Sábado, 24 de marzo de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
El zoológico espacial es tan inabarcable como portentoso. Hay nebulosas policromáticas, planetas con buenas curvas y estrellas antiguas y experimentadas. Y, por supuesto, están ellos, los cometas, mensajeros de guerras, epidemias y desastres naturales, visitantes fugaces, imanes de la imaginación. Pero no son todos iguales: entre los que más descuellan están los “grandes cometas”, de extensas colas y más brillo de lo habitual, que no sólo impactan visualmente, sino que dejan un recuerdo indeleble en la memoria.
Por Mariano Ribas
Son los espectáculos más impresionantes del cielo: fantasmas de largas y elegantes colas neblinosas que se desparraman entre las estrellas. Aparecen de pronto, sin aviso, y se roban todas las miradas. Brillan, deslumbran, conmueven. Y luego de algunas semanas, se van, así como vinieron. Durante milenios, los cometas asombraron y espantaron por igual a la humanidad, disparando toda clase de miedos y supersticiones. Una y otra vez, aquí, allá y en todas partes, fueron recibidos como funestas señales de guerras, epidemias, hambrunas y desastres naturales. Y quienes intentaron ir un poco más allá debieron rendirse ante su carácter insolente e impredecible. Pero desde los tiempos de Newton y Halley, la astronomía comenzó a entenderlos y hasta domesticarlos. Y en las últimas décadas descubrimos que son pequeños amasijos de hielo, roca y polvo que sufren una espectacular metamorfosis cada vez que se acercan al Sol. Sin embargo, desde la perspectiva humana no todos los cometas son iguales. Hay algunos, apenas unos pocos por siglo, que anteponen a sus nombres un título que se ganan a pura espectacularidad y son conocidos como “grandes cometas”. Sí, como el “Gran Cometa McNaught”, que hace un par de meses sacudió nuestros cielos. A continuación, vamos a echarle una mirada al pasado, para encontrarnos con los Grandes Cometas de los últimos 50 años.
Hace cincuenta años, dos grandes cometas aparecieron en cuestión de meses. Algo verdaderamente insólito. El primero había sido descubierto en noviembre de 1956 por Silvain Arend y Georges Roland, del Observatorio Real de Uccle, Bélgica. El cometa, ya etiquetado como “Arend-Roland”, alcanzó su máximo esplendor en abril de 1957, cuando llegó a su mínima distancia del Sol y de la Tierra. Ostentaba una cola de gas y polvo de unos 30 grados de largo (60 lunas en fila), y algo sumamente especial: una “anticola”, que se extendía de la cabeza del cometa hacia adelante. En principio, esto parecía violar la ley de hierro de los cometas: sus colas siempre apuntan en dirección opuesta al Sol (porque las “empuja” el viento solar, una corriente de partículas que emite nuestra estrella). Pero sólo era un truco de perspectiva: la “anticola” del Arend-Roland era el tramo final de la verdadera cola, curvada en forma de “U”, y vista de canto. Poco más tarde, el astrónomo checo Antonin Mrkos encontró su cometa ¡y a simple vista! Fue el 29 de julio, cuando Mrkos lo vio apenas asomado sobre el horizonte del Este, antes de la salida del Sol. El Gran Cometa Mrkos brilló durante un par de semanas, arrastrando una cola de polvo, retorcida y muy estriada. Dos grandes cometas en un año no estaba nada mal. Pero en menos de una década llegaría otro. Y sería uno de los más impresionantes de la historia.
Sin que jamás lo hubieran imaginado, dos astrónomos aficionados japoneses le pusieron su apellido al cometa más brillante del siglo XX. El 8 de septiembre de 1965, y con 5 minutos de diferencia, Kaoru Ikeya y Tsutomu Seki descubrieron un objeto que, según cálculos posteriores, terminaría rozando al Sol, literalmente. En consecuencia, el cometa Ikeya-Seki prometía alcanzar un brillo impresionante. Y así fue: el 21 de octubre, el cometa pasó a sólo 120 mil kilómetros de nuestra estrella. Nada. Y brilló tanto, pero tanto, que pudo verse a ojo desnudo al lado del Sol, con una pequeña cola plateada y todo. Claro, la extrema cercanía a la estrella sublimó a un ritmo infernal sus materiales helados, liberando brutales chorros de gas y polvo que reflejaban la luz solar. En los días sucesivos, y ya más separado del Sol, el Gran Cometa Ikeya-Seki hizo su entrada triunfal en el cielo del amanecer. Y a fines de octubre desplegó una cola de 60 grados de largo, lo que traducido –teniendo en cuenta las distancias– equivalía a 200 millones de kilómetros. Aún hoy, los ya muy veteranos Kaoru Ikeya y Tsutomu Seki siguen patrullando el cielo.
