Lem a esas mesas de ciencia ficción de las librerías, donde conviven biblias y calefones con celulares truchos y sagas nórdicas.
Partiendo de unos comienzos apenas prometedores, Lem creció hasta hacerse inclasificable y ganarse un lugar en la gran literatura del siglo pasado. Cada nueva relectura de su obra es un placer intelectual, algo que no ocurre a menudo. Otro grande, Arthur Koestler, observó que Lem había sabido crear su propio género, sin pedirles permiso a los teóricos.
Lem estuvo entre los grandes sobrevivientes del siglo. Sobrevivió al nazismo y al estalinismo, a la URSS, al exilio, y hasta a la globalización. Con todo, ahora que cualquier filósofo es calificado de “lúcido”, que todos los incendios son “dantescos” y cualquier trámite “kafkiano”, me atrevería a calificarlo de “cuerdo”. Muchos no estarán de acuerdo, si piensan en sus textos más delirantes. Lem admiraba a Borges, y debajo de sus barrocas disquisiciones hay todo un método. Paradójicamente, su cordura está tan anclada en el rigor científico como en el humor, que es el mejor antídoto para el dogmatismo.
Stanislaw Lem (1921-2006) nació en Lvov (Ucrania), cuando la ciudad se llamaba Lemberg y pertenecía a Polonia. Siendo niño, solía inventar países imaginarios, animales y artefactos imposibles. Un test escolar lo señaló como el niño más inteligente de la Polonia meridional. Como su familia tenía una vaga ascendencia judía, la ocupación nazi los despojó de todo, pero lograron salvar sus vidas consiguiendo documentos falsos.
El adolescente Stanislaw, que estudiaba medicina y trabajaba como soldador en una fábrica de autos, era lo bastante audaz como para entrar y salir del gueto para ayudar a sus amigos y hasta robar armas del depósito de la Luftwaffe para entregarlas a la Resistencia.
Tras la guerra vino el régimen comunista. Los Lem se mudaron a Cracovia, donde acabaron viviendo todos hacinados en un cuarto. Stanislaw tuvo diversos oficios, logró recibirse de médico y trabajó un tiempo como obstetra. Siendo estudiante, ya había publicado poemas en una revista católica y escribía cuentos para un folletín popular.
Luego se hizo ayudante de investigación y estudió biología. Más tarde, se interesaría por la cibernética, la astrofísica, las ciencias sociales y muchas otras cosas. En aquel tiempo comenzó a escribir novelas de ciencia ficción al estilo soviético. Una de ellas, Los astronautas (1951), llegó a ser best-seller en la URSS y sus satélites.
En los años que siguieron al “deshielo” de 1956, ya con más libertad para burlarse aunque fuera de la burocracia, Lem produjo su obras más conocidas. Del pseudo-realismo didáctico saltó a la sátira al estilo de Jonathan Swift con Diarios de las estrellas (1976), los irrepetibles “cuentos de robots” de Ciberíada (1965) y la saga del Piloto Pirx. En Solaris (1961) también se internó en la especulación, sin renunciar a la veta satírica.
Siendo profesor universitario, viajó a menudo para asistir a congresos y simposios. Eso le permitió darse a conocer en Europa y Estados Unidos, y sobre todo escribir la sátira El congreso de futurología (1971). Solía mantenerse alejado del ambiente de la ciencia ficción, que detestaba, y en los últimos años renegó del propio género, que veía diluirse en el entretenimiento. En 1984 escribió que la ciencia ficción había pasado a convertirse en “un vertedero de toda clase de rarezas y mediocridades desechadas de esferas más serias”.
Durante el gobierno de Jaruselski tuvo que exiliarse en Austria y Alemania, y regresó a Polonia en 1988. En una entrevista de 1990 se mostró aterrado por el salto a la economía de mercado y sin demasiadas esperanzas para el futuro de su país. La nueva versión de Solaris que hizo Sonderbergh debe haber contribuido a deprimirlo.
La consagración como escritor “culto” le había llegado a Lem cuando Solaris fue llevada al cine por Andrei Tarkovski. Lem quedó disconforme con la versión, que en sí es magistral pero apenas usa la novela como pretexto, y hasta amenazó con hacerle un juicio al ruso. Ambos tenían sus razones, y ambos eran geniales, aunque pertenecían a especies diferentes.
