Sábado, 30 de diciembre de 2006 | Hoy
NOTA DE TAPA
Adoraron a los números como dioses, eran vegetarianos acérrimos, creían en la transmigración de las almas y el parentesco de todos los seres vivos y encontraron en la música la armonía intrínseca del universo. Secta, culto, grupo o escuela del siglo VI a.C., los pitagóricos vieron al mundo con ojos matemáticos e infundieron orden donde había caos, construyendo todo un edificio científico y místico que se desplomó con la aparición de sus máximos verdugos: los números irracionales.
Por Federico Kukso
“Todo es número”. Así, taxativos, totalitarios y tal vez un poco tiránicos, se pronunciaban ellos, los seguidores del gran Pitágoras al borde del siglo VI a.C., en un punto de la historia en el que todo estaba por hacer y todo estaba haciéndose. Y en el epicentro del saber: Grecia. Músicos, filósofos, astrónomos, matemáticos: sin etiquetas ni títulos que ostentar, ni chapas a las que abrazarse en momentos de desesperación existencial, los pitagóricos conformaron una organización tan misteriosa como fascinante, de secretos y tradiciones premasónicas, y que con persistencia y tesón, logró sobrevivir hasta mediados del siglo XIX, mutando siempre al calor de una nueva generación y un nuevo ambiente.
Es interesante porque sus vidas tronantes, sus sueños imberbes, su visión díscola y dislocada del mundo y del universo, sus costumbres fantásticamente elucubradas, conformaría el argumento ideal para una película perfecta (con una buena banda sonora, una escenografía ambiciosa y un casting estelar y de cachés millonarios). O el libro propicio para que Dan Brown retome el primer puesto de ventas en la megalibrería virtual amazon.com.
Sin embargo, los pitagóricos aún permanecen en silencio, como colectivo místico y prodigioso en la historia de la matemática, cuando en realidad fue con ellos que empezó todo: como ocurre con Tales de Mileto, a Pitágoras (582-500 a.C.) se lo conoce por las estatuas barbudas –esos retratos en piedra que exhalan seriedad, protocolo, sabiduría en cada pliegue (vaya a saber uno si guarda alguna similitud con el referente)–. Se los recuerda también por sus nombres solitarios y sin apellido como figuras deportivas o estrellas que olvidaron sus orígenes; y por un teorema que no descubrió sino que demostró (la formulación más antigua que se conoce del famoso teorema a²+b²=c² fue hecha por un matemático indio llamado Baudhoyana en el 800 a.C.). Y aun así, el teorema figura siempre como el comienzo oficial y arbitrario de la matemática en la cultura occidental (como si se pudiera elegir un solo momento), según monstruos intelectuales como Bertrand Russell and Ludwig Wittgenstein.
Como Sócrates, Pitágoras no dejó ningún texto, ni uno solo, del cual absorber directamente su pensamiento, sin intermediarios. Todo lo que se sabe de él, se conoce gracias a generaciones de filósofos e historiadores que, como sucedió con casi toda figura enorme e inabarcable, siempre se las ingeniaron para agrandar, embellecer y borrar bajezas, convirtiendo al hombre de carne y hueso, con necesidades biológicas como cualquier otro, en una divinidad terrestre. Tal vez ahí esté el secreto de la persistencia de ciertos ídolos: quizá sólo con la protección que les proporciona el mito son capaces de atravesar las turbulencias de la historia.
Pitágoras sobrevivió a través de sus discípulos, que se agruparon en lo que hoy se llamaría una secta, un todo organizado que en vez de arrodillarse ante dioses paganos y practicar sacrificios bárbaros, adoraron a lo más abstracto del plano existencial: los números. Si hubiera existido para la época, los pitagóricos habrían abrazado la numerología, como escape de la pesadez de la realidad. El misticismo matemático que profesaban era tal que allí donde miraran, ellos veían números; números en las flores, números en el aire, números en la caída de una cascada. Las cifras les proporcionaban confort, un escudo para protegerse de las incoherencias vivenciales y del sinsentido del día a día.
