EL PELIGROSO AVANCE DE LA UFOLOGIA
› Por Patricio Lennard
Hacia fines del siglo XVII, observados a través del recién inventado telescopio, los cráteres de la Luna fueron tenidos por Kepler por gigantescas ciudades con muros circulares. En esa bella conjetura, Ernst Bloch entrevió uno de los tantos avatares que en la historia ha tenido el antiguo arquetipo según el cual las estrellas eran residencias de seres superiores. Así, la concepción teológica que situaba en las alturas la morada de los bienaventurados hizo que cielo y paraíso fueran, durante siglos, una y la misma cosa. Una creencia que recién con las teorías de Copérnico comenzó a descentrarse, y que en su libro de 1766, Sueños de un visionario, en algún sentido Kant invertía: “No se piensa, empero, que, vista desde los inabarcables espacios siderales, nuestra Tierra también aparece como una de las estrellas del firmamento, y que los habitantes de otros mundos también pueden con la misma razón apuntar hacia nosotros y decir: ‘Mirad allí la sede de las alegrías permanentes y de una estancia celeste preparada para recibirnos a nosotros un día’”.
La vida extraterrestre ha sido y sigue siendo una cuestión de fe, sobre todo. Un terreno en que las supersticiones, paradójicamente, pueden arrogarse estatura científica. Incluso para los ufólogos, esos autoproclamados “expertos” cuyo campo de acción suele entremezclar lo paranormal, el esoterismo y la astronomía, la existencia de los ovnis es un fenómeno del que nadie ha podido explicar su origen, una suma de especulaciones, un verdadero misterio. Más allá de cómo la ciencia se ampara en las enormes distancias estelares y en la imposibilidad de viajar a la velocidad de la luz para desacreditar la idea de que una nave intergaláctica haya podido alguna vez visitarnos, nadie niega la existencia de los innumerables testimonios y registros fílmicos y fotográficos de ovnis, sean éstos o no fidedignos. Y es que esa forma alucinada y boquiabierta de casuística, ese compendio entre new age y kitsch de cientificismo que a menudo es la ufología, suele tener como premisa la evidencia de, justamente, una falta de evidencia: el impedimento de aportar a través del objeto volador no identificado, o de los maizales quemados, una prueba de vida alienígena.
“El misterio de los platos voladores ha sido, ante todo, totalmente terrestre”, escribió Roland Bar-thes a fines de los ‘50, treinta años después de que la “psicosis marciana” fuera desatada por Orson Welles, cuando desde un programa de radio sembró el pánico entre los norteamericanos con el cuento de un ataque de sanguinarios extraterrestres. Algo que en la Argentina tuvo un correlato berreta y delirante, carente de cualquier efecto intranquilizador en el público, cuando en 1968 se supo de la supuesta teletransportación de un matrimonio que viajaba por la Ruta 2 en un Peugeot 403, a la altura de Chascomús, y que, repentinamente, luego de verse envueltos en un banco de niebla, aparecieron dos días después en una carretera en las afueras de la Ciudad de México. El “Caso Vidal”, tal como se lo dio a conocer en la prensa, fue durante años un clásico indiscutido de la ufología vernácula nacional. Eso, hasta que el cineasta Aníbal Uset, director de un infame film de ciencia ficción titulado Che OVNI –protagonizado por Marcela López Rey, Jorge Sobral y Perla Caron–, confesó que aquello había sido un invento urdido con el fin de promocionar una película en la que sus personajes eran teletransportados a Londres. Para ello contaron con la complicidad de Pipo Mancera, quien en su exitoso programa Sábados circulares entrevistó a un pretendido conocido de la pareja abducida. Un muchacho que no dijo, por supuesto, que era ayudante personal de Uset y uno de los ignotos extras que actuaba en Che OVNI, y mucho menos que su verdadero nombre era Juan Alberto Mateyko.
Es posible pasarse horas contemplando de manera absorta, en la inminencia casi permanente de un hilo de baba pronto a desbarrancarse por la comisura del labio, y con la esperanza de avistar en ese cielo granuloso de poco más de cinco centímetros algo que tan siquiera se parezca a un ovni, la imagen que las veinticuatro horas del día transmite en un portal de Internet una cámara web desde el cerro Uritorco.