Años antes, el aislamiento cultural del bloque soviético le había hecho abrigar grandes fantasías sobre la ciencia ficción norteamericana. Cuando llegó a conocerla, se sintió defraudado y escribió un famoso artículo donde sólo rescataba a Philip K. Dick como “un visionario entre charlatanes”. Sus críticas le valieron la expulsión de la SFWA, la asociación norteamericana de escritores de ciencia ficción, de la cual era socio honorario. Dick, que tenía fama de escritor de izquierda, en un inexplicable acceso de locura votó para que lo echaran.
Su etapa más brillante fue la última, que se abrió con Memorias encontradas en una bañera (1961) y culminó con la creación de un nuevo género: los prólogos, las recensiones y críticas de los libros que ya no tendría tiempo de escribir. Dejando definitivamente atrás la ciencia ficción al estilo Efremov que auspiciaban los rusos, se internó en el absurdo, el surrealismo, el grotesco y la paradoja.
Lem no sólo fue creador de ficciones sino también un brillante ensayista. Durante años tuvo una cátedra universitaria de Futurología en Cracovia, que era muy concurrida y consultada. Escribió algunos importantes ensayos como El arte fantástico y la futurología (1970), Diálogos (1957), SummaTechnologiae (1964) y Filosofía del azar (1968). Quienes los han leído dicen que en ellos están los fundamentos teóricos de sus ficciones.
Era un superdotado intelectual y un infatigable lector de publicaciones científicas. Cuando le preguntaban por sus métodos de trabajo daba respuestas bastante pintorescas. Solía compararse con una vaca. El input de la vaca es el pasto y el output es la leche, pero nadie encuentra briznas de pasto en la leche, explicaba. Al igual que la vaca, Lem hacía pastar su imaginación en las fronteras de la ciencia, sólo para secretar una peculiar literatura.
Isaac Asimov leía tanto como él, pero esa información que él se limitaba a procesar, Lem la metabolizaba. Con la misma dieta de celulosa libresca, Lem lograba transmutar la información. Produjo textos llenos de trampas, apelando a la complicidad de lectores que quizá nunca se acercarían a ellos, una literatura más cerebral que vivencial, pero sin limitaciones genéricas. Lem era capaz de novelar ensayos, de poetizar las matemáticas, de zambullirse en la metafísica con la excusa de una trama policial y burlarse de los poderosos del mundo, incluidos aquellos que podían ejercer poder sobre él. Escribió policiales como La fiebre del heno y La investigación (1959) donde la física cuántica ocupaba el lugar de la inducción detectivesca.
Entre una obra y otra, pasaba largos períodos sin publicar, dedicado al estudio. Se justificaba con extrañas razones: decía que su inteligencia era tan primitiva como la del mono de Köhler, que primero tenía que apilar cajones para poder alcanzar las bananas. O bien que su mente funcionaba como el depósito del baño, que tarda un rato en llenarse, antes de que alguien apriete el botón.
Cualquiera diría que no hay nada más perecedero que la ciencia ficción “dura”, considerando la obsolescencia de la información. Sin embargo las ficciones de Lem, que en su tiempo era calificado de “duro”, no envejecen. No explicaba, sino fabulaba; no regurgitaba información, sino jugaba con las palabras. La tecnología de sus astronaves podía ser errónea, pero cuando hablaba de “intelectrónica” y “fantasmática” no hay duda de que estaba pensando en cosas tan actuales como la informática y la virtualidad.
Lem fue escéptico respecto de uno de los grandes mitos de la ciencia ficción, que con el tiempo llegaría a inspirar proyectos de investigación científica: la búsqueda del “contacto” con inteligencias extraterrestres. En una larga serie de relatos que arranca con El Invencible (1951) y Edén (1959) –cuando el tema pertenecía a la ficción– y culmina más de treinta años después, con Fiasco (1986) –cuando ya existía el proyecto SETI– sostuvo que el contacto era imposible, considerando los distintos caminos que podía haber tomado la evolución. En sus libros había contactos, pero la comunicación era imposible.
