LITERATURA Y CIENCIA: LAS METAFORAS CIENTIFICAS DE MARTIN AMIS
› Por Esteban Magnani
La literatura permite realizar juegos con la ciencia que suelen estar vedados a las notas más rigurosas, por no mencionar a los papers que se publican en las revistas especializadas. La libertad con la que un buen escritor construye castillos en el aire con su limitadas herramientas científicas suele resultar mucho más atractiva que la sobriedad de una investigación inaccesible para los legos.
Una de esas libertades literarias se las toma el escritor británico Martin Amis, amigo de hacer interrupciones en el hilo de sus novelas para intercalar interpretaciones de distintos hechos científicos. En su compleja (y ¿pretenciosa?) Campos de Londres, uno de sus personajes, la irresistible y cínica Nicola Six, logra una metáfora científica sobre el tiempo a partir de una noticia del diario que vale la pena citar en extenso: “Habían descubierto la muerte del protón, a 1032 años. Toda muerte era bonita. Tal y como ella lo entendía –bueno, era bastante sencillo (cortejaba la intuición)–, la clave de todo era lo siguiente: el tiempo era una fuerza tanto como una dimensión. El tiempo ‘ablandaba’ los quanta para todas las demás interacciones. El uranio sentía el tiempo como una fuerza que agilizaba su viaje hacia el plomo. Sí. Y los seres humanos sentían el tiempo de esa misma manera (¡qué antropomórfica era la teoría, qué sentimental!), no ya sólo como un escenario temporal, sino como un poder. ¿Acaso no sentimos nosotros el tiempo como un poder, y no se parece a la gravedad?”
La metáfora, además de ser bella, permite una lectura poco común sobre el tiempo, ese protagonista oculto en todo lo que hacemos y que resulta tan difícil de apresar con palabras. Amis lo logra con un concepto que normalmente se considera ajeno a su eterno andar: fuerza. El juego se apoya firmemente en una de sus definiciones que da la Real Academia Española (RAE): “Causa capaz de modificar el estado de reposo o de movimiento de un cuerpo o de deformarlo”. Sin el tiempo, obviamente, no puede haber cambio, por lo que es una “causa” necesaria para el cambio. Y con el tiempo alcanza para modificar las cosas: si no se puede preguntarle al protón.
El tiempo, por su parte y siempre según la RAE, es la “magnitud física que permite ordenar la secuencia de los sucesos, estableciendo un pasado, un presente y un futuro”.
De esta manera, el tiempo no sería algo en “lo que se vive” sino una fuerza que arrastra a toda la materia (lectores incluidos) hacia su transformación en otra cosa y, lo que es lo mismo pero al revés, sin la fuerza-tiempo nada cambiaría. Es en el reino de esa fuerza suprema que ocurre todo lo demás: el plutonio 239 emite partículas alfa (dos protones y dos neutrones) hasta que finalmente decae (se transforma) en un material no radiactivo como el plomo y para eso también es necesario el tiempo. Lo mismo ocurre con casi cualquier sustancia: el tiempo hace que una manzana se oscurezca y se pudra, deje de ser manzana, tirando de sus células y desarmándolas. El tiempo es la fuerza que todo lo cambia y destruye o, siendo optimistas, que todo lo cura al transformarlo en otra cosa.
La característica del tiempo que probablemente le permite disimular su condición de fuerza es que, hasta donde sabemos, sólo avanza en un sentido (excepto por algunos experimentos a nivel atómico que parecen indicar lo contrario). Si el sentido de la flecha del tiempo pudiera variar, nada le faltaría para ser una fuerza que ocasiona el movimiento. Incluso es dable pensar que esa fuerza podría haber ido y venido alguna vez, para repetir hacia adelante y en reversa, una y otra vez, las mismas cosas. ¿Tal vez alguien pudo recordar tantas repeticiones y, saturado, decidió conocer que había más allá, más adelante y decidió que siempre fuera en ese sentido? Semejante idea sólo puede permitírsela un escritor, difícilmente un científico en su trabajo.
De alguna manera, el tiempo no sólo es una fuerza, sino que es una en particular: la que pone en marcha la entropía, la tendencia al caos, a que las cosas se repartan uniformes en el Universo. Como indica la segunda ley de la termodinámica (que dice que no existe un proceso cuyo único resultado sea la absorción de calor de una fuente y la conversión íntegra de este calor en trabajo), al final de los tiempos todos los pequeños restos de calor van a formar el todo y ya nada nuevo podrá surgir de él. Esa será la muerte térmica del Universo: el tiempo habrá ganado. Ya no podrá actuar sobre las cosas y será imposible saber si sigue ocurriendo: para entonces ya todos los relojes se habrán transformado en calor y por lo tanto no podrán seguir contando cada paso en el avance de esa irresistible fuerza. Ni los escritores inventar más metáforas.
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