NOTA DE TAPA
› Por Pablo Capanna
Aseguran que fue Arthur C. Clarke quien dijo que “es muy difícil hacer profecías, especialmente cuando se trata del futuro”. Ocurre que tanto las profecías “inspiradas” como esos pronósticos, conjeturas o extrapolaciones que se formulan haciendo uso y abuso de la predicción científica pueden agruparse en dos categorías: las que parten del deseo y las que pretenden atenerse al determinismo. A veces, ambas se confunden. Cuando las enuncian prestigiosos hombres de ciencia, aparecen como rigurosas anticipaciones de lo que vendrá, cuando a menudo son vagos proyectos o expresiones de deseos más o menos racionalizados. Por supuesto, no todo lo que sale de la boca de los científicos es ciencia.
Algunas de estas predicciones de muy largo alcance acerca del futuro de la humanidad no tienen más valor predictivo que una ficción literaria. En esos casos, es común condenarlas como especulaciones “de ciencia ficción”. Pero un repaso del último siglo muestra una notable interacción entre las fantasías de los escritores y los pronósticos de los científicos, que se han realimentado mutuamente. Basta pensar en casos como la energía nuclear, los viajes espaciales y las posibilidades de la informática: eran ficciones imaginativas que algunos se encargaron de llevar a la práctica. Más de una vez, las fantasías de los científicos fueron incluso más audaces que las de los escritores, pero el caso es que los primeros estaban en condiciones de encaminar su realización.
Es por eso que, en pleno auge de las especulaciones sobre la vida virtual y el “trans-humanismo”, que ofrecen distintas “soluciones finales” al problema del género humano, vale la pena evocar una suerte de torneo imaginativo de los años ’20. En él debatieron, con una confianza que no atinaba a imaginar los horrores que estaban por venir, prestigiosos científicos ingleses como J. B. S. Haldane, J. D. Bernal y Bertrand Russell.
El contexto político de esta olvidada polémica, que no dejó de tener sus proyecciones literarias, se dio en el seno de una asociación profesional de científicos, la Unión Nacional de Trabajadores Científicos. Aprovechando el rol que la ciencia había asumido durante la guerra mundial, los investigadores planteaban necesidades que hoy parecen obvias: un Ministerio de Ciencia y Tecnología, una política científica nacional y el planeamiento de la investigación. Entre sus mentores se alineaban los biólogos J. B. S. Haldane y Julian Huxley, pero también estaba el escritor H. G. Wells. Con el tiempo, el liderazgo pasó a manos del físico J. D. Bernal y la polémica arrastró a epistemólogos como Michael Polanyi y Karl Popper.
En este contexto, los protagonistas se lanzaron a imaginar el futuro que prometía la ciencia. Haldane escribió Dédalo (1923), Bertrand Russell le respondió con Icaro (1924) y J. D. Bernal se propuso superar “los sueños de Dédalo e Icaro” con dos libros: El Juicio final (1927) y El mundo, la carne y el demonio (1929). Lancelot Law Whyte hizo su aporte con Arquímedes, o el futuro de la física (1927).
Visto a la distancia, el debate parecía estar animado por un espíritu de progreso bastante ingenuo, pero por momentos vacilaba, en cuanto se paraba a considerar los desastres que acababan de causar las armas químicas. El genetista Haldane abría el debate con dos imágenes: las trincheras de la guerra mundial, donde los hombres parecían estar al servicio de los cañones y la foto de una estrella nova. “¿Un exitoso experimento nuclear?”, se preguntaba Haldane, décadas antes de Hiroshima. Desde el título (Dédalo, o La ciencia y el futuro) el biólogo rendía homenaje a un héroe que le parecía más interesante que Prometeo, en cuanto se desentendía de los dioses.
A casi ochenta años de distancia, algunas de sus recomendaciones resultaron brillantes. Haldane preveía el agotamiento del petróleo; proponía desarrollar la energía eólica y usar el hidrógeno como combustible, aunque de todos modos estimaba que llevaría unos cuatro siglos.
