Sáb 25.08.2007
futuro

TOXICOLOGIA: LA NATURALEZA AMBIGUA DE LOS VENENOS

Flechas, crímenes y castigos

Por Raul A. Alzogaray

El 7 de septiembre de 1978, mientras esperaba el autobús en una vereda de Londres, el escritor y disidente búlgaro Georgi Markov sintió un pinchazo en la pierna. Unas horas después le subió la fiebre y hubo que hospitalizarlo. Al cabo de tres días falleció. Los médicos forenses encontraron en su pierna una esferita de metal con restos de ricina (un poderoso veneno de origen vegetal).

A causa de sus duras críticas al gobierno comunista de Bulgaria, Markov ya había sido objeto de otros dos atentados. Se cree que el arma usada en el tercero y último ataque fue un paraguas modificado para disparar pequeños proyectiles. Los principales sospechosos fueron la policía búlgara y la KGB, pero el crimen nunca fue aclarado.

CURARE, MA NON TROPPO

El uso de proyectiles envenenados, para cazar o con fines homicidas, es una práctica milenaria. El Rig-Veda, un texto religioso hindú escrito hace más de 3600 años, menciona el tratamiento de las puntas de las flechas con extracto de acónito, un producto de origen vegetal que afecta el sistema nervioso.

A lo largo de la historia, cada cultura envenenó sus dardos y flechas con lo que tenía a mano: intestino de larvas de escarabajo (habitantes del Kalahari), piel de rana (indios sudamericanos), veneno de víbora mezclado con sangre humana en descomposición (tribus del Cáucaso), hormigas rojas (pigmeos africanos).

Los primeros españoles que se internaron en América del Sur observaron que algunos hombres y caballos heridos por flechas sufrían una severa parálisis antes de fallecer. Con el tiempo se descubrió que ese síntoma se debía a la intoxicación con curare, una pasta negra que los indios untaban en las puntas de las flechas.

En mayo de 1800, el explorador alemán Alexander von Humboldt fue probablemente el primer europeo que presenció cómo obtenían el curare mediante la cocción de una planta tropical. Humboldt probó la pasta y le encontró un sabor amargo (y vivió para contarlo porque el curare sólo es mortal si ingresa al organismo a través de una herida; los indios sabían esto y comían curare para aprovechar otra de sus propiedades: facilita el tránsito intestinal).

En 1917, el Servicio Secreto inglés desbarató un atentado contra el primer ministro David Lloyd George. Los conspiradores pensaban deshacerse del funcionario arrojándole dardos impregnados con curare.

En la década de 1930 se logró purificar la tubocurarina, el principal componente de la pasta usada por los indios, y al poco tiempo se le encontró una aplicación medicinal. Se sabía que el curare paraliza el sistema respiratorio y conduce a una muerte por asfixia, pero se observó que la aplicación de una dosis pequeña relajaba los músculos del sistema respiratorio sin producir un efecto letal. Entonces se empezó a usar la tubocurarina junto con la anestesia, para facilitar el entubamiento de los pacientes durante las intervenciones quirúrgicas.

A JUZGAR POR LOS POROTOS...

Los venenos también fueron usados por las culturas primitivas para realizar “juicios de la verdad”, cuyo fin era establecer la inocencia o culpabilidad de los sospechosos de brujería y otros crímenes.

Los Efik, habitantes del actual territorio de Nigeria, preparaban una poción con los porotos de una planta local. Luego se la daban de beber a los acusados y los hacían caminar en círculos. Quienes vomitaban la poción en forma espontánea eran considerados inocentes; los que sudaban, temblaban y eventualmente morían era declarados culpables.

A mediados del siglo XIX, mientras los misioneros europeos intentaban convencer a los Efik de que esa no era la forma apropiada de juzgar a la gente, algunos porotos llegaron a las manos del médico inglés Robert Christison. Siguiendo una costumbre común entre los profesionales de la época, Christison experimentó el efecto de los porotos en carne propia: fue comiendo pedacitos cada vez más grandes hasta llegar a una porción que lo dejó postrado un día entero. Al ver que estaba peligrosamente cerca de la dosis letal, interrumpió el experimento. Como no sintió ningún dolor mientras estuvo postrado, pensó que los porotos se podían usar para ejecutar en forma humanitaria a los condenados a muerte.

Años más tarde se descubrió que con esos porotos se podía preparar un medicamento efectivo contra el glaucoma (una enfermedad del nervio óptico que hace perder la vista). A mediados del siglo XX se identificó la molécula responsable de todos esos efectos y se la llamó fisostigmina. Su estructura química sirvió como modelo para fabricar gases de guerra y varios insecticidas que aún se usan en todo el mundo.

LO QUE MATA ES LA DOSIS

En su libro Viajes misioneros y estudios en Africa del Sur (1858), el explorador inglés David Livingstone describió una ceremonia practicada por diversas tribus de la región. Cuando un hombre sospechaba que alguna de sus esposas lo había embrujado, la denunciaba ante el hechicero de turno, quien reunía a todas las mujeres del denunciante y les hacía tomar un brebaje preparado con una planta llamada “goho”. Las mujeres que vomitaban el brebaje eran consideradas inocentes y podían volver a sus casas; las que no lo vomitaban eran quemadas en la hoguera. La creencia popular en la eficacia de este procedimiento era tan fuerte que las mujeres que se sabían inocentes acudían gustosas a los juicios, convencidas de que los espíritus guardianes las protegerían.

A fines de 1827, durante su primer viaje al oeste africano, el explorador inglés Richard Lander estuvo a punto de sucumbir en una de estas ceremonias. Parece que por una cuestión de envidia, unos traficantes de esclavos lo acusaron ante los nativos de ser un agente inglés enviado para espiarlos. Lander fue obligado a tomar el brebaje local, pero estaba bien informado y se las arregló para beber un emético que le salvó la vida. Así pudo continuar sus exploraciones otros cinco años, hasta que un balazo en el muslo le produjo la muerte.

Historias como éstas ilustran la naturaleza ambigua de los venenos. Una misma sustancia puede producir un efecto benéfico en determinadas circunstancias y un efecto perjudicial en otras. Algo de esto tenía en mente hace unos 500 años el médico Philippus Aureolus Theophrastus Bombastus von Hohenheim (más conocido como Paracelso), cuando escribió la frase que dio origen a la toxicología moderna: “Todas las sustancias son venenos; no hay ninguna que no lo sea. La dosis es lo que determina que una sustancia sea o no un veneno”. En otras palabras: lo que mata es la dosis.

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