NOTA DE TAPA
Considerada una de las manifestaciones más complejas de aquel universo intrincado que es la mente humana, la religión no deja de ser escudriñada por ciertos científicos, ya sea como fenómeno político, social, antropológico o emocional. No sorprende así la tibia formación de una especie de "ciencia de la religión", representada por neurólogos y biólogos evolucionistas (de la talla de Richard Dawkins, por ejemplo) que, en vez de mirar hacia el cielo, orientan su arsenal de aparatos al cerebro e indagan tenazmente en los orígenes psicológicos, genéticos y bioquímicos de las experiencias religiosas, esperando dar en cada encefalograma, en cada análisis de la intimidad, con la molécula o gen del mismísimo Dios.
› Por Sergio Di Nucci
Son dos cuerpos doctrinarios que una larga tradición ha presentado como opuestos, antagónicos y hasta visceralmente incompatibles. Parecería que por un lado están la explicación del mundo y de sus incógnitas fundamentales, que pueden responderse hoy o mañana, pero siempre apelando a los conocimientos humanos, y en el otro bando, esas explicaciones se remiten a un orden divino, conocido por intuición o revelación, pero nunca por las vías de la razón. O el mundo inmanente se basta a sí mismo, o bien debe recurrir, lanzarse a la trascendencia.
La ciencia y la religión han mantenido a lo largo de la historia estas relaciones peligrosas, con incursiones imperiales de uno u otro campo. Acaso un ejemplo sirva por todos: en el siglo XVIII, el enciclopedista Voltaire, aunque no ateo sino deísta (creía en un Dios un poco abstracto), terminaba todas sus cartas con la rúbrica "aplastad a la infame". Y la infame era la Iglesia Católica Romana, y por extensión, todas las religiones en general. Los católicos se indignaron desde entonces: ¿de qué sirve que una persona atea o agnóstica juzgue un fenómeno que, en definitiva, le resulta tan lejano y extraño?
Desde su infancia, el hombre moderno se ve objeto de solicitaciones y de ofertas. Por eso la persona religiosa advierte la necesidad o la utilidad de introducir dentro de un ritmo que no quebranta, sino que enriquece, los cambios de tiempo destinados a refrescar o renovar o restaurar una atención que es preciso rescatar a tiempo de la monotonía de la vida. Se trata de confiar en un concepto, una idea, una emoción de universalidad que vuelve a la persona religiosa capaz de reconocer idénticos valores en todos los tiempos y en todas las latitudes. El nacimiento de la religión (re-ligare, dice una etimología equívoca), se convierte así en la perfecta adaptación con el mundo, que singulariza a esa persona con virtudes únicas. Si el análisis crítico de una institución religiosa molesta a muchos creyentes, será aún más irritante que el análisis crítico se dirija al fenómeno religioso en su conjunto. Y no es para menos, hoy sobre todo, cuando una plétora de investigaciones muestran similitudes entre las experiencias religiosas y las experiencias místicas que proveen las drogas, pero también con el placer sexual. Se trata de investigaciones que han surgido recientemente en Estados Unidos, uno de los países más religiosos del planeta (el 94% de la población dice confiar en un dios, el 40% asiste con regularidad a una o varias instituciones religiosas).
Hace tres años, el famoso biólogo evolucionista Richard Dawkins se sometió a un experimento. Lo dirigió el neurólogo Michael Persinger, que aseguraba haber inducido experiencias religiosas en las personas, estimulando regiones específicas de sus cerebros merced a estímulos electromagnéticos. No sin sorna, los medios denominaron el proyecto de Persinger "la máquina de Dios". Como Dawkins propuso teorías biológicas que el mundo conoce, y porque siempre ha sido un tenaz detractor de la religión, quiso anotarse como voluntario: "Siempre quise saber lo que era una experiencia mística", dijo inmediatamente antes de someterse a la prueba. Comunicó enseguida "profunda decepción": no conoció ninguna experiencia mística, ni mucho menos religiosa.
