futuro

Sábado, 6 de octubre de 2007

NOTA DE TAPA

¡GU3RRA!

 Por Pablo Capanna

No sé si a todos les pasará lo mismo, pero a mí si la publicidad es realmente buena me cuesta recordar el producto al cual se refiere. Si bien a la hora de vender es muy posible que machacar una estupidez durante cierto tiempo sea más eficaz que apelar a la creatividad, no hay que dejar que se enteren los anunciantes. Podrían llegar a privarnos de algunos momentos de humor e inteligencia.

Una escena que anduvo por las pantallas hace un tiempo (por supuesto, no puedo recordar qué producto era) me impresionó como una perfecta escenificación del Círculo Vicioso. Al comienzo, un amante de la música clásica estrenaba su sofisticado equipo de audio y se extasiaba con su sinfonía favorita. Pero pronto, desde el departamento vecino irrumpían las inconfundibles notas de un rock metálico, que amenazaban con ahogarla.

Decidido a no tolerar ninguna invasión de su espacio sonoro, el melómano se compraba un equipo de mayor potencia y contraatacaba con Brahms. Pero no contaba con la previsible reacción del rockero, que recurría a un equipo de similar poder ofensivo.

El paroxismo del conflicto llegaba cuando el melómano optaba por recurrir al arma final; encargaba ese enorme equipo que el catálogo definía como “the Big One”, “el Grande”.

Por efecto de la escalada decibélica, temblaban las paredes y empezaban a caer trozos de revoque y mampostería. Al fin, los dos enemigos quedaban frente a frente. Pero justo cuando estaban mirándose con odio a través de un boquete, desde el piso de arriba comenzaban a gotear las pringosas notas de una cumbia. La escalada armamentista no sólo había agotado a los contendientes: también había permitido que creciera el enemigo común.

La idea de una confrontación estéril que se configura como un círculo vicioso (y su opuesto, el “círculo virtuoso” de los economistas) siempre atrajo a los estudiosos de las ciencias sociales. Cuando Gregory Bateson era joven, se dedicaba a la antropología y no pensaba en convertirse en gurú de la new age, propuso un tecnicismo tan innecesario como otros: la llamó “esquismogénesis”.

Sin duda, Bateson tendría presente el caso paradigmático para este tema: las extrañas costumbres de los kwakiutls, un pueblo de la Columbia británica, recordados por generaciones de estudiantes. Su decadencia solía explicarse atribuyéndola a un severo ritual social que no les permitía acumular capital y hasta era capaz de arruinar a prósperas familias. La celebración del Potlatch era un rito de consumo ostensivo. Para demostrar que tenía más riqueza de la que necesitaba, el jefe de un clan mandaba quemar públicamente cueros, pieles, telas, herramientas y hasta canoas, ante el asombro de sus vecinos. Pero estos últimos quedaban comprometidos a hacer una quema similar, o aun mayor, si no querían perder su prestigio. Hace medio siglo, los antropólogos veían en este ritual una profecía del consumismo, y no estaban tan errados, si consideramos el sostenido aumento que ha tenido la oferta de productos inútiles, al punto que el celular se ha hecho más necesario que una buena atención médica.

Las carreras armamentistas, en particular, constituyen el mejor ejemplo de círculo vicioso, y han interesado a todos aquellos que alguna vez quisieron estudiar científicamente los conflictos. Desde tiempos remotos existió la Estrategia, que enseña cómo ganar las guerras. En tiempos más recientes y con un sentido ya indefinible, la practican funcionarios, artistas plásticos y maestras jardineras, en general con magros resultados. Fuera de los estrategas, hay importantes trabajos teóricos sobre la guerra, entre los cuales se destacan los de Pitirim Sorokin, Estudio de la Guerra (1942) de Quince Wright (1890-1970), o los del francés Gastón Bouthoul (1899-1980), que hizo escuela desde los años ’60.

Tanto ellos como otros estudiosos trataron de determinar los factores que provocan las guerras, especialmente esos que pueden ser medidos: la evolución tecnológica del armamento, las leyes, las actitudes colectivas y la organización social. Pero todos estos trabajos deberían reconocer que su precursor fue un meteorólogo que, décadas antes y sin mayor publicidad, encaró el estudio científico de la guerra con herramientas matemáticas. Se llamaba Lewis Fry Richardson (1881-1953) y sólo comenzó a ser valorado mucho después de su muerte. Es posible que su compromiso ético con la paz llegara a perjudicarlo, porque vivió tiempos tan difíciles como fueron los de las dos guerras mundiales.

