HISTORIA DE LA TECNOLOGIA
› Por Gabriel Guralnik
Los números redondos resultan irresistibles para evocar aniversarios. Se prefieren los terminados en cero, aunque los que terminan en cinco también sirven. En 2004, a veinte años de la muerte de Cortázar, se lo recordó más que nunca. Ni qué hablar de 2005, centenario einsteniano del Annus Mirabilis: dos ceros seguidos valen, en el recuerdo, mucho más del doble. Ahora se va 2006, y no es bueno dejarlo sin recordar, como merece, la cantidad de adelantos que cumplieron “años redondos” en él.
Si se repasa la historia de los últimos dos siglos, no hay año terminado en 6 que no incluya un salto en la tecnología. Es una obviedad: no hay año, terminado en la cifra que sea, que no cuente con su “gran invento”, en una era en que lo habitual son las innovaciones, cada vez más rápidas y más inquietas por llegar al “mercado”. No podría decirse de los aniversarios del “6” más de lo que se diría de otro dígito. Sin embargo, todo cambia si se acota el recuerdo a un tema: las comunicaciones masivas.
En el siglo XIX, los periódicos fueron el primer medio masivo de comunicación. Pero hasta 1810, la impresión limitaba las tiradas a unos pocos ejemplares. En ese año se dio, en Alemania, el primer salto: Friedrich Köenig inventó la prensa de rodillos. Con motor de vapor, la nueva prensa permitió al Times pasar de 270 ejemplares por hora nada menos que a 1100.
Pero el gran cambio llegó en 1846, cuando Richard Hoe desarrolló la verdadera prensa rotativa. Su sistema incluía máquinas que cortaban y doblaban cada ejemplar: el periódico quedaba listo para su distribución. La rotativa de Hoe utilizaba papel continuo, e imprimía cada hoja por ambos lados, lo que reducía el tiempo a la mitad.
La prensa de Hoe cambió al mundo. De los 1100 ejemplares por hora que se producían con la imprenta de Köenig, el número saltó a 20 mil. Desde entonces, el límite de las tiradas pasó a ser la cantidad de lectores, y no la velocidad de impresión.
Muchos le atribuyen a Julio Verne haber “creado” los inventos que mencionaba en sus libros. No es culpa suya, dado que solía citar al verdadero creador. Tal es el caso del fax, que el gran escritor utilizó en un texto del siglo XIX, imaginando la vida en el siglo XX. El fax fue, en realidad, inventado en Florencia, por el abad Giovanni Caselli. El aparato comenzó a funcionar en 1856. Su nombre original fue “pantelégrafo” (por suerte lo cambiaron). Desde el punto “emisor” se escribía, con tinta aislante, lo que se deseaba enviar sobre una hoja de metal.
El pantelégrafo de Caselli se usó en la línea París-Lyon durante casi una década. En su primer año de operación, envió casi 5000 faxes. Hacia 1870, el invento cayó en desuso. En París existe, todavía, un pantelégrafo original.
En 1854, las noticias entre océanos viajaban en barco. Ese mismo año el estadounidense Cyrus Field tuvo un sueño: unir América y Europa con un cable de telégrafo por el Atlántico. El proyecto, para la época, era enorme. Con gran esfuerzo, Field consiguió fondos para que salieran dos barcos (uno desde los Estados Unidos y otro desde Inglaterra) con gigantescos rollos de cable que se unirían en alta mar. La empresa fracasó tres veces consecutivas. Finalmente, en 1858 se logró la conexión que por primera vez permitió enviar mensajes “inmediatos” entre los dos continentes.
La euforia fue mundial. Hubo mensajes entre la reina Victoria y el presidente Buchanan, y festejos en las calles. Pero a los diez días una extraña falla interrumpió el contacto: Cyrus Field quedó en bancarrota y, según todos creían, acabado. La falla pudo no haber sido técnica: en los mismos años, la Western Union estaba tendiendo una línea de telégrafos que, por Alaska y Siberia, llegaría hasta Moscú. Los intereses en juego eran fuertes. Como un David herido de muerte, Cyrus Field parecía esperar el golpe final de Goliat. Pero no se rindió.
La epopeya sobre cómo volvió a reunir dinero abarcaría todo un libro. Llegó a obtener el uso exclusivo del Great Eastern, el vapor más grande del mundo, para llevar los cables. Fue necesario desmantelar el barco: el inmenso rollo (de 5000 toneladas) iba desde la bodega hasta el tope.
En la travesía de 1866, el propio Field se instaló en la bodega. Día y noche vigilaba que nadie tocara el cable que iniciaría la comunicación global. No se equivocó: en medio del viaje descubrió un alfiler que, medio oculto, causaba un cortocircuito. Reparado el “casual” problema, finalmente concretó el sueño: Inglaterra y los Estados Unidos estaban conectados, a través de una línea de casi 4500 kilómetros que atravesaba el Atlántico. La Western Union había perdido frente al pequeño soñador que, antes de la hazaña, no tenía la menor idea de cómo funcionaba el telégrafo.
La historia que atribuye a Alexander Graham Bell la invención del teléfono es falsa. En 2002, la Sala de Representantes de los Estados Unidos reconoció que el mérito había sido del italiano Antonio Meucci, allá por 1854. Es decir, 22 años antes de que Graham Bell patentara su teléfono. De todos modos, el mérito de Graham Bell no fue menor. Su visión lo llevó a imaginar un aparato en cada casa, para conectar a las personas a distancia. No habrá inventado el teléfono, pero en 1876 fue el padre de la telefonía. Y eso, en la práctica, resultó mucho más importante.
Mientras tanto, en el origen de la radio hay cuatro grandes actos: en 1886, Hertz transmitió señales por el éter en su laboratorio. En 1896, Marconi logró enviar señales de telégrafo sin hilos (acaso no fue el primero). En 1906, por azar, Reginald Fessenden descubrió que el telégrafo sin hilos podía transmitir la voz humana (se cuenta que, en la Navidad de ese año, cantó villancicos para los telegrafistas).
John Baird era un escocés insistente, y no sólo con el whisky: se le fue media vida entre el día en que imaginó una cámara televisiva y el momento en que la presentó. El acto tuvo lugar en Londres en 1926. Y fue la primera sesión de TV (en circuito cerrado) de la historia. Pasaron diez años hasta la primera transmisión pública. La famosa frase “declaro abiertos los Juegos Olímpicos de Berlín” fue vista y oída, en pantalla, por unos cien televidentes. El primero que apareció en televisión era nada menos que Adolf Hitler.
Acaso la pantalla chica fue un buen consuelo para el Führer, cuando el estadounidense (aunque negro) Jessie Owens ganó varias medallas de oro, frente al ario (aunque antinazi) Lutz Long. Se cuenta que Hitler abandonó el estadio en cuanto vio que Owens sacaba todos los premios. No se sabe, pero tal vez prefirió ver la derrota de su “raza superior” desde una caja que, para la ocasión, no resultó nada boba.
Por esos mismos años hubo, claro, otros grandes inventos (en 1886, Daimler presentó el primer automóvil). Sin embargo, las comunicaciones (que algunos sitúan mucho después) fueron ganando terreno ya desde mediados del siglo XIX. Y los años terminados en “6” parecen haber sonreído a sus protagonistas. ¿Cómo no asociar las comunicaciones con la computadora, nacida en 1946? ¿O con la cinta de video, creada en 1956?
Tal vez hubo, en 2006, inventos que lleven más lejos las comunicaciones. Pero todavía es muy pronto para saberlo: habrá que aguardar a que alguien lo comunique.
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