Sáb 18.11.2006
futuro

NOTA DE TAPA

El despertar de la conciencia

Después de diseccionar quirúrgicamente el corazón de la teoría de la evolución (y exponer sus hasta ahora inacabadas repercusiones) en La peligrosa idea de Darwin, Daniel Dennett, uno de los filósofos de la ciencia más importantes del momento, emprende camino al mismísimo país del misterio: la conciencia. En su flamante libro Dulces sueños: obstáculos filosóficos para una ciencia de la conciencia (Katz ediciones), del cual Futuro anticipa un fragmento, expone un panorama prometedor de las ciencias cognitivas y desliza una esperanza: la de explicar la conciencia con la misma profundidad y exhaustividad con la que se da cuenta de otros fenómenos naturales como el metabolismo, la reproducción, la luz y la gravedad.

› Por Daniel Dennett

A menudo, la conciencia parece un absoluto misterio. Mi sospecha es que la causa principal del desconcierto es un error explicativo que ha surgido en una conocida sucesión de objeciones y reacciones. A continuación, presento una versión simplificada del camino al país del misterio, en forma de diálogo:

Fi: –¿Qué es la conciencia?

Ci: –Bueno, digamos que hay cosas (las piedras o los abrelatas, por ejemplo) que carecen de punto de vista, de subjetividad, mientras que otras (como tú y yo) tienen puntos de vista: modos interiores, privados, en perspectiva, de informarse sobre el mundo que las rodea y sobre las relaciones del cuerpo con el mundo. Conducimos nuestras vidas, sufrimos y disfrutamos, tomamos decisiones y elegimos cómo actuar, guiados por este acceso “en primera persona”. Ser un ser consciente es ser un agente con punto de vista.

Fi: –Pero, ¡tiene que haber algo más! Un cerezo tiene un acceso limitado a la información que le proporciona la temperatura del entorno inmediato, y puede florecer fuera de estación, guiado por un clima templado en una época del año en la que no es usual; un robot con cámaras a modo de “ojos” y micrófonos a modo de “oídos” puede realizar tareas de discriminación y tener las reacciones adecuadas para cientos de aspectos distintos del mundo que lo rodea; mi sistema inmune puede reconocer y discriminar millones de eventualidades y reaccionar de manera adecuada (en la mayoría de los casos). Cada uno de ésos, que podríamos llamar agentes, tiene una especie de punto de vista y, sin embargo, ninguno de ellos es consciente.

Ci: –Es verdad, hay algo más. Los seres conscientes estamos dotados de capacidades que los agentes más simples no tienen. No sólo advertimos cosas en el mundo y reaccionamos frente a ellas, sino que además nos damos cuenta de que las advertimos. Para decirlo con más exactitud, entre los muchos estados discriminativos en los que podemos entrar (incluidos los del sistema inmune, el sistema nervioso autónomo, el aparato digestivo y otros), hay un subconjunto que puede discernirse por medio de funciones superiores de discriminación, que funcionan como guía para las actividades de control superior. En nosotros, esa capacidad recursiva de autoobservación no tiene límites claros, salvo los que imponen el tiempo y la energía disponibles. Si alguien nos lanza un ladrillo, por ejemplo, lo vemos venir y lo esquivamos. Pero además, somos capaces de entender que hemos percibido un proyectil por la vía visual, y luego podemos entender también que normalmente somos capaces de distinguir las percepciones visuales de las táctiles, y después podemos reflexionar sobre el hecho de que también somos capaces de recordar percepciones sensoriales recientes con cierto grado de detalle y que hay una diferencia entre experimentar algo y recordar la experiencia de haberlo experimentado, y entre pensar en la diferencia entre la experiencia y el recuerdo y pensar en la diferencia entre ver y oír... y así podríamos seguir todo el tiempo.

Fi: –Pero, ¡tiene que haber algo más! Si bien, por el momento, la capacidad de autoobservación recursiva de los robots es bastante pobre, es posible imaginar que en el futuro estarán mejor equipados al respecto. Y por más diestros que puedan llegar a ser en la generación de análisis “reflexivos” sobre los estados discriminativos subyacentes y las reacciones adecuadas frente a ellos, no serán conscientes. Al menos no lo serán en el mismo sentido que nosotros.

