NOTA DE TAPA
› Por Federico Kukso
Por lo general, las coincidencias no existen. Y si existen son rarísimas excepciones y con mucha razón se las debería tomar entre pinzas y escudriñar con un ojo rebalsado de duda. Por ejemplo, ¿fue casualidad que a días del estreno de la película Inteligencia artificial (2001) Stephen Hawking saliera al ruedo y advirtiera sobre la posibilidad de que de un momento a otro los robots superarán a los seres humanos en sus capacidades intelectuales? Nadie sabe si los tiempos de estreno de la película de Spielberg y los dichos de Hawking simplemente confluyeron por una cuestión del destino, si corrió plata por debajo de la mesa o si fue una operación marketinera concertada ex profeso. Sea cualquiera de las tres posibilidades, lo cierto es que el astrofísico inglés –que en estos momentos se encuentra escribiendo con su hija Lucy un libro sobre el universo para chicos titulado George’s Secret Key to the Universe– retomó y volvió a darle fuerzas a una idea que viene rondando en el difuso pero lúdico campo de la futurología (que vaya uno a saber muy bien por qué sus máximos gurúes son buenos a la hora de delinear escenarios posibles pero son pésimos anticipando los inventos que en definitiva cambian el mundo). “Como no se mejore genéticamente al hombre, pronto será superado por los robots y existe el peligro real de que asuman el control del mundo”, apuntó Hawking a la revista Focus, amagando con sembrar el miedo y la inquietud.
Todo el mundo está al tanto (o debería estarlo) de la estampida tecnológica de los últimos 50 o 100 años. En esta breve brecha temporal –un pestañeo en la historia del Homo sapiens–, la tecnología, como si fuera una entidad o fuerza autónoma que se mueve a su gusto y voluntad, pisó el acelerador y catapultó al mundo y a sus habitantes a un nuevo estado. Ni mejor ni peor en extremo; simplemente un estado distinto. Lejos de la idea de que a más y mejores artefactos corresponde más y mejor felicidad, es como si a lo largo de la historia el pensamiento hubiera fluctuado en velocidades con lapsos de aceleramientos (en el Neolítico con la revolución agraria, durante el siglo de Pericles en Grecia, en el siglo XV con los tipos móviles de Gutenberg, en el siglo XVII con el incipiente caminar de la ciencia y en el XIX con la máquina de vapor) y frenadas bien marcadas como la que se dio en buena parte de la Edad Media. Es verdad que esta mirada es impulsada por una concepción lineal del tiempo (como si de menos se fuera siempre a más), pero también es verdad que hace cien años no había televisión, Internet, celulares, vacunas, marcapasos, lentes de contacto, cirugías estéticas o viajes a la Luna (así como no había –que se sepa– VIH, pánico nuclear, histeria por la clonación, revuelo por las células madre).
H. G. Wells de alguna manera ya divisaba en 1902 el panorama que se venía abriendo cuando en una conferencia titulada “El descubrimiento del futuro” dejó caer una bomba: “En el último siglo se han producido más cambios que en los mil años que lo precedieron, pero los que han de originarse en este siglo empequeñecerán a los del anterior. La humanidad ha hecho una parte del camino y la distancia que hemos recorrido nos da una idea de la que queda por recorrer. Todo el pasado no es más que el principio del principio; todo lo que la mente ha conseguido no es más que el sueño que precede al despertar”.
Ante este escenario –del que el filósofo Paul Virilio siempre destaca la velocidad y sus implicancias en la subjetividad moderna–, la pregunta que asalta siempre es la misma: ¿a dónde se va a llegar? La ciencia ficción se postuló siempre como la encargada de responder este interrogante y muy difícilmente se aparta de siete visiones futuristas más o menos comunes: un estado opresivo totalitario (V de Vendetta, Brazil, Fahrenheit 451), la utopía retrofuturista (Metropolis, Demolition Man, Volver al pasado II), el caos urbano (12 monos, La naranja mecánica), la invasión de extraterrestres hostiles (V: invasión extraterrestre, Día de la independencia), la invasión de extraterrestres bondadosos (Encuentros cercanos de tercer tipo), futuro postnuclear o postcatástrofe (Mad Max, Waterworld, El planeta de los simios) y por supuesto el del levantamiento robótico (Terminator, Matrix, Battlestar Galactica, Yo, robot). Todos y cada uno de estos mundos plausibles se basan en coyunturas presentes; al fin y al cabo, la mejor ciencia ficción siempre es aquella que extrapola un temor actual y construye a su alrededor el verosímil. Philip K. Dick diferenciaba: “La fantasía trata de aquello que la opinión general considera imposible; la ciencia ficción trata de aquello que la opinión general considera posible bajo determinadas circunstancias”.