El número, para ellos, no era el representante de lo abstracto y lo inteligible, no era un ente ideal, ni una intelectualización. Su sentido era plenamente ontológico; eran la materia prima del universo. Un concepto del que luego Galileo se agarraría para asegurar que la naturaleza es un libro escrito en lenguaje matemático.
El enfoque geométrico que le asignaron los pitagóricos a lo existente los condujo a homologar el número con el punto y la línea. Así se entiende su visión numérica del universo: los objetos son la combinación de superficies formadas por líneas a su vez hechas de puntos.
Pertenecer, sí, tenía sus privilegios, pero también sus sacrificios. Pitágoras era estricto en el sistema de inscripción: los miembros del “clan” no podían tomar vino o comer habas, levantar un objeto que se les había caído al piso o mirarse en un espejo que estuviera al lado de una luz. La secta era estricta y centralizada. Los recién ingresados debían permanecer en silencio durante cinco años, tiempo durante el cual sólo escuchaban “al maestro”, o sea, a Pitágoras. Su autoridad era total: palabra de Pitágoras, palabra de dios.
Un pitagórico en serio seguía al pie de la letra las máximas del maestro, aquellas como las que decían “no te dejes poseer por una risa incontenible” o “no creas nada extraño sobre los dioses”. Y nada de carne: creyentes acérrimos de la transmigración de las almas y el parentesco de todos los seres vivos, los pitagóricos eran estrictos vegetarianos. Se entiende: para ellos, comer carne significaba lo mismo que comerse en vida a un amigo, un pariente, un hijo. Esta costumbre, férrea y taxativa, duró tanto que recién en el siglo XIX a los vegetarianos se los denominó eso, “vegetarianos”. Antes eran, simplemente, “pitagóricos”.
Contemporáneo de Buda y Confucio, Pitágoras llegó a la matemática como camino para la purificación del alma. Creía que los secretos del cosmos se revelaban a través del puro pensamiento, mediante la deducción y la reflexión analítica del mundo perceptible. No planteaban separación alguna entre lo racional y lo mágico. Convivían como un todo, como ocurrió siglos más tarde con la geometría teológica de Nicolás de Cusa.
Sin separaciones claras, estos primeros investigadores científicos desparramaron sus inquietudes por casi todas las disciplinas. No siempre tenían razón, pero lo intentaban. Según el historiador Amir Aczel, Pitágoras creía, por ejemplo, que el semen era “una gota de cerebro que contiene vapor caliente; cuando llegan al seno materno, la carne, los nervios, los huesos, el pelo y el cuerpo en su conjunto se forman a partir de su porción gelatinosa, mientras el alma y el sentido surgen del vapor que contiene”.
Consideraban que la Tierra era esférica y que junto a los demás planetas, giraba, con el Sol, alrededor al “fuego central” o “corazón del Cosmos”, que identificaban con el número uno. Los pitagóricos se reconocían entre sí mediante el símbolo del pentagrama (una estrella de cinco puntas), que emparentaban con “salud”. Aun así, los pitagóricos tenían un número favorito y perfecto: el 10 o “tetraktys”, que formaba una figura para ellos sagrada. El 10 resulta de sumar 1+2+3+4, o lo que es lo mismo, los cuatro primeros números enteros.
Tanto secreto, tanta magia, tanto número, despertaron también el odio fuera del grupo. Los pitagóricos cosecharon enemigos a tal punto que un pequeño grupo de “contrapitagóricos” incendió la sede central en Crotona, provocando la emigración de Pitágoras y los suyos a Grecia continental, donde dio inicio la era de la difusión de sus ideas. No deja de ser curioso, pues, que a los pitagóricos se los considere el antecedente más remoto del partido político: por sus ideas fueron perseguidos, temidos y venerados.
“La creación de los números significó la creación de las cosas”, sentenció Thierry of Chartres en el siglo XII. Vista así la cosa, los pitagóricos fueron los más altos creadores.
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