NOTA DE TAPA
› Por Pablo Capanna
La cruel necesidad o alguna inconfesable perversión me obligaron a pasar la vida viajando por el ferrocarril San Martín. Más insólito pero menos cómodo que el Expreso de Oriente, el San Martín ya era malo cuando pertenecía al Estado, fue pésimo en manos privadas y ahora aspira a llegar a ser por lo menos muy malo.
Con el paso del tiempo, el San Martín fue asumiendo su destino latinoamericano. Aquellos vendedores que antes sólo traían diarios o pastillas de menta se han multiplicado hasta convertirse en toda una Corte de los Milagros, que ofrece desde chipa paraguaya hasta electrónica china.
Como hoy en día hasta para ser pobre hay que capacitarse, aquellos desocupados que se hicieron vendedores llegaron a crear su propio marketing, sin recurrir a costosos seminarios.
De tal modo, si hay despistados que aún siguen publicitando como “terminados a mano” los productos que vomita una cinta automática, existen otros que han llevado a niveles de excelencia el lenguaje de la truchada.
Hay quien ofrece un diccionario de bolsillo “con índice digital”. Otro vende una radio “robótica” que busca por sí sola las estaciones y hasta una calculadora manual que viene con “sistema de encendido” para prenderla y “sistema de apagado” para cuando uno se cansó de escuchar.
Mi favorito sigue siendo aquel que ofrecía un despertador chino, “íntegramente trabajado en fino material plástico”, que traía una importante propiedad: “Este reloj –proclamaba el vendedor– ¡marca las veinticuatro horas, tanto AM como FM!”
Muchos deben haber creído que era una radio, porque ese día vendió unos cuantos. El astuto buscavidas había oído en alguna película yanqui que había una hora “ante meridiano” (hasta las doce) y una “post meridiano” (después de las doce). La confusión con “amplitud modulada” y “frecuencia modulada” no fue culpa suya: es algo que nunca le enseñaron. De hecho, sus clientes hablarían tanto de “las 16” como de las cuatro de la tarde, pero nunca confundirían las “tres de la mañana” con las 15.
Desde que los seres humanos cayeron en la cuenta de que la naturaleza sigue ciclos regulares y previsibles, nació la idea de medir el tiempo. Lo primero que se les ocurrió fue hacer coincidir los intervalos temporales con segmentos de espacio. Recién después de que la agricultura obligó a hacer calendarios, comenzó a haber demanda de relojes. Los primeros se regían por el sol y eran forzosamente diurnos, porque se basaban en el ciclo más evidente, la alternativa del día y de la noche.
Al parecer, fueron los egipcios quienes inventaron el “gnomon”, una pequeña regla T cuya sombra se proyectaba sobre un segmento graduado. Gente como Tales o Pitágoras los dieron a conocer en Grecia. Los había de bolsillo y, como hubiera dicho el buscavidas, daban la hora AM y PM, pero después del mediodía había que volver a orientarlos.
Del gnomon nacieron los relojes de Sol, que todavía perduran en algunos parques. Solían traer grabadas leyendas que eran tan amargas como realistas: “Yo volveré, tú no” o “la muerte es cierta, lo incierto es la hora de tu muerte”. Decir eso bajo el sol era aguar cualquier fiesta.
Con el tiempo, aparecieron sofisticados instrumentos astronómicos como el “astrolabio”, que también servía como reloj, y el “nocturnal”, que permitía calcular la hora durante la noche, orientándose por las estrellas. Los relojes más populares y accesibles eran los de arena, que servían para medir lapsos cortos, como la duración de un cambio de guardia, un sermón o una conferencia. Uno llega a lamentar que hayan caído en desuso cuando escucha a esos charlistas que se toman las primeras dos horas para enunciar el tema, y terminan precipitadamente ante la irrupción del portero.
Hubo relojes de agua, como las clepsidras de los chinos y de los griegos, que medían el tiempo que tardaba en llenarse o vaciarse un recipiente. Y en las noches medievales se usaron velas marcadas o mecheros, que medían la hora según el nivel de aceite que consumían.
El reloj mecánico nació con la modernidad, pero su historia se remonta a aquellos aparatos que a posteriori se llamaron “de relojería”, diseñados por los técnicos alejandrinos un par de siglos antes de Cristo. Uno de ellos, el “odómetro”, contaba las vueltas que daban las ruedas para medir la distancia que recorrían los carros.
El gran Eratóstenes midió con asombrosa precisión la longitud del meridiano terrestre recurriendo al Sol y al odómetro. Clavó una vara en Assuan y otra en Alejandría. Al mediodía, la primera no daba sombra pero la sombra de la segunda era un quinto de su altura. Si la Tierra era esférica y los rayos solares caían perpendiculares, usando algo de trigonometría, bastaba multiplicar por 50 la distancia entre ambas ciudades (obtenida usando un carro provisto de odómetro) para tener la medida de la circunferencia terrestre.