En el caso del despertar de las máquinas, hay hipótesis, teorías, papers, simposios e institutos que piensan desde el presente el futuro y que cada día que pasa lo ven con mayor posibilidad de ser. Y lo hacen alrededor de dos palabras (en realidad una) que redondean la cuestión, la anclan y le aportan cierto halo de seriedad. En este caso, el término es “singularidad tecnológica” o “singularidad” a secas.
Proveniente de la física, la matemática y la cosmología, se ha utilizado la palabra “singularidad” para caracterizar varios eventos. Pero casi todos confluyen en la misma idea: la de límite. Para Hawking, consiste en “un punto en el que la curvatura del espacio tiempo se hace infinita” y lo ejemplifica con el Big Bang (un punto de densidad infinita) y los agujeros negros; para el soviético Alexander Friedmann es “un punto del universo en el que la teoría en sí misma se rompe”. Pero fue el matemático Vernon Vinge quien la extirpó de la física y la depositó en la futurología –aquel campo que hace de paréntesis entre la ciencia y la ciencia ficción– en el año 2003 cuando publicó su manifiesto La singularidad tecnológica se aproxima. Entre la profecía apocalíptica y la desazón de un futuro supuestamente inevitable, asegura que la tecnología tendrá un crecimiento exponencial de una magnitud inimaginada, que en un momento próximo –baraja el año 2025 o 2050– se alcanzará un punto en el que las computadoras superarán la inteligencia humana y podrán ellas mismas ensamblar una nueva generación de máquinas todavía más inteligentes. O sea, un tiempo en el que los cambios tecnológicos ya no podrán ser asimilados por la sociedad. “Parece plausible que con la tecnología podamos, en un futuro cercano, crear (o convertir) criaturas que superen a los humanos en todas las dimensiones intelectuales y creativas. Los eventos más allá de tal evento –una singularidad– son tan inimaginables como la ópera lo es a un gusano”, anuncia. Y resalta, por si a alguno no le quedó claro: “Y entonces, la era de la humanidad habrá concluido”. Hay que aclararlo: Vinge también es conocido como escritor de ciencia ficción.
Por su lado, el gurú de la inteligencia artificial y autor de La era de las máquinas espirituales y La Singularidad está cerca, Ray Kurzweil –apodado el “Nostradamus cibernético”– sigue también esta línea apocalíptica y entiende a la singularidad como “un período futuro durante el cual el ritmo de cambio tecnológico será tan rápido, su impacto tan profundo, que la vida humana se transformará de manera irreversible”.
Se los puede tildar a Vinge, a Kurzweil y a otros futurólogos “singularistas” (como Hans Moravec) de paranoicos o tremendistas. Pero si se mira alrededor y se rescata la dimensión histórica de los objetos, se advertirá que exageran un poco, pero no demasiado. Con la ley de Moore a mano (aquella que dice que la capacidad de los microchips se duplica cada 18 meses desde hace 30 años), se puede rastrillar todos los electrodomésticos de una casa y toparse con sorpresas. Las consolas de videojuegos, para tomar un caso, tienen más poder de computación que las máquinas utilizadas en 1969 por los astronautas de la Apolo cuando hicieron pie sobre la Luna.
Los tiempos evidentemente son otros. Todo pronóstico de lo que ocurrirá de acá a cinco años (en cuanto a dispositivos, nuevas tendencias, escenarios emergentes) es una apuesta difícil de hacer. Al cerebro humano le tomó llegar a su estado actual (en términos de hardware) entre unos 50 y 100 mil años de evolución (o millones de años si se tiene en cuenta el origen de la vida como momento cero). A las máquinas –según Kurzweil– les bastarán menos de siete décadas.
