NOTA DE TAPA
› Por Federico Kukso
Se dice en cine que un efecto especial bien logrado es aquel que el espectador no advierte como tal; cuando tal nave, robot o mundo creado en computadora pasa como una nave, un robot o un mundo ya existentes, naturales, nada artificiales. Lo mismo se podría decir de las obras del paleoarte, un campo amplio y deslumbrante que incentiva los sentidos desde que los dinosaurios aterrizaron en la imaginación humana produciendo, además de bocas abiertas y ojos saltones en chicos y grandes, cierta sensación de reverencia y fascinación frente a lo inmenso y lo pasado.
Nadie sabe muy bien por qué, pero lamentablemente los artistas detrás de este cruce fructífero entre ciencia y arte hasta no hace mucho eran arrinconados al triste abismo del anonimato. Sus cuadros relucientes, sus réplicas voluptuosas y sus esculturas de amagos dinámicos poblaron salas de museos y exposiciones sin el reconocimiento debido al autor, al artista de tales creaciones. Simplemente, eran obviados como si sus musas y actores principales –los dinosaurios– se hubieran llevado consigo todos los aplausos y los réditos simbólicos de sus presentaciones en los cuadros, dejando a los paleoartistas con las manos vacías, sin un “¡felicitaciones!” o un “¡qué buen trabajo!”. De alguna manera, fueron víctimas de su propia genialidad expresiva: el realismo de la mayoría de las ilustraciones sobre dinosaurios (y el efecto de verosimilitud que producen) es tal que toda huella autoral es accidentalmente borrada, como si los cuadros sobre estos reyes sin coronas desaparecidos hace 65 millones de años se pintaran solos.
Pero, para suerte de los “dibujantes científicos” (como en realidad prefieren que les digan, pues los verdaderos paleoartistas fueron los cavernícolas), la tendencia se está revirtiendo. Y poco a poco sus nombres empezarán a sonar. Primero en los campamentos de las excavaciones, luego en los pasillos de los museos, después en las páginas de los diarios, en algún programa de radio o televisión, y quizás, quién sabe, algún día sus cuadros lleguen a cotizarse en millones de dólares como un Cézanne, un Renoir o un Klimt.
Como ocurre en todo campo de expresión de la subjetividad humana, lo que abundan son las definiciones. Desde ya, ninguna es completa; todas son aproximativas y confluyentes. “El paleoarte se puede definir en un solo verbo: resucitar”, arroja el biólogo José Luis Gómez (www.galeon.com/paleorama), que desde hace 27 años es uno de los nombres más citados en la paleorreconstrucción argentina. En su currículum se advierte la reconstrucción a escala del Gigantosaurus carolinii. “La naturaleza actual fascina con sus colores y sonidos. Nosotros nos abocamos a ver cómo era todo antes, conjugando el punto de vista del científico y el del artista al mismo tiempo. Nos apoyamos mucho en la paleoclimatología, la paleosedimentología, la paleobotánica: hay que ver la vegetación que había por entonces. Algunas especies vegetales se mantuvieron, otras no existían para entonces. Por eso sería una barbaridad dibujarle pastito debajo a un dinosaurio simplemente porque el pasto no existía hace tantos millones de años”.
“Somos la puntada final de la paleontología”, prefiere decir el ilustrador y escultor Carlos Papolio –egresado de la Escuela Argentina de Naturalistas y miembro de la Asociación Paleontológica Argentina–, que se adentró en este métier en 1993 luego de pasar por el diseño gráfico y publicitario. “El paleoarte o arte paleontológico es una disciplina tanto científica como artística que se utiliza para representar a los animales extintos tales como fueron en vida. El paleoartista trabaja estrechamente con el paleontólogo a fin de conformar, mediante la anatomía y fisiología comparadas, una aproximación de cómo era el animal en su estado natural, cómo era su relación con otros componentes de la fauna y la flora que completaban ese ambiente que alguna vez existió. De todo eso sale una aproximación, si bien dudosamente exacta sí bastante creíble de cómo pudo haber sido la vida hace miles o millones de años.”