Cinco meses después del alunizaje del Apolo XI, otro astrónomo amateur descubría al sucesor del Ikeya-Seki. John C. Bennett encontró a su criatura el 28 de diciembre de 1969, mientras se paseaba con su telescopio por la austral constelación del Tucán. En ese momento, no era más que un manchoncito de luz, pero durante el verano, y a medida que se acercaba al Sol y a la Tierra, el Gran Cometa Bennett comenzó a dar que hablar. Y hacia fines de marzo, ya era todo un espectáculo, con sus complejas y cambiantes colas de gas y polvo. Luego de dar una enorme vuelta, su cometa volverá a acercarse al Sol (y a la Tierra) hacia el año 3650.
Luego del fiasco del Kohoutek (1973), otro gran cometa se descolgó desde las profundidades del Sistema Solar. Y fue detectado en noviembre de 1975, por el danés Richard West, desde el Observatorio Europeo del Sur, Chile. Ya a comienzos de 1976, el recién llegado daba buenas señales: parecía ser un cometa “activo”. Y a fines de febrero, cuando alcanzó su perihelio (mínima distancia al Sol), su brillo llegó a niveles sorprendentes. Ya lo llamaban Gran Cometa West. Los observadores del Hemisferio Norte lo recibieron en el cielo de la madrugada: su “cabeza” era amarillenta, casi dorada. Y su impresionante cola de polvo, de más de 30 grados de largo, era curvada y se desarmaba en finas estrías. Parecía un gigantesco abanico celestial. Por entonces (principios de marzo) los telescopios revelaron que el núcleo del West se había fragmentado debido al tremendo calor solar. Hecho pedazos y todo, el Gran Cometa West volverá por estos pagos dentro de 558 mil años.
Las décadas del ’50, ’60 y ’70 tuvieron sus grandes cometas. Pero los años ’80 fallaron. ¿Y el Halley? No, no fue un gran cometa: en su visita de 1986, y por culpa de las distancias y los ángulos de visión, la más famosa de todas las “bolas de nieve sucias” dejó mucho que desear.
Utilizando unos súper binoculares, el japonés Yuji Hyakutake descubrió un cometa durante la Navidad de 1995. Pero pasó sin pena ni gloria. Lo increíble es que apenas cinco semanas después, el 31 de enero de 1996, se despachó con otro. Y ése sí fue inolvidable. De hecho, hace exactamente 11 años, el Hyakutake fue un espectáculo impresionante en nuestros cielos: durante aquella madrugada del 24 de marzo de 1996, en sitios oscuros, el Gran Cometa Hyakutake parecía una larga, fina y fantasmal lanza de luz . Y su cabeza, ligeramente verdosa, tenía el tamaño aparente de la Luna. Al día siguiente, el cometa alcanzó su mínima distancia a la Tierra: sólo 15 millones de kilómetros. Poco después, observadores del Hemisferio Norte reportaron que la cola del fabuloso Hyakutake medía más de 80 grados: ¡medio cielo! Más de uno recordó una antigua expresión, sólo reservada a los grandes cometas: parecía el “dedo de Dios”. Yuji Hyakutake murió, joven, en 2002. Y además del recuerdo de su cometa, nos dejó una anécdota que lo pintaba de cuerpo y alma. En aquellos tiempos, los medios de comunicación occidentales solían preguntarle cómo se pronunciaba su apellido. Y él, con toda paciencia, repetía: “jai-ku-ta-kei”. Pero enseguida aclaraba: “No me importa el nombre, pero si muchos pueden disfrutarlo, es lo mejor que me puede pasar”.