Para el largo plazo también acertaba en cuanto a predecirle un gran futuro a la genética. Pensaba que la síntesis de proteínas y la creación de un alga fijadora del nitrógeno podrían resolver el problema del hambre. Luego, podríamos aplicarnos a mejorar la especie, desarrollando embriones in vitro y planificando las capacidades de los niños mediante la eugenesia, una política que todavía gozaba de buena prensa en esos años.
Dando un salto, Haldane hablaba de abolir la enfermedad, neutralizar la muerte y desarrollar el espiritismo, que todavía era popular en su tiempo. Pensaba que la conquista de la materia, del cuerpo y las fuerzas oscuras del inconsciente obligaría a desarrollar una nueva religión y una nueva moral.
De todos modos, todavía afirmaba que la ciencia es “la respuesta de unos pocos a las demandas de muchos”, y advertía que una nueva guerra postergaría todo por mil años. “Son mis sueños –añadía–, aunque quizá no sean tan buenos.”
El matemático Bertrand Russell, futuro Nobel de la Paz, salió a enfriar el optimismo de Haldane con un ensayo que tituló Icaro, o el futuro de la ciencia (1924). Russell dudaba de que la ciencia fuera usada para hacer a los hombres más felices. Por el contrario, pensaba que contribuiría a incrementar el poder de los grupos dominantes. Por eso, su emblema era Icaro, a quien le habían enseñado a volar para después dejar que se destruyera.
Para Russell, el conocimiento científico no garantizaba una ética mejor. El control del hombre sobre la naturaleza había crecido enormemente. El aumento de productividad que había traído la revolución industrial había hecho crecer a la población y le había dado más bienestar, pero también había volcado más energía a la guerra.
Con estas premisas, hace casi un siglo observaba que el mundo tendía hacia la unidad económica; notaba una decadencia de las libertades y un avance del control y la concentración del poder. Por momentos consideraba deseable un gobierno mundial, que inevitablemente sería conducido por los Estados Unidos. Sin embargo, con una muestra de humor británico, opinaba que “quizás el colapso de la civilización sería preferible a esa alternativa”.
Sus propuestas no eran demasiado originales, ni tampoco recomendables. Al igual que Haldane, le vaticinaba un gran futuro a la biología, pero más allá de auspiciar el control de la natalidad, apoyaba decididamente las ideas de la eugenesia, entonces en boga, y proponía que el Estado esterilizara a los “débiles mentales”. Era una idea que, antes de ser puesta en práctica por los nazis, seducía a muchos autores de la época, incluyendo al progresista H. G. Wells, quien en Una utopía moderna proponía relegar a todos los inválidos a una isla remota.
El mundo, el demonio y la carne eran los enemigos del alma, según los viejos catecismos. Para el cristalógrafo Bernal, eran los enemigos que en el futuro tendría que vencer “el alma racional”. El primer movimiento de su sinfonía (El Mundo) arrancaba con pronósticos casi modestos: nuevos materiales, uso de la energía solar, cohetes espaciales y veleros cósmicos impulsados por el viento solar.
Bien pronto, pasaba a proponer la construcción de planetas artificiales, grandes esferas autónomas que se podrían armar en el espacio usando materiales obtenidos de los asteroides. Tres esferas concéntricas, para protegerse de los meteoritos, efectuar la fotosíntesis y reciclar el aire, envolverían un espacio residencial para veinte o treinta mil personas, que tendrían que adaptarse a vivir en condiciones de ingravidez. Cuando el Sol se fuera apagando, los globos podrían abandonar el sistema solar. Entonces, “la inteligencia habría vencido a la entropía”.
El segundo movimiento (La Carne) apuntaba a reformar y eventualmente abandonar el defectuoso cuerpo humano. Para Bernal, el Homo sapiens era un callejón sin salida, y su evolución tenía que desembocar en el “hombre mecánico”. Pero para que el hombre “dejara de ser un parásito del medio” lo volvía enteramente dependiente de una compleja tecnología, sin especificar en ningún momento a cargo de quién estaría su mantenimiento.
Para comenzar, había que potenciar las propuestas de Haldane, alterando el plasma germinal, la estructura corporal o ambos: con estas mejoras, se podrían alcanzar los 120 años de vida. Pero Bernal no confiaba demasiado en la biología. Pensaba que el paso decisivo se daría cuando las prótesis dejaran de ser ajenas al cuerpo y se incorporaran a él, tornando inútiles el esqueleto, la musculatura y los sistemas metabólicos.