LA AMBULANCIA DE LOS PACIFISTAS

A pesar de que es recordado como meteorólogo, el inglés Richardson tuvo variados intereses. Los estudios que hizo en Cambridge incluían física, matemática, química, biología y zoología. Se doctoró tardíamente en Londres, cuando ya tenía 47 años, con orientación en estadística aplicada a la psicología.

Luego trabajó como químico industrial y, entre otras cosas, dirigió el laboratorio de investigación de una fábrica de lamparitas, mientras iba redondeando sus ingresos con algunas cátedras universitarias y un empleo en el Servicio Meteorológico oficial.

Sus problemas comenzaron cuando Inglaterra se vio envuelta en la Primera Guerra Mundial. Richardson provenía de una familia de cuáqueros; entre otras cosas, esto significa que estaba profundamente convencido de que un cristiano no debe hacer la guerra y que está obligado a resistir al poder arbitrario.

Cuando fue movilizado, Lewis optó por la objeción de conciencia y pidió ser enviado a prestar servicios sanitarios. Fue así como se enroló en la Unidad Asistencial de los Amigos: “La Sociedad de Amigos” era otro nombre de los cuáqueros. Anduvo manejando una ambulancia y asistiendo heridos en el norte de Francia, donde operaba la 16ª División de Infantería.

Quiso el azar, o vaya uno a saber qué misteriosa causa, que al mismo equipo de enfermeros había ido a parar el filósofo Olaf Stapledon, aquel que luego escribiría esas ambiciosas epopeyas cósmicas que sedujeron a varias generaciones, con exclusión de Borges. Stapledon había elegido estar allí por sus convicciones socialistas, y era sospechoso para los cuáqueros, pero al parecer era el único interlocutor válido que encontró Richardson, y ambos se pasaban las noches platicando sobre astronomía y física. Lo curioso es que los biógrafos de uno y de otro no parecen haberse percatado de quién era cada cual. Por lo que a mí respecta, me hubiera encantado estar allí para escucharlos hablar.

De regreso de la guerra, Richardson se encontró con que el Servicio Meteorológico había sido militarizado y estaba bajo el control de la Fuerza Aérea. De ese modo, sus antecedentes como objetor de conciencia le valieron el despido en 1920.

Pero Richardson seguía firme en sus trece, y cuando se enteró de que algunos de sus trabajos sobre la dinámica de la atmósfera podían ser usados para diseminar gases tóxicos de guerra, abandonó la investigación y destruyó sus apuntes.

LA PREDICCION DEL TIEMPO

Antes de Richardson, las predicciones meteorológicas se hacían extrapolando los valores registrados por las estadísticas de los años anteriores. La idea que se le ocurrió entonces fue precisamente la que con el tiempo se impuso. Se trataba de intentar la integración numérica de las ecuaciones diferenciales del movimiento de la atmósfera, partiendo de las mediciones tomadas en un momento dado. El principal problema era que en esa época no existían las computadoras y todos los cálculos debían ser hechos a mano. Richardson anunció un pronóstico para el día 20 de mayo de 1919 y fracasó lamentablemente, pero estudios posteriores mostraron que sus errores provenían de simples cuestiones de cálculo; con una metodología más precisa, la predicción resultaba bastante acertada.

En 1922 desarrolló sus ideas en el libro Predicción del tiempo mediante procesos numéricos, donde se permitió fantasear con un enorme laboratorio meteorológico. Lo imaginaba como un edificio de forma casi esférica, como un Planetario. Las paredes interiores estarían cubiertas con una representación a escala de todo el planeta. En galerías de distinto nivel iban a ubicarse los calculistas (entonces llamados “computadores”) que recibirían datos por vía telefónica o telegráfica, y provistos de reglas de cálculo resolverían las ecuaciones parciales. Siguiendo distintos niveles de integración, el pronóstico se iría conformando hasta que el coordinador general, que ocupaba un púlpito en la cima de una columna que se erguía en el centro de la esfera, dictaminaba si iba a llover o no.