Ci: –¿Estás seguro de que puedes imaginar un panorama semejante?

Fi: –Sí, muy seguro. Quizás habría algún tipo de punto de vista ejecutivo, definible por medio del análisis, del poder que tendría que manejar un robot de ese tipo según sus capacidades de reacción, pero esa subjetividad robótica no sería ni un pálido reflejo de la nuestra. Si el robot dijera: “A mí me parece que...”, ese enunciado no tendría ningún significado, o no tendría el mismo significado que cuando yo digo lo que se siente ser yo mismo, o cómo me parecen las cosas a mí.

Ci: –No sé cómo puedes estar tan seguro de eso. De todos modos, tienes razón en que hay algo más en la explicación de la conciencia. Nuestros estados discriminativos no sólo son comprensibles, sino que además generan preferencias en nosotros. No somos indiferentes a las elecciones que podemos hacer entre ellos, aunque las preferencias son sutiles, variables y muy dependientes del contexto. Hay un momento para el chocolate y otro para el queso, una época para el azul y otra para el amarillo. En pocas palabras (y a riesgo de simplificar demasiado la cuestión), muchos de los estados discriminativos de los seres humanos, si no todos, tienen una dimensión que podríamos denominar “de valencia afectiva”. Nos gustan ciertos estados y los gustos se reflejan en nuestra disposición a cambiar de estado.

Fi: –Pero, ¡tiene que haber algo más! Si me pongo a contemplar la tibieza cautivante de la luz del sol cayendo en la pared, no se trata sólo de que prefiero mirar los ladrillos a fijar la vista en la suciedad de la acera. No es difícil imaginar un robot equipado con preferencias para cada una de las secuencias posibles de sus estados internos; sin embargo, esas preferencias no se parecerían en nada a mi apreciación consciente de la poesía visual que representan esos rosados y curtidos ladrillos.

Ci: –Está bien, está bien: hay más. En primer lugar, los seres humanos tenemos metapreferencias: quizá querrías que tu elevada apreciación de la tibieza de la luz del sol en los ladrillos no se contaminase con connotaciones sexuales, pero (casi) al mismo tiempo, te sientes encantado por las intromisiones picantes, por más que te distraigan, pero... ¿en qué era que estabas tratando de pensar? El fluir de la conciencia está plagado de un sinfín de asociaciones. Como cada pensamiento fugaz que ocupa la posición de mayor influencia cede el lugar a los pensamientos que vienen después, todo intento de detener ese desfile caótico y observar los detalles de cada asociación genera un nuevo flujo de estados evanescentes, y el fluir es de nunca acabar. Algunas coaliciones de temas y proyectos pueden conseguir dominar la “atención” durante un período de tiempo que será muy útil y productivo, evitando las potenciales digresiones y dando la sensación de que hay un yo duradero que está al mando de la operación. Y así, al infinito.

Fi: –Pero, ¡tiene que haber algo más! Ahora empiezo a ver qué es lo que falta en tu lista de agregados deliberadamente evasiva. Tengo la vaga impresión de que todas esas disposiciones y metadisposiciones a entrar en estados y metaestados y metametaestados de reflexión sobre la reflexión podrían formar parte de la ingeniería de los robots. La trayectoria de sus cambios de estado internos podría asemejarse en mucho al relato “en primera persona” que podría hacer yo sobre mi fluir de la conciencia, pero los estados del robot carecerían de sensibilidad; quiero decir, ¡no tendrían propiedades fenoménicas! Lo que estás dejando afuera es lo que los filósofos llaman “qualia”.

