NOTA DE TAPA
› Por Pablo Capanna
Para decirlo de un modo periodísticamente original, cada día son más las personas que viven pegadas a un celular (o varios) para sentirse comunicados y cargarse de estrés. Gracias a los celulares, los usuarios se transmiten valiosa información fisiológica (“Estoy entrando al baño”), se mantienen informados de los cambios meteorológicos (“Acá está por llover”) y hasta pueden controlarse mutuamente (“Estoy llegando a Retiro”) con una efectividad que les hubiera envidiado el Gran Hermano de Orwell.
Todos los días aparecen nuevas generaciones de celulares, que ya despachan horóscopos y pronto serán capaces de hacer tomografías, holters y ADNs. El teléfono, en su versión portátil, ha pasado a ser un producto de primera necesidad, decididamente más accesible al bolsillo de los pobres que cosas como una buena alimentación, salud y educación. Ahora todos podemos ser adictos al teléfono, como perpetuos adolescentes.
Como suele ocurrir con estas cosas, hace 120 años los directivos de la Western Union no confiaban demasiado en que el teléfono de Bell tuviera futuro, pero así y todo le encargaron a Edison que hiciera algo con él. Desde entonces el negocio no sólo no dejó de crecer sino llegó a sufrir cambios cualitativos.
Por supuesto, cualquier escolar sabe que el inventor del teléfono fue Alexander Graham Bell, tal como dicen las enciclopedias, las revistas con troquelados y hasta una canción pop de hace unos cuantos años. Sin embargo, a pesar de que eso es lo que nos enseñaron, la Cámara de Representantes de los Estados Unidos resolvió el 11 de junio de 2002 reconocerle al italiano Antonio Meucci la paternidad del teléfono. Espero que los enciclopedistas hayan tomado debida nota.
Ocurre que de no haber sido por ciertas circunstancias, la Bell Telephone se llamaría Meucci Telephone, lo cual suena mucho peor que la tintineante campanilla de “Bell”; aunque de todos modos es probable que igual hubiese llegado a ser la AT&T.
“La historia del teléfono... se esconde en testimonios de varios miles de páginas y en las conciencias de unos pocos cuyos labios están sellados, en unos casos por la muerte y en otros por el dinero.” Quien hizo esta cruda confesión fue Elisha Gray, uno de los más exitosos inventores estadounidenses, que estuvo entre los protagonistas de esta historia.
Hasta hace unos años, las únicas enciclopedias que mencionaban a Meucci eran las italianas. En Roma y Florencia tiene incluso alguna placa recordatoria, donde se lo describe como un emigrante que “murió en tierra extraña, pobre y defraudado”.
Nacido en Livorno (una ciudad más conocida por ser la cuna de las gallinas Leghorn), Meucci emigró a los Estados Unidos en 1845. Cuando vivía en Staten Island, dio a conocer sus trabajos en L’eco d’Italia, el diario de la colectividad.
En 1871 quiso registrar el teléfono que había inventado y obtuvo un “caveat”, que no es precisamente una patente, pero establece una reserva sobre un invento que está en desarrollo. El caveat caducó más tarde, pero Meucci nunca volvió a reunir el dinero necesario para pagarse otro.
Al año siguiente Meucci pidió autorización a un tal Mr. Grant, de la American District Telegraph Co., para experimentar su teléfono usando las líneas telegráficas de la compañía. Su mayor ingenuidad fue entregarle a Grant documentos, planos y hasta algún prototipo.
Grant no dudó en pasárselo todo a los laboratorios de la Western Union, donde trabajaban Alexander Graham Bell y Elisha Gray. Al poco tiempo, la Western entró al negocio telefónico y creó su filial, la American Speaking Telephone. Al parecer, usaba la tecnología de Meucci, aunque se la atribuía a Elisha Gray, un investigador de su planta. Al parecer, el silencio del italiano había sido comprado.
Según la historia oficial, el 3 de junio de 1875 Bell logró transmitir las primeras palabras inteligibles por un micrófono magnético y se dispuso a patentar el teléfono. Fue entonces cuando se produjo el hecho más insólito de toda esta historia. El 14 de febrero de 1876 Bell presentó una solicitud de patente para su teléfono. Tres horas más tarde apareció Elisha Gray con un caveat para el mismo teléfono. La patente le fue otorgada a Bell el 7 de marzo, pero nunca quedó claro el porqué de esas presentaciones casi simultáneas de dos personas que se conocían bien y eran colegas.