Existen científicos como Persinger que aseguran que el cerebro resulta clave para entender todos los fenómenos humanos y, por lo tanto, también todo fenómeno religioso y toda experiencia o vivencia con los contenidos de la religión. Según otros investigadores, conviene más bien indagar en los orígenes psicológicos, genéticos o bioquímicos de esas experiencias. La "ciencia de la religión" tiene precedentes históricos, famosamente en las obras de los psicólogos William James y Sigmund Freud. Pero desde hace tiempo los científicos e investigadores norteamericanos se tornaron más empíricos, y aprovechan los avances de las nuevas tecnologías. Con la intención de localizar las causas fisiológicas de la experiencia religiosa, y sistematizar sus efectos, acaso replicarlos en una experiencia de laboratorio, utilizan máquinas para escanear el cerebro, pruebas genéticas y otros instrumentos poderosos de ardua denominación.
El problema es que, para muchos, y más aún para los creyentes, ocuparse de estos temas implica necesariamente extremar los límites de la ciencia. Si, como habitualmente muchos repiten, la religión es la manifestación más compleja de ese fenómeno complejísimo que es la mente humana –y las dimensiones que abraza la religión van desde la intensidad individual, personalísima e intransferible, hasta lo político y social–, nunca será muy bienvenida la aplicación de técnicas e instrumentos científicos en un terreno tan poco prosaico. Sin embargo, muchos científicos de la religión anhelan que sus investigaciones arrojen información, enriquezcan, y no empobrezcan, a la religión y sus experiencias.
Pero hay otros estudiosos que ven a la religión como una embarazosa reliquia del pasado, a la que sin embargo quieren entender, a veces para corroborar sus presupuestos o reconocer la legitimidad de los impulsos que llevaron al hombre a construir las grandes religiones históricas.
Entre las teorías e investigaciones que tienen como propósito entender el fenómeno religioso lo más científicamente posible, los enfoques varían, en el fondo y en la metodología, y es evidente la ausencia de denominadores comunes más allá de la coincidencia en el objeto. Muchas veces la terminología de las investigaciones es vaga y contradictoria, ya desde el concepto básico sobre qué se entiende por "religión".
Y luego, ¿qué es lo más importante o lo más inmediato, para estudiar, dentro de este vastísimo tema? ¿Debe atenderse a la religión como sistema de comportamientos? ¿Es más importante si una persona asiste con regularidad a una iglesia o centro de culto, o si esa persona rige su vida de acuerdo a las reglas y preceptos de una religión que no "practica"? ¿O debe prevalecer más bien un enfoque que analice las creencias, específicamente, consideradas como sistema, como teología? Porque, como se ha dicho de estas mismas investigaciones, algunas veces sus resultados decepcionan, puesto que muchos han juzgado que los estudios comparativos de religiones distintas terminan arrojando las mismas inconsecuencias que una comparación entre manzanas y naranjas.
La antropología y la sociología de las religiones tienen dos siglos de trabajo ininterrumpido, y han cumplido un programa notable por su erudición y reunión de materiales, que no siempre han sido bien aprovechados –o que generalmente es ignorado– por las corrientes que buscan la esencia de la religión no en la sociedad sino en el cerebro, con un scanner y con instrumentales aún más sofisticados.
