NOTA DE TAPA
De una molécula modesta que se encendió hace 3800 millones de años en un charco perdido a las casi 6500 millones de personas que habitan hoy la Tierra, la vida se abrió en un mar de imposibilidades. Pasaron los años, los siglos y los milenios, pasaron las conquistas, las matanzas, los genocidios y las generaciones, pero todo quedó en los genes, un cofre de los tesoros que los bioarqueólogos, analizando cambios y leves variaciones moleculares del ADN, tratan de abrir para ver, por fin, los pasos perdidos de una especie viajera.
› Por Federico Kukso
Todo comenzó con un chispazo, un Big Bang biológico; no importa de dónde vino o si se gestó increíblemente por generación espontánea; el salto de lo no vivo a lo vivo (y de lo más simple a lo más complejo) inauguró una nueva era en el Sistema Solar, un episodio único en los 13.700 millones de años del universo. La ubicación donde el azar y la necesidad se cruzaron (y conjugaron) se habrá perdido para siempre –¿un charco? ¿muchos charcos?– pero quedó el resultado palpable de aquel caldo de aminoácidos, ácidos grasos, azúcares y otros compuestos prebióticos que activó, complejidad y selección natural mediante, un reguero de reacciones químicas.
Nadie sabe exactamente cómo apareció la vida (que hasta el momento ni siquiera en laboratorios pudo ser sintetizada desde la nada) pero que ocurrió, ocurrió. Y sin testigos, en un escenario devastador: erupciones volcánicas a diestra y siniestra, bombardeos constantes de basura geológica espacial, radiaciones cósmicas y descargas eléctricas bajo una atmósfera joven y fétida, todo sobre un planeta que recién festejaba su cumpleaños número 700 millones.
Lo extraordinario de todo esto no es solamente que haya ocurrido sino también el tiempo y el lugar en el que se produjo: la distancia exacta del tipo exacto de estrella. Se sabe, por ejemplo, que si el Sol hubiera sido diez veces más grande, su energía se habría consumido luego de diez millones de años en lugar de diez mil millones, y la Tierra simplemente no existiría. En aquellos juegos hipotéticos del tipo “¿que hubiera pasado si...?” siempre llama la atención el atreverse a pensar qué habría ocurrido si el planeta estuviese un poco más cerca o un poco más lejos del Sol. El astrofísico Michael Hart en 1978 se sacó la duda, calculó y llegó a una conclusión pasmosa: si la Tierra hubiese estado sólo un 1% más alejada del Sol o un 5% más cerca, sería prácticamente inhabitable.
En esto, evidentemente, las probabilidades juegan en contra. Luego de un cálculo mental bastante extenso, Francis Crick –codescubridor de la estructura del ADN– llegó a decir que las condiciones propicias que habrían de combinarse para que pudiera surgir vida son tantas, pero tantas, que dicho origen entraría en la categoría de milagro. El astrónomo británico Fred Hoyle no se quedó atrás y aportó lo suyo: “La probabilidad de un ensamblaje espontáneo de la vida es equiparable a la de un tornado que a su paso por un patio lleno de material de deshecho, produjera un Boeing 747 listo para funcionar”. Un poco mucho, pero bastante gráfico.
Y está también el asunto del parentesco universal. Todo lo que vivió –-planta, ser humano, asesino serial– procede de aquella única célula que elegantemente se abrió paso en un mar de imposibilidades y echó a andar dividiéndose una y otra vez, pasando su material genético a otro, su descendiente; un organismo inimaginable del que se sabe nada pero que sí tiene nombre: LUCA (por “Last Universal Common Ancestor” o último ancestro en común). Sacudón perceptivo violento si los hay; como cuando uno se siente nada, menos que un átomo, al recordar cifras astronómicas que quitan el aliento (por ejemplo saber que a 88 kilómetros por hora nos tomaría más de 50 millones de años llegar a la estrella más cercana, Próxima Centauri). El patólogo Rudolf Virchow sintetizó bien esta continuidad estructural en 1860 cuando enunció su famoso aforismo “omnia cellula ex cellula”, o lo que es lo mismo, “toda célula se origina de otra célula”. No es extraño, entonces, que éste y no otro, sea considerado uno de los grandes enigmas no sólo de la biología sino de la ciencia en general (y justo el punto en el que confluyen los misiles argumentativos de los neocreacionistas), que desvela, intranquiliza y vuelve a desvelar.
El asunto del origen de la vida es un campo tan minado por la duda que separa las aguas y corta al medio las filas de científicos, distanciados por la polémica y las hipótesis rivales tales como las del “origen intraterrestre” (que los primeros organismos podrían haber vivido en las entrañas de la Tierra a salvo del caos exterior), la “panspermia” (según la cual las moléculas precursoras de la vida vinieron del espacio exterior), la pintoresca idea del “mundo de ARN” (que postula que lo primero en aparecer fueron familias de moléculas de ARN capaces de autorreplicarse) o incluso aquellos que apuestan a que la sopa primordial en la que comenzó la vida era caliente y no fría como creen otros.