Curiosamente, el Gran Cometa de 1997 fue descubierto antes que el Gran Cometa de 1996 (el Hyakutake). Durante la noche del 22 de julio de 1995, en Nuevo México, el astrónomo aficionado Alan Hale estaba mirando la zona de Sagitario con su telescopio. Y para su sorpresa, notó una manchita de luz que no debía estar allí. Al mismo tiempo, en Arizona, Thomas Bopp veía lo mismo: era un cometa que marchaba hacia el Sol. Ciertamente, fue un descubrimiento casual: “Pasé 400 horas de mi vida buscando cometas sin éxito, y cuando no estaba buscando, me encontré con uno delante de mi nariz”, reconocía, entre risas, Alan Hale. Y bien, el Gran Cometa Hale-Bopp alcanzó su clímax recién en marzo y abril de 1997. Por entonces, lamentablemente, no podía verse desde nuestro país. Era regordete y sus dos colas estaban claramente diferenciadas: la de polvo era amarillenta y curva; y la de gas, azulada y muy recta. Más allá de su brillo y belleza, el Hale-Bopp fue sumamente especial. Era muy grande: su núcleo medía 40 kilómetros, diez veces más que un cometa típico. Y de haber pasado a la misma distancia que el Hyakutake, hubiese abarcado casi todo el cielo. Además, durante su visita se dijeron toda clase de disparates, como por ejemplo, que venía acompañado por un plato volador. Tan es así, que un grupo de desequilibrados, pertenecientes a la secta Puerta del Cielo, vieron al Hale-Bopp como una “señal” que los invitaba a un suicidio colectivo (cosa que efectivamente hicieron), destinado a dejar sus cuerpos terrenales, y así llegar hasta la supuesta nave espacial que seguía al cometa. Sin palabras.
Y luego, pasó toda una década sin grandes cometas. Sin embargo, la espera valió la pena: recién comenzado 2007, un cometa descubierto apenas unos meses antes se encendió en los cielos con una furia inusual. Ni su propio descubridor, el astrónomo australiano Robert McNaught, se imaginaba semejante show astronómico. En los primeros días de enero, el Gran Cometa McNaught sólo se podía ver desde el Hemisferio Norte y en forma bastante marginal. Pero día a día se hizo más brillante. Y en el momento de su perihelio (el 13 de enero), muchos observadores lo vieron con binoculares a escasos grados del Sol. Una barbaridad que no ocurría desde los tiempos del Ikeya-Seki. Inmediatamente después, el McNaught entró en los anocheceres de nuestro hemisferio. Y desató la fiesta cometaria más grande que se recuerde en décadas, siendo fácilmente visible (con cola y todo) incluso en ciudades tan iluminadas como Buenos Aires. En lugares oscuros, el cometa fue un verdadero monstruo, con una monumental cola de polvo de más de 40 grados de extensión. Fibrosa, desgarrada y completamente arqueada. Algo que se recordará durante generaciones. Es un tanto osado decirlo, pero al menos para el Hemisferio Sur, el Gran Cometa McNaught fue el más impresionante de los últimos 50 años, y tal vez, más aún. Y lo más importante de todo: al igual que el Ikeya-Seki, el West, o el Hyakutake, el Gran Cometa de 2007 volvió a encender aquella ancestral fascinación humana por los siempre deslumbrantes avatares celestes. No es poco.
Cometas hay muchos, pero “grandes”, poquísimos. En astronomía, la expresión “gran cometa” está sólo reservada a aquellos que han impactado visualmente a simple vista. Y para ser un “gran cometa”, hay varios requisitos: mucho brillo; grandes colas (de más de 10 o 15 grados de largo); varias semanas de óptima visibilidad; y, además, que puedan ser observados por gran parte de la humanidad. Para todo eso, un cometa tiene que pasar relativamente cerca del Sol y de la Tierra, pero también tiene que mostrarse “activo”, es decir, reaccionar al calor solar, sublimando sus gases congelados (agua, dióxido de carbono, cianógeno y metano, etcétera) y liberando grandes cantidades del polvo atrapado en su estructura.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.