Dentro del rico y variado panorama científico que se ocupa de la religión en Estados Unidos sobresale el trabajo de Stewart Guthrie, un antropólogo de la Universidad Fordham de Nueva York. Al constatar la plétora de dioses que pueblan el universo religioso, dioses con emociones muy parecidas a las nuestras, Guthrie concluyó, muy marxiana y darwinísticamente, que la creencia en un ser sobrenatural es el resultado de una ilusión que surge de nuestra tendencia a proyectar cualidades humanas. Ya el presocrático Jenófanes de Colofón había dicho en el siglo VI a.C. que si los caballos y los cerdos tuvieran dioses, serían súper Caballos y súper Cerdos. "La religión puede ser mejor entendida como un antropomorfismo sistemático", teoriza en su libro, con título rimbombante, Faces in the Clouds: a New Theory of Religion (algo así como Rostros en las nubes: una nueva teoría de la religión). Y es que el antropomorfismo es un rasgo adaptativo que nos vincula con las oportunidades que tuvieron nuestros ancestros de sobrevivir. ¿Qué sucede con aquellas religiones, como el budismo, que no incluyen deidades? La respuesta de Guthrie es rotunda y lapidaria: esas no son religiones, sino más bien sistemas ético-morales que ayudan a vivir mejor, o con menor zozobra ante el futuro.
El neurólogo Andrew Newberg, de la Universidad de Pennsylvania, se ha ocupado en cambio de las experiencias similares que dicen tener los creyentes, sensaciones tales como trascendencia, unicidad o el llamado sentimiento oceánico. Estas similitudes experienciales indicarían que los sentimientos, emociones y visiones religiosas provendrían de un mismo proceso neuronal. Newberg emprendió el escaneo de cerebros de más de 20 adherentes a diferentes prácticas espirituales. Y utilizó una técnica que llamó tomografía computada "single-photon-emission", o SPECT. Algunos podrán pensar que 20 no es un número muy impresionante, si hasta una religión pequeña como los mormones tiene millones y millones de creyentes.
No obstante, Newberg mostró con su escanner que la actividad neuronal decrece en una región en la parte superior y posterior del cerebro llamado lóbulo parietal. Se trata, según Newberg, del área asociativa-orientativa, porque ayuda a orientar nuestro cuerpo en relación al mundo exterior. Los pacientes cuyos lóbulos han sido dañados pierden a menudo la habilidad para moverse por el mundo, porque tienen dificultad para determinar los límites entre su espacio vital y el mundo exterior. La hipótesis de Newberg es que suprimiendo la actividad en esta región puede potenciar un sentido de unidad con el mundo exterior, lo que eliminaría el sentido personal de la dualidad sujeto-objeto.
El experimento se realizó del siguiente modo: cuando una persona asegura sentir que su yo se "disuelve en la conciencia de Cristo", tal como esa persona lo describe, se le inyecta un fluido radiactivo en el cuerpo a través de un tubo intravenoso; el fluido llega a su cerebro y queda alojado en las células nerviosas. Esa persona va luego a la cámara de SPECT, desde donde controlan las imágenes. El resultado revela la actividad neuronal en el momento inmediatamente posterior a que recibiera el fluido radiactivo, mientras que, presumiblemente, la experiencia religiosa continúa. Hay que señalar que Newberg identifica experiencia religiosa y experiencia mística, o al menos establece entre ellas una continuidad, algo que escandalizaría por igual a Benedicto XVI, al gran imán chiíta y al gran rabino de Jerusalén.
Lo curioso es que Newberg halló similitudes en cuanto a la actividad neuronal dedicada a la trascendencia y al placer sexual. No es para nada descabellado, asegura Newberg. Al igual que los orgasmos, las experiencias religiosas pueden ser inducidas bailando, cantando, o repitiendo algún mantra. Los orgasmos y las experiencias religiosas producen sensaciones de trascendencia, y unicidad: "Desde una perspectiva evolucionista, la neurobiología de la experiencia mística muestra, al menos en parte, que surge de mecanismos de respuesta sexual".