Pero mientras algunos biólogos se arrojan acusaciones (además de balas de genes y bombas de cromosomas), otros son cautos y se alejan, acercándose en el tiempo: en vez de preocuparse por lo que ocurrió hace 3800 millones de años, son más modestos y ponen el ojo sobre el errante deambular humano en los últimos 30 mil, 20 mil o 10 mil años, no desenterrando huesos en cuevas y tumbas sino buceando en los mismísimos y actuales genes.
“Todo ser vivo es también un fósil. Lleva en sí, y hasta en la estructura microscópica de sus proteínas, las huellas, cuando no los estigmas, de su ascendencia”, decía el francés Jacques Monod, Premio Nobel de Medicina. Además de ser el libro de la vida, un mapa, un plano, una receta, la piedra Roseta biológica, un manual de instrucciones, el genoma también es un cajón de los recuerdos. Allí (no afuera sino dentro del propio cuerpo, en el corazón de las células, excepto en los glóbulos rojos, donde no fluye el ADN) se guarda registro de cada viaje, cada mezcla, cada intercambio de material genético entre las diversas tribus originales que poblaron el planeta, probando que el ser humano no es más que el producto final de una secuencia casi infinita de contingencias históricas.
Así planteada la cosa, se percibe también un viraje: el genoma se vuelve oráculo (como reza el eslogan madre de la nueva era post Proyecto Genoma Humano: “El destino ya no está escrito en las estrellas, está escrito en nuestros genes”) y se vuelve cofre; de los recuerdos, de una especie que en vez de Homo sapiens sapiens debería llamarse Homo viajens por aquel fuego interno que impulsó (e impulsa) al ser humano a ser una especie nómada como lo demostró hace 70 mil años cuando salió la primera oleada de individuos de las colinas africanas.
Aun así, los antepasados más antiguos son simples fantasmas, personas sin rostro que recién ahora son salvadas del olvido gracias a la combinación triunfal y sinergética entre genética, antropología, arqueología y demografía. De todo este combo disciplinario salió una ciencia de nombre tonante: la “bioarqueología”, encargada de extender hacia el pasado las ramas y las raíces del árbol genealógico de la humanidad. A diferencia del común de las ciencias mainstream, esta nouvelle vedette hace culto del rebobinado: como la paleoclimatología o la paleontología en general, le saca el jugo a lo que tiene a mano en el presente para echar un vistazo indirecto y furtivo al pasado. No se mira para adelante, se salta hacia atrás: si, por ejemplo, se retroceden 64 generaciones se llega a la época de los romanos; se cree que al menos cien generaciones separan al ser humano de hoy de la época en que se inventó la civilización; miles de generaciones hasta el origen de la especie y cien mil millones de eslabones nos vinculan con las primeras moléculas orgánicas que empezaron a fabricar copias de sí mismas.
Como todo en esta época, la bioarqueología también tiene sus proyectos. Hay muchos, públicos, privados, unos más televisivos y superfluos que otros. El más ambicioso y más publicitado es el “Proyecto Genográfico”, una iniciativa que debutó en abril de 2005 y que se propone en cinco años armar una especie de mapa global de todas las migraciones humanas en la historia. Con un pulmón financiero de 40 millones de dólares y el apoyo de la National Geographic Society, IBM y la fundación Waitt Family, sus miembros recorrerán todos los rincones del planeta recolectando y analizando muestras de ADN humano de más de cien mil personas para hallar en sus genes la bitácora misma de la especie. A la cabeza de esta aventura colosal está el biólogo molecular Spencer Wells, especialista en genética de poblaciones, conocido por sus viajes alrededor del globo buscando las poblaciones indígenas remotas, detentoras de los marcadores genéticos más puros, menos contaminadas por las continuos cruces entre grupos de humanos.
En vez de dedicarse a un individuo en particular, este tipo de estudio se enfoca en poblaciones completas. Al fin al cabo son ellas las que cambian con el tiempo a través de las mutaciones genéticas y no los individuos. Este tipo de análisis vio la luz en la década del ‘80 cuando un grupo de científicos de la Universidad de Stanford logró con éxito analizar pequeñas cantidades de ADN para trepar las ramas del árbol genealógico de una especie cuyos miembros comparten el 99,9% del código genético (se dice que si se tiene como pareja a alguien de la propia raza y del mismo país hay grandes probabilidades de que ambas personas estén emparentadas). Sólo en el 1% restante reside la distinción, lo que hace a cada persona que pisa este planeta, única e irrepetible.
En las muestras genéticas que recolectan, Wells y los suyos fijan sus ojos y sus microscopios en dos “marcadores genéticos” (a través de los cuales comparan un grupo de individuos con otros), especie de “señales de tránsito” asociados a las pequeñas mutaciones que se fueron dando en el camino y que se pasaron de generación a generación: por un lado, está el llamado “ADN mitocondrial”, que como su nombre lo indica se encuentra en aquellas pequeñas organelas dentro de la células llamadas mitocondrias y que se pasa intacto por vía materna; y por el otro está el cromosoma Y, que se transmite de padre a hijo.