La idea no era descabellada. Pero sin computadoras, toda esta fantasía evocaba al colegio de Salomón de Sir Francis Bacon, o lo que es peor, a esa Academia burlesca que imaginó el venenoso Jonathan Swift en Los viajes de Gulliver.

LA CONSTANTE HISTORICA

Hoy el clima está considerado entre los sistemas menos sujetos al determinismo, por sus características caóticas, y el pronóstico meteorológico tiene un alcance muy corto. La guerra, por su parte, ha sido una constante en la historia humana. Pero aun cuando suele tornarse incontrolable una vez que se ha puesto en marcha, sus causas suelen estar a la vista con bastante anticipación. Se supone que todo el arte y la ciencia de la diplomacia están para evitarla, conociendo y controlando sus causas. A Richardson le pareció que la guerra podía ser estudiada como un fenómeno físico, a la manera de un terremoto o un tornado. Le dedicó varios libros, desde La psicología matemática de la guerra (1919) hasta Armas e inseguridad (1949), para los cuales se basó en datos estadísticos de las guerras ocurridas entre 1820 y 1945.

Como primer paso, pensó que podía establecerse una escala logarítmica que midiese la gravedad de las guerras.

Si la energía de un terremoto se mide por la escala de Richter, los daños que causa son evaluados con la de Mercalli. La escala de Richardson es como la de Mercalli: mide la mortalidad de las guerras según una progresión. Si al daño bélico lo llamamos M, recién podríamos hablar de “guerra” propiamente dicha a partir de M4 (104 = 10.000 muertes). La Segunda Guerra Mundial (la más letal de la historia) habría tenido una intensidad de M7,7. El límite superior de la escala sería M10, es decir, cuando la eventual cantidad de bajas alcanzara el total de la población del planeta. El límite inferior Richardson lo fijaba en M0: un solo muerto, como en un asalto o una pelea de barrabravas. Pero consideraba que a escala histórica, la suma de los homicidios siempre superó a las bajas de los campos de batalla.

Trabajos más recientes (Kraus, Nelson y Webb, 2001) estiman que el siglo XVIII y el XX fueron, respectivamente, el menos y el más bélico. Los picos de beligerancia occidental se dieron en 1618-1648, 1789-1815 y 1914-1945. En China, el momento más agudo fue el Período de Desunión (220-618). Para los continuadores de Richardson, las guerras coinciden con las crisis religiosas; esto es, en sentido amplio, cuando desaparecen los marcos éticos comunes.

Richardson pensaba que a medida que los conflictos se hacían más letales, se iban distanciando, de manera que el próximo conflicto, que podría ser de grado M9, tardaría mucho en llegar. Carl Sagan sugirió que la escalada armamentista podía acortar los plazos. Sin embargo, y para nuestro bien, la carrera funcionó como una suerte de Potlatch global. No hubo una tercera guerra mundial, aunque no dejamos de tener una proliferación de armamento nuclear.

FRONTERAS Y FRACTALES

Con la información de que disponía Richardson, casi todos los conflictos de intensidad superior a M3,5 se dan entre países que tienen fronteras comunes: algo que tenía perfecta validez para las guerras “nacionales” del siglo XIX, y ha ido perdiendo importancia con la globalización de mercados y capitales. Aunque de todos modos, todavía podría explicar el absurdo armamentismo de India y Pakistán o el rearme que se está dando en América latina.

Fuera válido o no ese principio de proximidad, a Richardson lo llevó a emprender un estudio comparado de las fronteras europeas. Lo primero que descubrió era que todas las mediciones de la costa de Inglaterra diferían entre sí, y que eso planteaba todo un problema metodológico.

Pasaron varias décadas, y Benôit Mandelbrot retomó el tema para su Teoría de las Catástrofes, con un artículo en el cual se preguntaba “¿Cuánto mide la costa de Inglaterra?”.

Gracias a Mandelbrot, Richardson también fue redescubierto como un precursor de la fractalidad. Alguna vez había escrito, prefigurando el concepto de eso que hoy llamamos caos o complejidad, que “los grandes torbellinos tienen torbellinos pequeños que se nutren de su velocidad, y así hasta llegar a la viscosidad”. Era una paráfrasis de la frase de Jonathan Swift: “Las pulgas grandes tienen pulgas más pequeñas que las pican y así hasta el infinito...”.

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