HISTORIA DE LA ANTICONCEPCION
› Por ESTEBAN MAGNANI Y LUIS MAGNANI
En el año 1956, los doctores Gregory Pincus y John Rock anunciaban la aparición de la famosa “píldora”, un invento que había de cambiar radicalmente la vida sexual de las mujeres. Por ser casi infalible, este anticonceptivo le dio al género femenino una libertad de relacionarse que el temor al embarazo hacía inimaginable en tiempos de la revolución sexual, en la que los hombres no solían hacerse cargo de su paternidad o ni siquiera se enteraban de ella.
El impacto de la píldora se puede valorar mejor si se analizan los métodos usados en el pasado, toda una historia del sufrimiento femenino. Es que el temor al embarazo existió siempre y dio lugar a inventos que en general resultaban poco eficaces o inútiles; o mortales en muchos casos. Las múltiples pruebas que en este aspecto legó la humanidad pueden admirarse en, por ejemplo, el Museo de Historia de la Anticoncepción de Canadá, donde se exponen más de 600 condones, esponjas y artefactos que llegan desde los tiempos de Tutankamón hasta la actualidad.
Hay que admitir que la falta de tecnología y de conocimientos médicos estimuló bastante el ingenio. En la Biblia, en el Génesis Cap. 38, se encuentra: “Pero Onán, sabiendo que la prole no sería suya, cuando entraba a la mujer de su hermano se derramaba en la tierra para no dar prole a su hermano...”. Surgía el primer sistema de todos los tiempos: el coitus interruptus, en absoluto infalible.
En el 1850 a.C. aparecen recetas anticonceptivas en “El papiro de Petri”, un texto médico egipcio, en las que se aconseja irrigar la vagina con miel y bicarbonato de sodio o introducirle un preparado a partir de hierbas y excremento de cocodrilo. En “El papiro de Ebers” (1550 a.C.) está la primera alusión a un tapón hecho de tejido humedecido con miel.
En la Grecia del siglo IV a.C., con la idea de regular la prole, Aristóteles, Platón e Hipócrates aconsejaban el aborto por motivos demográficos, antes que el alma entrara al cuerpo del feto (singular manera de plantear en qué momento ocurre la concepción). En el libro Historia Animalium de Aristóteles, por ejemplo, se lee: “Algunos impiden la concepción untando la parte de la matriz en la que cae el semen con aceite de cedro o con un ungüento de plomo o con incienso mezclado con aceite de olivo”.
La anticoncepción no fue igual en todos lados. Un ejemplo es el de los edictos del emperador Augusto de Roma, a principios de la era cristiana, que permitían hasta tres hijos, niñas o niños, por lo que sobraban abandonos e infanticidios. Como las mujeres se casaban a los catorce, a los veinte ya habían cumplido la “cuota”. ¿Y luego qué? Pesarios (antiguo nombre de los dispositivos intrauterinos), coitus interruptus, vasectomía en los atletas, inyecciones vaginales, pócimas (algunas efectivas como la derivada de una planta, la artemisa, aún usada en el siglo XX por las mujeres berberiscas), abortos (aunque los médicos los eludían por temor a ser acusados de encubrir adulterios), la castidad (elogiada en la clase alta). La búsqueda de una solución era acuciada por un temor fundado al parto y al aborto.
En un escrito chino del siglo VIII se recomienda: “Tómese algo de aceite y de mercurio y fríase sin parar, y tómese una píldora grande como una semilla de yayuba con el estómago vacío e impedirá la preñez para siempre”. Por su parte, la religión islámica apostó a la fuerza de voluntad al no oponerse al coitus interruptus.
La primera descripción del condón aparece en la obra del italiano Falopio, en 1564. Su idea fue proteger contra la sífilis, aunque hay distintas opiniones sobre el origen de las vainas (preservativos) de lino que usó. Incluso se discute el origen de la palabra “condón”: una teoría le da etimología latina por condus, receptáculo; otra apoya el nombre del inventor, el señor Condom o Contón, un cortesano de Carlos II de España. En 1870 aparece el primer preservativo de caucho que reemplaza a los de tripa animal seca, pese a su escasa practicidad y dudosa calidad. El látex viene a solucionar el problema, en 1930.
La idea del diafragma también parece remontarse a la antigüedad. El legendario Casanova, en el siglo XVIII, fue un gran defensor de la anticoncepción. Además de usar el “capote inglés” (condón), recomendaba colocar, en el fondo de la vagina, la mitad de un limón exprimido cuyo jugo ayudaría como espermicida. En 1882, un médico alemán, el doctor C. Hasse, creó el diafragma, un aro con una cubierta de goma que se ajusta al cuello del útero.
En 1920, Kysaky Ogino y Knauss lanzaron la teoría moderna del período estéril, un método que fue autorizado por la Iglesia Católica porque indica la abstinencia en el lapso fértil del mes.
La historia de los dispositivos intrauterinos (DIU) es muy antigua, tanto que el médico Hipócrates fue uno de sus precursores. Ya en el antiguo Egipto algunas mujeres adineradas, como Cleopatra, utilizaban pesarios. La reina usaba una esfera de oro de 18 mm de diámetro que se insertaba en la vagina antes del coito para impedir el paso del semen. El primer DIU médicamente aceptado, el Asa de Lippes, se difundió recién en 1962.
Por razones económicas, de espacio, de tiempo, tener muchos hijos fue –y es– dificultoso para la gran mayoría. Y para las mujeres, que por razones biológicas son las que ponen el cuerpo, en el pasado fue una cuestión de vida o muerte. El conocimiento de las parteras era elemental; ante una simple mala posición del feto abandonaban a su suerte a la mujer y su vástago. Si se considera que a los inconvenientes prácticos se sumaba el temor fundado al parto y al aborto, no es de extrañar que ya en esa antigüedad temprana la voluntad de controlar la concepción se viera acicateada al máximo.
El estudio de los métodos usados sería en muchos casos risible si los resultados no fueran tan trágicos. El padecimiento femenino, derivado de prácticas sin fundamento, se presenta a cada paso. En el Imperio Romano, la expectativa de vida de la mujer era de veinte a treinta años. Entre un 20 y 25 por ciento moría antes de los cinco. Se casaban a los doce o al menos siempre antes de los dieciocho, y sabían que el parto podía ser fatal, el primero o los siguientes.
Aristóteles cuenta que, después de los tres hijos, “las mujeres pierden su gusto por el amor”, y que las mujeres se ponían viejas antes que los hombres debido a los embarazos. Por suerte, mucha agua y muchas píldoras han corrido desde entonces.
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