Ci: –Bueno, en realidad, estoy dejando afuera muchas propiedades. Ni siquiera he empezado a enumerar las simplificaciones de la teoría que acabo de contarte, pero parece que tú quieres adelantarte y evitar que siga agregando cosas y, por eso, insistes en que hay propiedades de la conciencia que son en todo punto distintas de las que he presentado hasta aquí. Pensé que ya había agregado algunas propiedades “fenoménicas” cuando planteaste tus primeras objeciones, pero ahora me dices que ni siquiera he empezado. Antes de responder si de verdad estoy dejando esas propiedades por fuera, veamos cuáles son. ¿Puedes darme un ejemplo claro de una propiedad fenoménica? Por ejemplo: solía gustarme un cierto tono de amarillo pero tuve una experiencia traumática (supongamos que me atropelló un coche de ese color) y ahora, cuando lo veo, me pongo nervioso porque me hace recordar el accidente (de manera explícita o no). ¿Bastaría eso para que cambiaran las propiedades fenoménicas de lo que experimento frente al tono de amarillo en cuestión?

Fi: –No necesariamente. La propiedad disposicional de ponerte nervioso no es una propiedad fenoménica en sí misma. Las propiedades fenoménicas son, por definición, intrínsecas y sólo accesibles por medio del punto de vista en primera persona...

DANIEL DENNETT AHORA LE APUNTA A LA CONCIENCIA.

Y así hemos llegado al país del misterio. Si se definen los qualia como propiedades intrínsecas de la experiencia aisladas de toda cadena de causas y efectos, independientes de todas las propiedades disposicionales en el plano de la lógica, se garantiza en ese mismo plano que escaparán a todo análisis funcional amplio.

Sin embargo, el triunfo no tiene mucho sentido, porque no hay razones para creer que ese tipo de propiedades existe. Para ilustrar mejor esta idea, comparemos los qualia de la experiencia con el valor del dinero. Algunos norteamericanos ingenuos no pueden sacarse de la cabeza la idea de que el dólar, a diferencia del franco, el marco o el yen, tiene un valor intrínseco (“Y en dinero de verdad, ¿cuánto vale?”). Se conforman con “reducir” el valor de otras monedas en términos disposicionales a la paridad con el dólar (o con bienes y servicios), pero tienen la intuición de que su moneda es distinta. En su concepción, el dólar tiene algo que es independiente de su valor funcionalista de cambio en el plano de la lógica; a ese “algo” podríamos llamarlo brío.

Definido en estos términos, el brío de un dólar eludirá las teorías de los economistas por siempre, pero no hay motivos para creer que existe más allá de las corazonadas de esos norteamericanos ingenuos, que pueden ser explicadas sin necesidad de aceptarlas.

Entre quienes participamos en los debates sobre la conciencia, hay algunos que exigen, lisa y llanamente, que sus intuiciones sobre las propiedades fenoménicas sean un punto de partida innegociable para la ciencia de la conciencia. Esa convicción debe considerarse un síntoma interesante (y, como para todo síntoma, habrá que hacer un diagnóstico), un dato que la teoría de la conciencia deberá explicar, de la misma manera que los psicólogos y los economistas podrían querer explicar por qué tanta gente sucumbe al poder de la falsa impresión de que el dinero tiene un valor intrínseco.

Hay muchas propiedades de los estados conscientes que pueden y deberían someterse a una investigación más exhaustiva en este mismo instante. Cuando contemos con explicaciones para esas propiedades, podremos decidir si nos satisfacen como explicaciones de qué es la conciencia. Después de todo, eso es lo que ha sucedido con el antiguo misterio de la vida. El vitalismo –la idea de que todos los seres vivos tienen un ingrediente adicional, importante y misterioso– resultó ser no una intuición perspicaz sino un fracaso de la imaginación. Inspirados por la exitosa historia de la biología, podemos avanzar con la exploración científica de la conciencia. Si llega el día de pagar todas las deudas que contrajimos y vemos con claridad que nos falta algo importante (si es tan importante, en algún momento saltará a la vista), quienes siempre creyeron que era así nos dirán que ya nos habían avisado. Mientras tanto, son ellos los que tienen que preocuparse por eludir el diagnóstico que les cupo antes a los partidarios del vitalismo: que están dejándose llevar por una ilusión.

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