Fue entonces cuando la Bell Telephone intimó a la Western a reconocer la patente de Alexander Graham Bell. Las dos empresas llegaron a un arreglo; aparentemente ambas tenían que ocultar lo que le debían a Meucci y no querían exponerse. Las acciones de Bell se fueron a las nubes, y también hubo un jugoso contrato para Edison, a quien se le encomendó perfeccionar el sistema.
No hubo nada para Meucci, quien se presentó ante los tribunales y fue rechazado. La Justicia fue tan lenta con él que se tomó más de un siglo.
Si la historia de la tecnología fuera tan lineal como el Libro Guinness de los Records, sería fácil saber quién fue “el primero” que descubrió o inventó algo. De no ser porque lo único que puede determinarse fehacientemente es el orden en el cual se otorgan las patentes.
Por lo general, y contradiciendo la visión romántica del “inventor genial” (que debe ser el primo del “sabio incomprendido”), los desarrollos tecnológicos se dan por incrementos graduales. Sólo de vez en cuando se produce el salto cuántico que representa un principio radicalmente nuevo. Pero casi siempre son muchos los investigadores, profesionales o aficionados que trabajan en el mismo campo. Tampoco siempre es el mejor el que pasa a la historia, sino quien mejor responde a las demandas del mercado.
Dos importantes tecnologías del siglo XIX, la fotografía en colores y la grabación de sonidos tuvieron entre sus protagonistas a un curioso personaje, a quien el Larousse y las historias de la literatura reconocen como un poeta importante. En Francia, la Academia del disco lleva su nombre. Se trata de Charles Cros (1842-1888), hombre de la bohemia parisina, científico autodidacta e inventor aficionado. Entre otras cosas, fue uno de los primeros teóricos de la comunicación con extraterrestres. A diferencia de Meucci, a Cros nadie le escamoteó sus ideas, pero la suerte fue tan esquiva con él que no llegó a patentar nada; quizá porque no le importaba.
El 7 de mayo de 1869 la Sociedad Francesa de Fotografía recibió dos comunicaciones sobre el mismo tema: un procedimiento para registrar imágenes en color. Una pertenecía a Charles Cros (era la “Solución general de los problemas de la fotografía de los colores”) y la otra a Louis Ducos du Hauron. De hecho, Ducos había patentado el procedimiento en noviembre del año anterior, y Cros se había limitado a depositar en la Academia un sobre cerrado con su trabajo, de manera que la historia consagró a Ducos como el inventor.
Los dos franceses no se conocían y la coincidencia había sido totalmente azarosa, si bien nos permite ver que el tema estaba en circulación. Cros y Ducos mantuvieron una breve, civilizada y amistosa polémica en las columnas de un diario, pero ninguno de los dos pensó en recurrir a los abogados.
Por cierto, no fue ésta la única circunstancia en que el infortunado Cros llegó tarde. Sus apologistas dicen que fue víctima del pasaje del reino de la poesía a la civilización de la patente. El 30 de abril de 1877, Cros volvió a presentarse ante la Academia de Ciencias de París, esta vez con una detallada descripción del “Proceso de grabación y reproducción de los fenómenos percibidos por el oído”. Se trataba del gramófono, aunque el poeta le había puesto paleófono, “la voz del pasado”. Por falta de recursos, no pudo presentar un prototipo.
Pasaron ocho meses, y el 6 de diciembre Edison grabó un cilindro con aquel hit (“María tenía un corderito”) que ya permitía tener una idea de las pavadas que llegarían a grabarse en discos y otros soportes. Inmediatamente, el 24 de diciembre le otorgaron la patente estadounidense, aun a pesar del asueto navideño.
Para Charles Cros no hubo nada, salvo la persistente leyenda según la cual le habrían negado la patente porque Edison le había ganado de mano. Los derechos y el negocio fueron para Edison.
Nadie diría que la corta vida de Charles Cros no haya sido intensa, ni que sus intereses no hayan tenido una notable variedad. Venía de una familia provenzal donde abundaban los profesores. Su padre, a quien más tarde echarían de la universidad por sus ideas republicanas, se encargó personalmente de su educación. A los catorce, Charles era bachiller y a los dieciséis estudiaba lenguas clásicas (incluyendo el sánscrito) pero también matemática y música. Aunque más tarde intentó ser médico, en general fue autodidacta.
