MEDICINA DEPORTIVA: DE LOS GLADIADORES ROMANOS A LOS FUTBOLISTAS-MARCAS
¿Es posible que los jugadores de fútbol Burdisso, Messi o Lucho González tengan algo en común con los gladiadores del Imperio Romano? La respuesta es afirmativa. Y no se hace necesario recurrir a la metáfora de que el fútbol equivale al “pan y circo” de la actualidad, sino que alcanza con ver que los rasgos comunes provienen del campo médico. Ocurre que los deportista de élite de hoy –sean argentinos o de cualquier nacionalidad— están rodeados de una parafernalia clínica muy específica: la medicina del deporte. Y una mirada a los libros de historia de la medicina revelará que esta hoy expansiva rama reconoce como padre fundador a Galeno, el más afamado médico de la civilización romana.
Su vínculo oficial con el deporte se inicia en el año 158, cuando fue nombrado “médico principal” de la Escuela de Gladiadores de su ciudad natal, Pérgamo, en Asia menor. Su preocupación primordial era obvia: curar las más que frecuentes heridas sufridas en el entrenamiento y en la práctica cotidiana de este deporte extremo de la antigüedad. Pero Galeno también fue, durante más de 3 años, el encargado de cuidar en forma preventiva la correcta salud de estos deportistas-guerreros. Y si hoy todo el mundo conoce el añejo dicho “mens sana in corpore sano”, buena parte de su fama hay que atribuírsela a este facultativo greco-romano, que no sólo legó numerosos textos con recomendaciones sobre cómo tratar lesiones sufridas en la arena, sino que también exhortaba a practicar, entre otras actividades físicas, el levantamiento de pesas en forma regular como una forma efectiva de promover la salud.
Sin embargo, y aunque en la práctica médica occidental las influencias griegas y romanas son indiscutibles, las raíces de la medicina del deporte se ramifican también hacia Oriente, donde varios papiros hindúes, relacionados con el yoga –como por ejemplo el Atharva-Veda– y algunos manuscritos chinos de muchísima antigüedad proponían complementar la meditación con ejercicios físicos. Son trabajos que datan de unos 1000 años a.C. y que podrían perfectamente denominarse como los primeros compendios dedicados en forma sistemática a la terapia física.
Dos milenios más tarde, Avicena –uno de los máximos sabios árabes– sistematizó algunos consejos y recomendó terapias para la rehabilitación de una lesión que cualquier aspirante a médico deportólogo de hoy podría encontrar plenamente vigentes. Entre ellas, técnicas de masajes, movimientos suaves y progresivos de los músculos afectados y numerosos baños de agua fría y caliente.
Mientras tanto, Occidente estaba sumergido en los años de oscuridad médica de la Edad Media. Y los períodos históricos posteriores significaron apenas el redescubrimiento y el avance lento de la ciencia de la anatomía. De hecho, recién volvieron a liarse, muy levemente, la medicina y el deporte a fines del siglo XIX. Lo de “levemente” no es metáfora, sino dato histórico, como muestra el siguiente puñado de ejemplos. Cuando, bajo el impulso del barón Pierre de Coubertin, volvieron a celebrarse los Juegos Olímpicos Mundiales de 1896, asistieron dos centenas de atletas. Y, si bien en eventos específicos como la Maratón de 42 kilómetros, los corredores fueron seguidos, y atendidos, por ambulancias y paramédicos, lo cierto es que los organizadores del match no previeron asistencia médica formal para los atletas. Por otra parte, recién tras la muerte de un maratonista portugués, en los Juegos de 1912 en Estocolmo, se determinó que los competidores deberían atravesar un examen médico previo.
Esta desconexión entre deporte y medicina era generalizada. De hecho, recién se verificó por primera vez en los Juegos Olímpicos de 1924 el hecho de que una delegación deportiva, la estadounidense, fuera acompañada por un médico y una enfermera en forma oficial. Pero a partir de la década del ‘20, la movida de la especialidad entró en una especie de sprint. Todo comenzó en St. Moritz, en Suiza, cuando en febrero de 1920 se fundó una, por aquel entonces humilde, “Association International Medico-Sportive”. Que ocho años más tarde reunía en la ciudad de Amsterdam el Primer Congreso Internacional de Medicina del Deporte, al que asistieron 280 médicos “especialistas”, de 20 países diferentes.
Y un detalle: la Argentina no estaba al margen de esa por entonces flamante especialidad. De hecho, la creación del Departamento de Medicina Deportiva de la Asociación de Fútbol Argentino data de 1929.
Por otra parte, gracias a las necesidades particulares de rehabilitación generadas por esta rama comenzaron a estudiarse y ponerse a punto muchas técnicas quirúrgicas nuevas que no tardaron en generalizarse para solucionar con eficiencia y velocidad lesiones comunes de pacientes no deportistas. Un clásico ejemplo de esta tendencia son los tratamientos de lesiones y afecciones de la rodilla.
Es casi lógico que muchas lesiones deportivas frecuentes lleven el nombre “popular” del deporte o de la actividad que las genera en forma usual. Un rápido catálogo propone las siguientes: codo de tenista (y de golfista); lumbalgia del pesista; hombro del nadador; tendinitis del lanzador; muñeca del gimnasta (y del remero); costilla del rebote (en el básquet) y rodilla del saltador.
Más allá de esta curiosidad nominalista, lo cierto es que la medicina deportiva ya amplió su campo de incumbencia y de la mera gestión de lesiones se abrió para abarcar la nutrición, la obesidad, la biomecánica, el fitness, y la discapacidad. Y otros llevan su llama expansiva todavía más lejos y le endosan influencias hasta en temas en apariencia alejados, como la prevención de enfermedades crónicas. Un ejemplo patente de que la medicina deportiva es más que un lujo; es una acuciante necesidad.
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