Si los ADN mitocondriales de dos individuos diferentes presentan una única variación en cualquiera de sus bases, eso indica ni más ni menos que tuvieron una antepasada común hace diez mil años. En cambio, si son cuatro las variaciones, la madre compartida se remonta a los 40 mil años. Y así...
Los resultados hasta ahora son sorprendentes. Se sabe ahora, por ejemplo, que los casi 6000 millones de personas que actualmente habitan el planeta descienden directamente de tan sólo diez mil individuos que vivían hace 60 mil años en Africa. Otro dato más increíble es que los americanos originarios (no aquellos que arribaron con las diversas conquistas, claro está) tienen como ancestros directos a 10 o 20 personas que se envalentonaron y cruzaron el estrecho de Behring poco antes del final de la era glacial.
Hubo dos oleadas en total. La primera, alentada por una sequía como resultado del período glacial, arrancó hace 60 mil años e inundó la costa sur de Asia y desembocó en el norte de Australia. La segunda, en cambio, se dio hace 45 mil años, cuando hordas de individuos eligieron como destino Medio Oriente. Allí un grupito se separó y enfiló para la India y China. Y diez mil años después se pobló Europa. “Vemos el proyecto como la ‘nave espacial a la Luna’ de la antropología, utilizando la genética para llenar los vacíos en nuestro conocimiento de la épica humana –desliza Wells–. Nuestro ADN lleva una historia que es compartida por todos. Durante los próximos cinco años, estaremos descifrando esa historia, que ahora corre el riesgo de perderse dado que la gente está migrando y mezclándose mucho más que en el pasado”.
Sin embargo, no todas son flores para este hiperproyecto: se lo compara con bastante asiduidad con el fallido “Human Genome Diversity Project” de 1990, al que diversas comunidades indígenas rebautizaron como “proyecto vampiro”, porque se tomaban muestras de sangre de aborígenes sin su permiso.
Pero Wells no es el único. No hay grandes monopolios en la bioarqueología. Por donde se clickee en Internet brotan como hongos toda clase de iniciativas orientadas a revelar un pasado personal esplendoroso, de parentesco con reyes y celebridades. Así está el “Family tree dna” (www.familytreedna.com) con kits a 129 y 159 dólares; “GeoGene” (www.geogene.com), “GeneTree” (www.genetree.com) e “Y search” (www.ysearch.org). O el “DNA Ancestry Project” (www.dnaancestryproject.com) un poco más barato –119 dólares el test de Y-DNA– que se promueve diciendo: “Descubra su conexión con la realeza y figuras legendarias. Usted puede ser pariente de María Antonieta o Gengis Khan y no saberlo. ¡Llame ya!”
El rival más fuerte que tienen Wells y el Proyecto Genográfico es ni más ni menos que Bryan “Mr. DNA” Sykes, profesor de la Universidad de Oxford y famoso mundialmente por su bestseller Las siete hijas de Eva que produjo un batacazo científico en 2001. En él, Sykes hizo pública una hipótesis (contrastada luego) llamativa: según el genetista, toda la población europea desciende de sólo siete mujeres bautizadas según sus variaciones genéticas Tara, Helena, Katrina, Xenia, Velda, Jasmine y Ursula, la más antigua de todas, que vivió hace 45 mil años en lo que hoy es Grecia (el 11% de los europeos desciende directamente de ella, sobre todo personas del oeste de Gran Bretaña y Escandinavia). Xenia vivió hace 25 mil años (el 7% de los actuales europeos forman parte de su clan). El clan de Helena es el más numeroso (41%) y la zona más destacada donde habitan sus descendientes es el país Vasco y sur de Francia. El clan de Velda es el más pequeño (4%) y se diseminó por Cantabria y España. Los hijos de Tara se encuentran en Irlanda y en el oeste de Inglaterra; los de Katrina en el norte de Italia.
Pero el anuncio más disruptor de Sykes –que ni vivo ni perezoso también fundó su propia compañía de genealogía genética, “Oxford ancestors” (www.oxfordancestors.com)– no es el de las madres europeas sino el de la próxima extinción del hombre. La bomba la deja caer en su último libro La maldición de Adán: “El cromosoma Y, el que decide el sexo masculino, es una ruina genética plagada de averías que lo están condenando a desaparecer. Sin él los varones humanos son una especie en peligro de extinción y, a menos que se descubran alternativas eficaces para fecundar a las mujeres, toda la especie humana desaparecería en unos 100.000 años”, profetiza. Ocurre que, como recuerda el autor, el cromosoma Y –sinónimo de agresividad masculina– es intrínsecamente inestable. Plagado de averías moleculares, no se puede curar a sí mismo como lo hacen los cromosomas X (que intercambian genes para minimizar las mutaciones perjudiciales) y está condenado a desaparecer. Y con él, se extinguirán los hombres dentro de 5.000 generaciones (casi 125.000 años), y toda la especie si no se cambia la forma de reproducción.
Un oscuro final para un oscuro principio.
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