HISTORIA DEL BAÑO
› Por Leonardo Moledo
El baño no fue siempre así
Federico Kukso e Ileana Lotersztain
Ediciones Iamiqué, 40 páginas
Inodoros, bidets, canillas, cloacas, perfumes y aceites, termas romanas y tachos, lenta evolución hacia el baño y la higiene modernos; quienes estén acostumbrados a leer los artículos que Federico Kukso publica en Futuro y en el resto del diario conocerán ya sus curiosas vueltas de tuerca, su mirada lateral (y su escritura lateral) que suele mover el lenguaje hasta conseguir su objetivo de asombrar o de proyectar una luz especial sobre el tema que está desarrollando.
Y en este caso, el de su primer libro (que se presenta para chicos, pero que no se entiende por qué tiene que estar limitado a ellos) aborda un tema nada simple sin caer en lo grosero o lo soez –singular habilidad–: la historia del baño, o mejor dicho, El baño no fue siempre así, de la editorial Iamiqué (dirigida por la bióloga Ileana Lotersztain, que se incluye como coautora, y la física Carla Baredes), que ya cuenta con títulos como Preguntas que ponen los pelos de punta o, en esta misma colección, El cine no fue siempre así, o Los libros no fueron siempre así.
Naturalmente, la clara intención de Kukso es romper la idea general de que el mundo es eternamente igual a sí mismo, y mostrar que si a nadie debe sorprender que las estrellas cambien, tampoco a nadie debe sorprender que cambien los objetos de uso cotidiano, en este caso, de un conjunto particular del cual “hoy no se habla”, pero que en diferentes épocas o civilizaciones sirvieron como lugares de reunión social o de elevada conversación, sin que nadie se avergonzara de las funciones naturales de sus cuerpos.
Y así deconstruyen los objetos “naturales” que quien lea este libro encontrará en su casa, y nos enfrenta a sillas de alivio, inodoros que se llevaban en valijas, termas que eran el centro de la vida social de los romanos, un mundo de olores medievales y callejuelas estrechas en el que en cualquier momento podían caer aguas servidas desde una ventana al grito de “agua va” (y de donde se cree, nos dice, que proviene la costumbre de que los caballeros cedieran a las damas el lado más protegido de la pared) o a la famosa anécdota de Luis XIV que atendía a sus nobles mientras se dedicaba a sus necesidades fecales; en Versalles no se había previsto un solo baño.
Así, los objetos se modifican y pierden su forma o, mejor dicho, recuperan sus formas históricas y se despliegan ante nosotros no como son, y ni siquiera como fueron, sino como fueron siendo, cambiando, venciendo dificultades y problemas de construcción y de diseño y de ingenio hasta transformarse en bañera, ducha, bidet, inodoro y otros muebles familiares, pero cuya mención en público produce un cierto chirrido, y entonces se evita, con el resultado de arrinconarlos en un sector ahistórico de la casa.
Pero, justamente, Federico Kukso explora ese rincón sin miedo, y con la mirada curiosa, inteligente y lateral que aplica cuando escribe sobre los genes o los terremotos: nada se le escapa, y donde el lector esperaba encontrar un fragmento de permanencia al que agarrarse, algo que le permitiera flotar en un hoy sin problemas (que garantiza un mañana sin problemas también), será repentinamente arrastrado 10 mil años atrás, e informado sobre los perfumes que los indios norteamericanos utilizaban para cubrir el mal olor de la carne chamuscada de sus ofrendas a los dioses, que así, dicho sea de paso, remontan la historia del olor a la mitología: ¿acaso los dioses griegos no se sentían satisfechos al aspirar la grasa que se desprendía de las gigantescas hecatombes que les dedicaban sus fieles?
Y en este asunto de la mirada también hay algo que destacar: no se presenta una historia continua que podría inducir una falsa idea de linealidad –nada es lineal en historia, nada es lineal en el mundo, nada es lineal en nada, nunca– sino que el autor evita también esa peligrosa tentación, justamente alterando la visión, modificando un tema cuando no es esperado y pasando del asqueroso olor medieval al juego exagerado de perfumes que usaba Cleopatra –uno distinto para cada parte del cuerpo– o a los jarros perfumados que se encontraron en la tumba de Tutankamón, y de allí a contarnos que la reina Isabel I de Inglaterra se bañó una sola vez en su vida y nunca se lavó los dientes, y la reina Isabel de España le ganó por poco: tomó dos baños completos.
Armar la historia es siempre difícil, pero armar la historia de los objetos –silenciosos, asquerosos, como en este caso– tiende a la hazaña cuando se logra sin espantar y, justamente, dándole a cada objeto no su forma definitiva sino superponiendo sobre él las formas que adoptaron en los avances y retrocesos, los zigzags de las sociedades y las costumbres, y sin permitir que nadie crea en teleologías, esto es, que todo se encaminaba a lo que es hoy, sino que el mundo avanza a los tropezones, mediante prueba y error, y sin olvidar señalar la desigualdad de hoy en día en que una buena parte de la humanidad carece de baños y cloacas.
Buenos dibujos de Javier Basile acompañan un texto escrito por una pluma privilegiada, inteligente y creadora. ¿Qué más se puede decir?
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