Uno de los comentarios más acertados en torno del paleoarte es que sus artistas en verdad vuelven visible lo invisible. Al fin y al cabo, nadie vio nunca un dinosaurio vivo (no cuentan los supuestos testigos de Nahuelito o de Nessi en el lago Ness). Lo único que dejaron atrás estas criaturas fueron sus huesos y algún que otro tejido. “Conocemos la forma de moverse de los dinosaurios a través de los rastros fósiles que han dejado; las huellas de estos animales nos dan pistas para determinar sus hábitos, por ejemplo. Se han encontrado huellas de dinosaurios de cuello largo en donde podemos ver que se desplazaban en grandes grupos; también existen huellas de dinosaurios carnívoros adultos junto a pequeñas huellas de sus crías y también huellas de pequeños dinosaurios carnívoros que tal vez cazaban en pareja o en pequeños grupos”, explica el artista plástico Jorge Blanco, del Museo Argentino de Ciencias Naturales Bernardino Rivadavia y autor de Dinosaurios de Gondwana y de todas las ilustraciones de Dinosaurios de la Patagonia Argentina (1998) de José Bonaparte, una eminencia en la paleontología nacional. “Estudié arte porque me gustaban los dinosaurios. Me acuerdo que la primera vez que vi el esqueleto de un dinosaurio tenía 4 años. Me asustaba pero aún así no dejaba de clavarle la mirada.”
Así pues, lo que hacen los paleoartistas es una (paleo)reconstrucción. Observan y estudian fósiles, cráneos, esqueletos, hacen inferencias a partir de animales actuales, sus posiciones de descanso, ataque, alimentación, procreación, los movimientos de los pavos, gallinas y otras aves (los descendientes de los dinosaurios), y las características de las mandíbulas de los cocodrilos. El paleoartista se acerca al paleontólogo como el paleontólogo se acerca al paleoartista para completar, al menos visualmente, sus descubrimientos. Aun así, este diálogo retroalimentado nunca es completo: lo interesante en este campo es que nadie tiene la última palabra sobre cómo era un animal prehistórico hasta el último detalle. Siempre hay vacíos de información, pequeñas áreas grises rellenadas a través de licencias artísticas. “Del color de los dinosaurios, por ejemplo, no se conoce casi nada. Se han preservado, además de los huesos, impresiones de piel, plumas, tejidos blandos, pero no hay una certeza sobre el color real de los dinosaurios –afirma Blanco–. A la hora de ilustrar uno también tiene que conocer el lugar donde habitaba (selva o desierto) y tener en cuenta los parientes actuales de los dinosaurios: ciertos reptiles y las aves, animales bastante coloridos. Sabemos que el patrón cromático está dictado por el sexo: el macho es más colorido que la hembra. Como no son monógamos y tienen que repartir sus genes, el macho más atractivo es el que conquista a la hembra.”
Por supuesto, hay limitaciones. “En nuestro caso es un trabajo compartido con el paleontólogo, existe una total libertad artística pero siempre cuidando de no salirnos de las normas que fija la paleontología. Podemos variar los colores porque los fósiles no dejan huella con respecto a eso y algunas texturas de piel que se han encontrado en fósiles, pero no podemos soltarnos con la libertad que puede pretender un artista plástico, por ejemplo –indica Papolio, que trabaja en acrílico y digitalmente y es autor de Animales prehistóricos de América del Sur–. Si no estaríamos haciendo ciencia ficción, como un Godzilla, un dragón u otro animal fantástico.”
“Hay que buscar los movimientos más lindos y no por eso dejar de lado el rigor científico; hay que buscar lo mejor de ambos mundos, apostando por la belleza visual”, señala Blanco. Para Gómez, cuyo dinosaurio favorito es el Carnotauro, ocurre algo parecido: “Tenemos cierta libertad, pero no tanta. Obviamente, no puedo hacer un dinosaurio bailando en una pata porque no sería creíble. Igual, si uno respeta las formas de la naturaleza termina haciendo algo hermoso”.