A partir de esa noche de enero de 1986 en que una enorme luz sorprendió a tres lugareños y dejó estampada en el pasto una huella ovoide de cien metros de diámetro, el cerro Uritorco, en Capilla del Monte, Córdoba, fue ganándose el lugar de capital argentina del ovni. Los agitados informes que durante varias semanas hizo José de Zer para el noticiero de Canal 9 –-y que se repetirían dos años más tarde, cuando en el lugar apareció una huella calórica que derretía el calzado de quien la transitaba, en un momento en que ya eran numerosos los testimonios de personas que juraban haber tenido allí contacto con extraterrestres– contribuyeron para que el Uritorco se convirtiera en un centro ufológico y espiritual que actualmente recibe a 50 mil turistas al año y que se ha poblado de vendedores de souvenirs, baqueanos de lo paranormal y trasnochados hippies. Casi un parque temático (un “manantial energético”, afirmarán algunos) alrededor del cual la ufología argentina ha construido, en las dos últimas décadas, una parte nada despreciable de su discurso.
El mediático Fabio Zerpa, parapsicólogo experto en temas esotéricos, autor de más de una docena de libros sobre la presencia extraterrestre en la Tierra y luminaria de la señal de cable Infinito, es sin duda uno de los referentes insoslayables en el campo de la divulgación ufológica en la Argentina. Un campo que, lejos de asumir el carácter de pseudo ciencia recreativa que podría endilgársele, se presenta, a partir del uso de cierta terminología y de su funcionamiento institucional, como una auténtica disciplina científica. De ahí que en noviembre de 2006, en el Congreso Mundial Ovni que se llevó a cabo en Buenos Aires, se insistiera en la necesidad de obtener apoyo del Estado para el desarrollo en el país de la investigación ufológica. Una consigna sobre la que Silvia Simondini, investigadora y creadora de la organización Visión Ovni, oportunamente se despachó diciendo: “Me duele que las fuerzas armadas de Chile y Uruguay nos ofrezcan sus laboratorios y acá nada. Quiero que se den cuenta de que hay gente seria trabajando y que esto no es ciencia ficción: yo muestro evidencia a partir del trabajo de campo que realizo”.
Quizá sea un tanto inquietante, cuando no llamativo, saber que en febrero de este año el ejército de Chile, en un hecho calificado de inédito, le permitió a su capitán Rodrigo Bravo participar de un congreso de ufólogos en el que habló de una serie de avistamientos de ovnis por parte de pilotos militares, en un país que no casualmente es considerado (después de los Estados Unidos, Perú, Brasil y Rusia) como el quinto del mundo con la mayor cantidad de contactos de este tipo. También sorprende que recientemente Francia se haya convertido en el primer país en publicar en Internet los archivos de su grupo de científicos dedicado a la investigación del fenómeno ovni: 1600 casos que se irán colgando paulatinamente en la red, ya que constan de más de 6 mil testimonios y documentos que, en su mayoría, hablan de cosas que los expertos del Grupo de Estudios y de Información de Fenómenos Aeroespaciales No Identificados (Geipan) han juzgado inexplicables. “No hay que esperar revelaciones, pero buscamos que los archivos sirvan a los científicos y que el fenómeno de los ovnis se convierta en objeto de estudio”, declaró Jacques Patenet, responsable del Geipan, dejando en claro que en su país se investiga seriamente al respecto.
A la pregunta “¿Descubriremos alguna vez vida extraterrestre en el espacio exterior?”, los ufólogos suelen responderla volviendo la mirada, una y otra vez, hacia nuestro propio mundo. Que la sonda Mars Express descubra la existencia de bacterias en los casquetes de hielo del “planeta rojo” se nos antoja, si no aburrido, mucho menos excitante que cualquier episodio de The X-Files o de Taken. Y es que en lo extraño se asienta una parte esencial de la atracción astronómica. De ese afán que muchas veces se empecina en indagar el recóndito “secreto del firmamento de la Tierra”, para decirlo con las palabras de Paracelso. Quizá no nos sea del todo difícil explicarles a quienes lleguen alguna vez de otra galaxia que se equivocaron de estrella, que el verdadero cielo es otro. Conformémonos, mientras, con el deseo de creer que no estamos solos en el universo, y tengamos preparada por si acaso una pancarta que en letras bien grandes sólo diga: “¡Welcome!”.
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