Charles frecuentó la bohemia parisina de fin de siglo, participó de los sucesos de la Comuna, fue amigo de Verlaine y Rimbaud y frecuentó el salón literario de su amante Nina de Villard. Conoció al pintor Manet (quien llegó a ilustrar uno de sus libros) y a los grandes impresionistas. En 1878 se casó pero pronto quedó viudo y con dos hijos. Arruinó sus últimos años con el ajenjo y murió en la pobreza, después de ver cómo remataba su biblioteca. Sobre el final, se quejaba de que le había tocado vivir en un mundo donde “la felicidad es un número seguido de seis ceros”. De hecho, no sólo habían pasado los tiempos de la bohemia. También la ciencia amateur ya estaba siendo derrotada por el mercado de las patentes, como Charles había podido comprobar con su fonógrafo.
Su poesía, de la cual se recuerda El cofre de sándalo (1873), fue precursora del surrealismo. Cros también fue humorista y escribió teatro, pero a diferencia de sus amigos poetas también solía frecuentar la Academia de ciencias y los laboratorios.
En la Exposición Universal de 1867 presentó un telégrafo automático, que proyectaba instalar en Perú. Publicó numerosos trabajos sobre fotografía, óptica, acústica y electricidad. Varios de ellos versaban sobre una de sus obsesiones, la posibilidad de comunicarse con los planetas.
En 1869 publicó un “estudio sobre los medios de comunicación con los planetas” y en 1873 presentó ante la Academia de Ciencias su “proyecto de comunicación con los habitantes de Venus”. El astrónomo Camille Flammarion, quizás el más popular de los divulgadores de su tiempo, se interesó por sus trabajos y le organizó varias conferencias. Antoine, el hijo de Charles Cros, también presentó a la Academia una memoria sobre un dispositivo llamado teleplasto, concebido como una suerte de teleportación para enviar “formas sin materia” al espacio.
En sus tiempos, Cros no era el único que soñaba en comunicarse con los marcianos y los venusinos. El matemático Gauss y el astrónomo von Littrow habían propuesto dibujar enormes figuras en los desiertos para llamar la atención de los marcianos. El primo de Darwin, el eugenista Sir Francis Galton, también recomendó en 1869 usar un procedimiento óptico muy similar al de Cros para enviar señales, para lo cual llegó a pergeñar incluso un código lógico-matemático.
La propuesta de Cros no fue vista en su tiempo como la quimera de un aficionado. En 1927 todavía se hablaba de ella en una nota (“¿Podemos comunicarnos por radio con los planetas?”) que ilustraba la tapa de Radio News. La revista era una de las que dirigía Hugo Gernsback, el legendario “inventor” de la ciencia ficción norteamericana.
La idea de Cros consistía en concentrar un poderoso haz de luz eléctrica mediante el despliegue de gran cantidad de reflectores parabólicos, para enviar imágenes a Venus. Proponía dividir cada imagen en fragmentos: hoy diríamos pixels. Imaginó que los mensajes debían ser “formalizados” (hoy diríamos codificados) para enviar figuras y colores mediante flashes periódicos. La idea no era nada descabellada. Nuestros radiotelescopios no envían y reciben luz sino otra clase de ondas, pero si uno trata de imaginárselo creerá estar viendo complejos como el de Arecibo o Socorro, que hoy se dedican a la búsqueda de inteligencia extraterrestre.
Algunos consideran que Cros es el antecedente histórico más remoto de los métodos que se vienen utilizando en los últimos cuarenta años. Para ilustrar su idea Cros escribió un cuento breve, titulado “Un drama interastral”, al cual hoy calificaríamos de ciencia ficción.
Glaux, el protagonista, vivía en un futuro oscurantista que añoraba la libertad de los siglos XIX y XX. Para entonces los científicos se habían convertido en una suerte de clero y estaban obligados a ser célibes. Glaux estaba a cargo de una estación que transmitía y recibía imágenes y sonidos de Venus. El dispositivo estaba emplazado al sur de los Andes y contaba con tres mil reflectores de cincuenta centímetros de diámetro cada uno. Las imágenes fragmentadas eran enviadas a Venus, donde los astrónomos venusinos las ampliaban cuatrocientas veces y las recomponían. Mediante el mismo procedimiento, enviaban a la Tierra imágenes de su fauna y vegetación.
Un día Glaux descubría la imagen fantasmal de una bella mujer de Venus rondando su laboratorio; era un holograma, como diríamos hoy. El terrestre y la venusina se enamoraban y se pasaban las noches intercambiando fotos y tiernos mensajes. Pero cuando acababan de caer en la cuenta de que nunca podrían ser amantes (no había viajes espaciales) resolvían suicidarse.
Hoy se hubieran conocido, y probablemente desengañado a primera vista. Quizás Charles Cros también fue el precursor del chateo; pero una vez más se olvidó de patentarlo.
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