Por otro lado, Persinger, el neurólogo que fue visitado por Richard Dawkins, y que retoma en su corpus las investigaciones del neurocirujano canadiense Wilder Penfield de la década de 1950, quiere explicar las experiencias religiosas de otro modo, radicalmente distinto de las explicaciones precedentes. Nuestro sentido de lo que somos está por lo general mediado por el costado izquierdo del hemisferio cerebral –específicamente, por el lóbulo temporal izquierdo–. Cuando el cerebro se ve sacudido –por un golpe en la cabeza, o por un trauma psicológico, o por el uso de drogas–, nuestro costado izquierdo del cerebro puede interpretar actividad con el hemisferio derecho en tanto otro yo, o lo que Persinger llama un "sentimiento de presencia". Según nuestras circunstancias personales, y nuestro background, podremos percibir la presencia de un fantasma, de un ángel, de un demonio, o de un ser extraterrestre. La religión (o cuanto menos la experiencia de comunicarse con Dios) puede derivar entonces de un error, de un desperfecto cerebral.
Los críticos de Persinger sostienen que lo que muestra su escanner es el producto de la sugestión en las personas observadas. Y justamente acaban de hallar en la Universidad de Uppsala (Suecia) que no es posible observar tales efectos psicológicos utilizando estimulación electromagnética en el cerebro. Ahí tenemos además a Dawkins, que dijo irritado: "La verdad es que no sentí nada muy inusual".
Dean Hamerd, del Instituto Nacional del Cáncer, intenta unir la religión a un gen específico a un específico tramo del mapa del ADN. Lo curioso es que Hamer es agnóstico, y declara, siempre que puede, que sus investigaciones son compatibles con la creencia en Dios. Hamer focaliza en los genes asociados a los neurotransmisores llamados monoaminas. Las monoaminas, que incluyen a la serotonina y a la dopamina, ayudan a regular el humor, entre otras funciones. Drogas tales como el Prozac afectan a las monoaminas, tal como lo hacen las psicodélicas –LSD, mescalina–, que pueden inducir visiones místicas. Lo que importa es que Hamer halló una variante de un gen llamado VMAT. El gen produce una proteína que liga monoaminas en "paquetes", llamados vesículas, que sirven en la conexión neuronal. Hamer llama al VMAT, con dramatismo, "el gen de Dios". Aunque otro científico, pero creyente, Francis Collins, encargado del Proyecto Genoma Humano, llamó a las pretensiones de Hamer "increíblemente infladas".
Rick Strassman ha sido más criticado que Hamer: psiquiatra en Nuevo Mexico y budista zen, quiere que la espiritualidad responda a un único elemento, la dimethyltryptamina, o DMT, que ha sido sintetizado por primera vez por un químico canadiense en 1931). En The Spirit Molecule (La molécula del espíritu), Strassman asegura que el DMT segregado por nuestro cerebro juega un rol determinante en la formación de la conciencia humana. Específicamente, la relación es directa entre el DMT y las visiones místicas, las alucinaciones psicóticas, las experiencias de abducción, las del más allá –y del retorno de la muerte–, y demás fenómenos cognitivamente exóticos. El proyecto de Strassmann terminó siendo muy controversial, aplicando el DMT en voluntarios de Nuevo México, algunos de los cuales derivaron en cuadros esquizofrénicos.
Finalmente la ciencia no puede decirnos si Dios existe sólo en nuestras imaginaciones, o como una entidad más allá de nuestra comprensión. Algunos científicos como Persinger, sin embargo, creen que una creencia o experiencia religiosa puede ser inducida por medios mecánicos, químicos, eléctricos. El psiquiatra Timothy Leary exploró los usos del LSD para aumentar nuestro placer en un mundo que lo niega, o que nos ofrece de él sólo raciones mínimas por el malhumor de nuestros prójimos. Pero ya antes la CIA estaba estudiando cómo usar ese ácido lisérgico en lavado de cerebros. ¿Qué pasaría, se pregunta Persinger, con "mi máquina de Dios"? La moraleja es fácil, y ha sido repetida hasta la consabida náusea. Los científicos no deben jugar como aprendices de brujos. Y mucho menos, no deben sentirse dioses laicos, ni siquiera, o especialmente, cuando estudian las experiencias religiosas.
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