Parecía estar convencido de que la evolución en algún momento dejaría atrás la vida orgánica, y que a la larga el universo estaría habitado por máquinas de Von Neumann; inteligencias artificiales liberadas de nuestras limitaciones. Sus pintorescos robots (por otra parte, tan humanos) descalificaban a los seres orgánicos como nosotros tratándolos de “viscosones” o “debiluchos”.
En Un valor imaginario (1984) incluyó un discurso atribuido a Golem XIV, la computadora perfecta que por fin ha superado al hombre. Con estilo arcaizante, que por momentos imitaba a Rousseau y sonaba odioso para el lector de carne y hueso, el Golem invitaba a los humanos a rendirse. La inteligencia sintética resultaba ser agnóstica: enseñaba que la evolución no es más que una artimaña del código genético para sobrevivir en un mundo de azar, como el “gen egoísta” de Dawkins. El Golem era “el mensajero de las malas noticias, Angel llegado para expulsaros de vuestro último reducto, terminando la obra que Darwin dejó a medio hacer”. Pero aun así, el discurso aceptaba tantas lecturas como lectores y quedará por verse si expresaba las creencias de su autor.
Sin duda es en sus dos libros más inclasificables, Vacío perfecto (1978) y Un valor imaginario (1984), donde Lem alcanzó la cumbre del barroquismo y del ingenio. Son crónicas de libros inexistentes, escritas a la manera de Borges, de quien era confeso admirador. Sin tiempo ya para escribir los libros, Lem optaba por ser cronista. Explotando las posibilidades de géneros tan marginales como las reseñas, folletos, solapas o contratapas, compila dos antologías de novelas embrionarias y tratados condensados, donde apelaba a la complicidad del lector para burlarse de todas las vacas sagradas, desde la astrofísica hasta la novela objetivista.
En las Memorias encontradas en una bañera (1961) que definía como “farsa utópica”, Lem se había atrevido con el problema –que antaño se llamaba metafísico– de la naturaleza del mundo real. Pero lo encaraba con su particular estilo paradójico. Reclutado por una grotesca Agencia de Inteligencia, su personaje central se extraviaba en situaciones absurdas sólo para aprender que todo es mensaje cifrado, cifra a la vez para otras infinitas relecturas: no hay hechos, sino interpretaciones de hechos. El aspirante a espía, que hasta entonces no ha podido descubrir cuál es la misión que le ha sido asignada, comienza poco a poco a entender que el Edificio –como el Castillo de Kafka– simboliza la totalidad del mundo, que el Texto que se esconde tras de las cifras es el Sentido y el Porqué, pero es indescifrable.
Lem sospechaba que el universo era algo así como una broma y al parecer le resultaba bastante gracioso. En La nueva cosmogonía, discurso que atribuía a un imaginario Nobel, desplegaba una filosofía lúdica del universo: el Cosmos es increado, pero tiene Creadores. A partir del conflicto entre múltiples lógicas y físicas disímiles, nacieron las actuales leyes naturales, que no son más que jugadas en un juego universal. Todos los procesos físicos son intencionales, porque son expresión de la voluntad de unos Jugadores que mueven sus piezas. Pero no son constantes: las leyes físicas pueden cambiar, y lo están haciendo, como lo demuestra la asimetría entre vida y entropía. Somos piezas de un juego cósmico que alguna vez acabará dando origen a otros jugadores y otro juego, en el eterno retorno.
Por supuesto, la imaginación de Lem barajaba, explotaba y descartaba esta y otras cosmogonías que otros desarrollan con toda seriedad. Este discurso bien podía ser otra provocación.
Quizá la opinión del escéptico Lem pueda estar en esta parábola de sus Fábulas de robots:
“–¿Qué puedo decirte? –contestó el anciano–. Cuanto te he dicho no procede de la ciencia, pues ésta no se ocupa de esos aspectos de la existencia de los que cabe reírse. La ciencia explica el mundo, pero sólo el arte puede conciliarse con él. ¿Qué sabemos realmente acerca del surgimiento del cosmos? Es posible llenar un vacío tan extremo de toda suerte de leyendas y mitos. Al recurrir a la mitología solamente deseaba llegar a los límites de lo inverosímil, y me parece que a ello me aproximé. Tú también lo sabes y lo que deseas preguntarme es si el cosmos es realmente ridículo. Pero a esa pregunta, cada cual ha de responder por sí mismo.”
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