Desde la construcción de robots que construyen a su vez otros robots a autómatas capaces de pintar cuadros y así entrenar cierta creatividad, los proyectos que buscan testear y aumentar la inteligencia de las máquinas son muchos. En julio de 2000 el científico canadiense Chris Mckinstry inauguró el “Mindpixel project”, también conocido como el “Proyecto Modelo Mente digital”, para enseñarle a una red de computadoras lo que es, según definieron los investigadores, la experiencia humana y así hacer posible que desarrolle cierto sentido común primitivo. Similar al Open Mind Common Sense del MIT (xnet.media.mit.edu), consistía en un sitio en el que más de 40 mil internautas volcaron sus vivencias, desde miedos, ansiedades, ira, alegrías y euforia. Lamentablemente el proyecto –diseñado para continuar hasta 2010– se cerró abruptamente en 2005, un año antes del suicidio de Mckinstry en Chile.
El énfasis en la singularidad tiene varios puntos flojos. No sólo confunde términos bastantes distintos como “mente” (el software) y “cerebro” (el hardware) sino que tácitamente sobreentiende que se llegará a tal momento crítico siempre y cuando la humanidad se relaje en su comodidad y no haga absolutamente nada. Ocurre que bajo todas estas cuestiones se esconde un miedo sigiloso pero insistente: el de darle dirección a la evolución. De hecho, el miedo a la biotecnología y a la ingeniería genética se ancla en este temor aún mayor, como si alentar estas ciencias significara abandonar los rumbos marcados por la selección natural y comenzar a establecer a ciegas nuevas direcciones. El biólogo molecular Lee Silver (Universidad de Princeton) se aferra a este desconcierto generalizado y conjetura en su libro de 1997 Retorno al Edén (Remaking Eden) que tal vez dentro de unas cinco o más generaciones la humanidad se bifurque en dos subespecies gracias a la “reprogenética” que estará al alcance de unos pocos. Por un lado estarán los “enriquecidos genéticamente” o Genrich (los descendientes de los bebés de diseño, posiblemente inmunes contra el sida, el cáncer, el asma, las alergias, la diabetes) y por el otro, los “naturales” (individuos concebidos a la vieja usanza).
La singularidad –pronosticada a partir de los avances en inteligencia artificial, nanotecnología y redes neuronales– les quita el sueño a muchos futurólogos, pues no saben muy bien si ubicarla en el casillero de lo “malo” o de lo “bueno”. Exactamente eso fue lo que discutieron los 600 investigadores que se dieron cita en el II Congreso sobre singularidad que tuvo lugar la semana pasada en San Francisco, Estados Unidos. Los más pesimistas proponen ser precavidos e ir preparándose. Como defiende Hawking, se presume que el panorama no será tan oscuro –tan Matrix– si se empieza ahora mismo a hacer ciertos retoques o a practicar upgrades en las personas. Ampliación de las capacidades mentales humanas (cerebros con más neuronas), interfases cerebro-computadora, incremento de memoria, transferencia directa de conocimientos al cerebro (en mayo de 2002 ocho ancianos de Florida fueron inyectados con una microscópica solución de silicona que permitía identificarlos como productos de supermercado)...
“Nanorrobots inteligentes van a estar integrados a nuestro organismo, nuestro cerebro y medio ambiente, ayudándonos a superar la pobreza y la contaminación, aumentando la longevidad. Tendremos una realidad virtual de inmersión absoluta y que incorporará todos nuestros sentidos, algo así como la mezcla de lo que se vio en The Matrix con lo que se vio en Being John Malkovich. Y tendremos una inteligencia humana llevada al máximo de su capacidad. El resultado será una fusión íntima entre las especies creadoras de tecnología y el proceso de evolución tecnológica que crearon”, vuelca Kurzweil –que toma 250 pastillas al día para llegar con vida al año 2029– en su sitio www.kurzweilai.net (especie de faro en todo lo que toca a la singularidad).
El menú para la construcción del post-humano es amplio y orbita siempre en la idea de trascender el sustrato material –la biología– y mutar en una cosa nueva, quizás irreconocible desde este tiempo histórico, a la que difícilmente se la pueda llamar “ser humano” (en un documental del programa “Horizon” de la BBC se lo definió tajantemente como “humano v2.0”). Se dice pues que las décadas que vienen serán las de los híbridos, mezclas entre lo orgánico y lo no orgánico (silicio sobre todo).
“Puede ser que seamos la última generación de seres humanos”, asegura Billy Joy, el científico jefe de Microsystems en un artículo publicado en Wired titulado “Por qué el futuro no nos necesita”. De ahí en más no seremos seres humanos sino otra cosa.
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