Los primeros relojes mecánicos comenzaron a aparecer en Europa a partir del siglo XIII; eran carísimos y generalmente públicos. Hacia 1500 la mayoría de las ciudades los tenía, instalados en las plazas y en las torres municipales. La vida de los burgueses comenzaba a organizarse al compás de ellos, mientras que los campesinos seguían calculando la hora mediante la sombra de un palito que sostenían entre dos dedos.
La innovación consistió en reemplazar el fluir del agua en las clepsidras por la fuerza de la gravedad. A partir del siglo XIV los relojes comenzaron a ser movidos por un sistema de pesas, que se regulaba por un mecanismo llamado “escape”. Todavía se ven algunos, fabricados con fines decorativos.
El paso siguiente fue reemplazar las pesas por la cuerda, usando la fuerza de un resorte que se iba descargando lentamente. Se dice que lo inventó Leonardo –que tenía otras cosas que hacer aparte de pintar y hacerlo rico a Dan Brown–, pero es más probable que el invento pertenezca al relojero Peter Henlein, de Nuremberg.
Cuando los navegantes se lanzaron a explorar y conquistar colonias para uso de las potencias europeas, se hizo necesario contar con relojes más precisos. Para determinar la latitud había que comparar la hora (solar) del barco con la de un punto fijo como Greenwich. Allí fue cuando entraron a tallar algunas de las grandes figuras de la revolución científica. Con ellos, el péndulo se echó a oscilar y empezó a marcar los tiempos modernos.
Cuando el reloj biológico marcaba el fin de sus días, el septuagenario Galileo Galilei seguía trabajando en La Joya, la finca de Arcetri donde había sido confinado por la trágica condena del Santo Oficio. Sólo se le permitía salir para visitar al médico o en situaciones de excepción, pero aparte de hijos y nietos recibía a visitantes ilustres, como el poeta John Milton y Evangelista Torricelli, uno de sus más brillantes discípulos.
En 1638 el Granduque le mandó como ayudante a un joven prometedor. Era Vincenzio Viviani, quien se pasó los destemplados atardeceres invernales escuchando cómo Galileo evocaba sus experiencias, antes de ponerse a escribir su primera biografía.
En esos días, el pisano recordó que, siendo casi un niño, en 1582 se había quedado largo rato siguiendo con la mirada los vaivenes de un candelabro colgante de la Catedral, mecidos por las corrientes de aire. Como le indicaba su pulso, las oscilaciones siempre tardaban el mismo tiempo, fueran amplias o cortas.
Galileo tenía 75 años, una edad avanzadísima para las expectativas de su tiempo, pero algo debe haberle removido ese recuerdo, porque se aplicó a desarrollar un reloj más exacto, basado en el isocronismo del péndulo. Galileo apuraba a su hijo para que hiciera un prototipo antes que alguien le robara la idea, pero no llegó a ver el que construyó Vincenzio.
En cambio, quien logró hacer y patentar un reloj de péndulo útil y confiable en alta mar fue Christian Huyghens. Demoró veinte años; recién entre 1657 y 1661 llegó a construir dos modelos y les dedicó todo un tratado, titulado Horologium Oscillatorium (reloj oscilante). Newton lo estudió con cuidado, porque no sólo hablaba de relojes sino de cosas como la fuerza centrífuga.
Galileo murió en Arcetri en 1642. Meses después nació en Lincoln, Inglaterra, un niño enclenque a quien llamaron Isaac Newton. Cuando tenía diez o doce años Newton hacía relojes de Sol y sus vecinos se habían acostumbrado a mirar “el cuadrante de Isaac”. También se hizo una clepsidra, a la cual echaba agua cada mañana, pero pronto admitió que ese tipo de artefactos no tenía futuro. De todos modos, esos juguetes alimentaron su interés por el tiempo, y las sombras de los relojes solares despertaron su atracción por la luz.
Faltaban unos cuantos pasos para los relojes digitales y atómicos, que estarían basados en una física que Newton no llegó a sospechar. Antes de eso, la “flecha del tiempo” ya había pasado a desempeñar un rol protagónico no sólo en la historia sino en la física y la biología.
Barrow, el maestro de Newton, había divinizado al tiempo. Newton hizo que el “espacio absoluto, similar e inmóvil”, y el “tiempo absoluto, verdadero y matemático”, fueran no sólo el ámbito en el cual se movía la materia sino los órganos sensoriales por medio de los cuales Dios conocía al mundo desde adentro.
Siglos más tarde, Einstein acabaría con el espacio y el tiempo “absolutos”. En lugar de concebirlos como una suerte de recipientes universales, nos acostumbró a pensarlos como dimensiones: el tiempo y el espacio se dilataban con la expansión del universo. El viejo Aristóteles hubiera estado de acuerdo, puesto que definía al tiempo como “el número del cambio”.
Una de las primeras figuras a las que se recurrió para representar el tiempo fue la circunferencia, que pacientemente recorrían las agujas. Al fin y al cabo, hasta los relojes digitales tienen cuadrante y aún seguimos guardando la música en discos, en una suerte de espiral.