Donde no hay certezas hay inferencias a partir de detalles: la posición del dinosaurio, la rigidez o elasticidad de su cuerpo. La nueva información recavada por la paleontología cambia la forma en que se concibe a la paleofauna. En este aspecto, se advierte una notoria diferencia con las ilustraciones de hace 40 años. Ahora, estos animales son representados con más agilidad y gracia, no tan robóticos o carentes de expresividad como antes. Como advierte Blanco, se ve con claridad en el caso del velocirraptor: “Era un animal que no podía latiguear la cola como aparece en las películas. Los fósiles que se encontraron muestran que tenía una cola muy rígida, con tendones osificados. Su cola era como una vara. Incluso algunos paleontólogos estadounidenses lo llaman ‘el dinosaurio equilibrista’. Tenía un movimiento muy elegante”.
Para realizar un cuadro o una escultura en este campo no hay manuales. Pero se pueden advertir etapas. “Si a uno le piden un dinosaurio en especial, lo primero que hay que hacer es estudiar a fondo su anatomía, interiorizarse acerca de cómo era –asegura Jorge Blanco–. Me informo de la mejor manera posible. Si se lo descubrió recientemente hay que ir directo a la fuente. Si puedo elegirlo, lo hago a partir de motivos personales. El Tiranosaurio siempre fue mi favorito. Hice un estudio de su anatomía y luego me mandé: terminé haciendo una escultura. En otros casos me inclino por dinosaurios más raros, o porque nunca se hizo una escultura correcta. Por ejemplo, hace poco me puse a hacer una minicolección de mamíferos de Buenos Aires, porque no hay casi nada de ese tema.”
Carlos Papolio (www.quondam.com.ar) se ubica más del lado de la divulgación. “Nos encargamos de hacer un ejemplo divulgativo del trabajo del paleontólogo. Tengo que digerir la información del científico y transformarla en algo visual y verbal para que la gente lo entienda. Procuro imaginarme una escena original. Cada trabajo es un nuevo desafío que intento resolver. Genera mucha adrenalina. Me niego a copiar otros trabajos. Trato de generar una actitud, de darles una personalidad a los dinosaurios a partir de la posición y la mirada, las garras, las arrugas del cuello. Eso demuestra presencia y despierta respeto, como si estuviéramos parados frente a un león.”
Aunque algunos paleontólogos intentan aminorar el asunto, es evidente que Jurassic Park (1993) volvió a poner en escena a los dinosaurios 150 años después de que los naturalistas Georges Cuvier, Gideon Mantell y Richard Owen los despertaran de un sueño de 65 millones de años. En la Argentina, el furor por los dinosaurios es como las olas: va y viene, casi siempre de la mano de los chicos. Sin embargo, una vez que crecen, la gran mayoría no mantiene esa pasión, ese hobby. No es como en Estados Unidos, China o Japón, que cuentan con una industria y un mercado interno inmenso que les permite continuar con su inquietud y curiosidad.
El “boom Jurassic Park” también produjo un cambio perceptivo. “Luego de la película de Spielberg, casi el 87% de la gente prefiere ver los animales en vivo, o sea, reconstruidos, que sólo una pila de huesos. Es como decir, ¿qué prefiere ver usted: a Claudia Schiffer o el esqueleto de Claudia Schiffer?”, señala Papolio.
Los artistas argentinos nada tienen que envidiarles a sus pares extranjeros. Sus trabajos son requeridos en países como Holanda, Estados Unidos y Japón, donde los dinosaurios son tan adorados como las estrellas de rock. Y aunque su mente e imaginación se centre muchas veces en el pasado, miran también hacia el futuro: “Junto a varios artistas argentinos, como Carlos Papolio, hemos diseñado y construido un parque temático con más de 25 esculturas a tamaño natural en Bolivia, donde se alza una escultura de Titanosaurio de 36 metros de largo. Mi tarea fue la de diseñar a los dinosaurios, darles las posturas y dirigir dos esculturas a escala 1/10 que servirían de modelo para las esculturas a tamaño real del Titanosaurio de 36 metros y del Tiranosaurio de 12 metros, además de dirigir a varios grupos de escultores bolivianos en la construcción de varias de las esculturas a tamaño real”.
Como los antiguos habitantes de las cuevas de Altamira que cubrieron sus paredes de bisontes, caballos y jabalíes dejando así sus impresiones sobre un mundo que se cerró sobre sí hace 14 mil años, los actuales paleoartistas homenajean el pasado dándole vida en cada trazo, en cada cincelazo. Es que el tiempo no perdona a nadie y a nada. Y tal vez algún día nosotros seamos los pintados.
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