Bernal imaginaba al hombre del futuro como un cerebro encerrado en un cilindro metálico, dotado de periféricos, como una computadora de hoy, y de órganos locomotores, como un robot. Con esto se alcanzaría una vida (no demasiado divertida) de unos mil años. En algún momento, los transhumanos dejarían la Tierra y se irían a vivir a los planetas artificiales, abandonando a los seres inferiores como nosotros en una Tierra convertida en zoológico.
Pero la evolución tampoco concluiría ahí. La última etapa sería una humanidad “etérea”, una comunidad de nubecillas gaseosas que vagarían por el espacio comunicándose mediante radiación, y por último, algo tan místico como “un cuerpo de luz”, que podría llegar a dominar el tiempo y quizá viajar por él.
Quedaba por enfrentar al “demonio”, lo cual en el lenguaje de Bernal eran todos los aspectos ingobernables de la mente. Antes de que los cerebros enlatados dejaran de tener sentimientos, se hacía necesario sublimar el impulso sexual y potenciar al Superyó freudiano. Hasta hablaba de una nueva religión, “clarificada por la psicología”, en la cual veía la única fuerza capaz de impulsar al hombre por el universo “en entendimiento y esperanza”.
A todo esto, parecía hacerse inevitable aquello que llamaba “dimorfismo”: la división de la humanidad en dos especies, progresivos y regresivos. Pero lo que proponía para evitarlo era más alarmante que el peligro mismo: la creación de una aristocracia de científicos que concentraría todo el poder político y económico.
Bernal era un marxista ortodoxo, y la Unión Soviética le había dado el Premio Lenin. Pero difícilmente sus camaradas hubieran estado de acuerdo con sus delirios del cuerpo de luz, teniendo en cuenta que Marx apenas aspiraba a una sociedad sin clases y un hombre polivalente, y Trotsky se conformaba con imaginar el día en que todos alcanzaran el nivel mental de Darwin, Goethe o Marx. Más deben haberse alarmado cuando Bernal imaginó que en el futuro el Estado soviético iba a estar dominado por los científicos y no por el aparato político. En todo caso, no por los genetistas, que Stalin estaba mandando al Gulag. Precisamente esa fue la razón por la cual Haldane se había alejado del partido.
Si vale la pena recordar las ideas de Bernal es porque su proyección llega hasta hoy. Una de las posibilidades que no dejaba de considerar era una civilización estancada en el placer estético, a la que calificaba como “Melanesia”. Varias décadas más tarde, el biólogo Günther Stent retomó precisamente esa metáfora en La llegada de la Edad de Oro (1969).
En 1976, Gerard K. O’Neill también reflotó la idea de los planetas artificiales, pero fue más cuidadoso al dotarlos de gravedad sintética y de un paisaje interior similar al terrestre.
El impacto de Haldane y Bernal fue muy marcado en dos escritores de su generación. Olaf Stapledon, uno de los padres de la ciencia ficción, se inspiró en Haldane para escribir sus Ultimos y primeros hombres (1930). Stapledon era un agnóstico con tendencias panteístas, pero a la hora de introducir en su historia los cerebros desprendidos del cuerpo los vio como una calamidad. El cristiano C. S. Lewis también los introdujo en su Trilogía de Ransom, y los presentó como una posesión diabólica, pero en su ensayo “La abolición del hombre” (1943) coincidió de hecho con el pesimismo del ateo Russell, en cuanto al peligro de abusar de la ciencia.
Lo más curioso quizás es que la propia hermana de Haldane, la escritora Naomi Mitchinson (1879-1999), construyó una distopía bastante siniestra basada en ingeniería biológica y la clonación (Solución III, 1975), y llegó a dedicársela a uno de los patriarcas del código genético: “a Jim Watson, que sugirió la horrible idea”.
La idea de remodelar la especie humana para dejar atrás a los imperfectos bípedos como los que escriben y leen esto aún goza de gran popularidad entre ciertos círculos. Al punto que no deja de alarmar hasta a un personaje como Fukuyama, quien le ha dedicado todo un libro.
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