El movimiento de izquierda a derecha (que identificamos con “las agujas del reloj”) fue una convención relativamente tardía. El gran pintor florentino Paolo Uccello había diseñado uno que iba para atrás, y en la torre del ayuntamiento de Praga había un reloj judío que se movía de derecha a izquierda, como la escritura en hebreo. En Nuremberg había otro que marcaba las horas del día y de la noche, que eran distintas según fuera invierno o verano. Más curioso era un reloj mecánico francés del siglo XVII con un cuadrante semicircular, que marcaba doce horas de ida y doce de vuelta, sin que nadie se confundiera.
Los relojes que pronto se entronizaron en las fábricas por lo general no tenían cuadrante visible, pero tenían una sirena ominosa que anunciaba a los obreros la entrada y la salida de los turnos de trabajo. Llegaron a ser símbolos, como ese reloj que atrapaba a Chaplin o aquel otro cuyas agujas había que mover de un lado a otro, vaya a saber por qué, en la Metrópolis de Fritz Lang.
Algunos dicen que el reloj fue la primera máquina de la revolución industrial, la máquina que permitió medir el trabajo, con lo cual le dio origen al capitalismo. Nada menos.
La idea de que el tiempo transcurría igual antes de que nosotros entráramos en escena, y sobre todo que seguirá corriendo cuando ya no estemos, provoca cierto desasosiego, sobre todo cuando uno comienza a entender que no es nada original. La primera reacción es indignarse por la brevedad de la vida, especialmente cuando uno no se conforma con vegetar. Uno de los aforismos atribuidos a Hipócrates expresa el sentimiento común a científicos y estudiosos de todos los tiempos. “Ars longa, vita brevis”, decía Hipócrates. Es decir: la vida no alcanza para todo lo que hay que aprender. Siempre que uno esté dispuesto a aprender, aunque más no fuera de sus errores.
Evocando la sombra de Demócrito y recostándose en el paradigma determinista de Laplace, que más tarde heriría de muerte la física cuántica, Nietzsche propuso el eterno retorno. Congelaba el presente en una suerte de foto fija que nunca fue capaz de darle a nadie razones para vivir, ni para sentirse a salvo de la entropía.
Alguna vez todos hemos deseado detener el tiempo, como quería Goethe. Marcuse solía notar que durante las revoluciones siempre hay un exaltado que ordena disparar sobre los relojes, para perpetuar el momento de la creatividad.
A los cantantes más queridos les cantan “¡No te mueras nunca!”, pero a aquellos que perdieron rating les sacuden un inapelable “¡Fuiste!”. H. G. Wells, en el cuento “El nuevo acelerador”, imaginó una suerte de tiempo inmóvil. Hizo que la duración llegara a estirarse al punto que se podía ver a una bala moverse de manera casi imperceptible. La parodia, y a la vez homenaje, que le hizo Christopher Priest en Un verano eterno (1979) pintaba un cuadro todavía más angustioso: un parque donde el pasado se ha congelado, las niñas saltan eternamente a la soga y los pájaros cuelgan en el aire.
Pero a pesar de todo lo que nos digan de la flecha entrópica, uno tiene la sensación de que el tiempo se está acelerando. Está probado que el tiempo subjetivo lo hace con la edad: un verano de la infancia es casi una era interminable, y en la vejez un año se va volando.
Al parecer lo que también se está acelerando es el tiempo histórico, quizá por miedo a Fukuyama, que quiso pararlo hace más de una década. Recordemos que antes la unidad de tiempo más usada era de cien años; por eso, se hablaba del Siglo de Augusto o del Siglo de las Luces. Pero tal como nos enseñó Hobsbawm el último siglo fue tan corto (de 1914 a 1989) que al día de hoy es apenas una modesta expectativa de vida.
Al parecer, ahora la historia es discontinua y se mide en décadas. Es común escuchar frases enigmáticas como estas: “Esa chica es bastante sesentista, te diré...”; “Si nos estancamos en el setentismo, corremos el peligro de recaer en los noventa”, o “nunca soporté las estéticas ochentosas”. Lo peor es que como ahora todo es relativo, lo peor que se acostumbra decirle a un delincuente es el eufemismo “esas conductas eran propias de los noventa”, como si lo único que está malo fuera ser viejo y como si hubiera una amnistía general cada diez años.
Habría que crear una comisión normalizadora de décadas, para saber de una buena vez cuáles son los calendarios AM y PM. Se habla mucho de los veinte o de los sesenta, pero los diez o los treinta nunca tuvieron prensa. A veces me acosa una duda; a lo mejor el efecto 2YK ocurrió de verdad, y hoy carecemos de décadas. ¿Cómo llamarán nuestros nietos al tiempo que estamos viviendo? Sería espantoso escuchar decir: “Me parece que el abuelo se quedó en el cero...”.
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