Sábado, 27 de octubre de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
Por Mariano Ribas
No existen. Nunca existieron. Y sin embargo, alguna vez tuvieron su lugar en la historia de la astronomía: mundos que fueron buscados, olfateados, teorizados o simplemente soñados. Y hasta bautizados con atractivos y sonoros nombres: Vulcano, Neith, Faetón, Clarión y tantos más. Hipotéticos planetas y satélites de nuestro Sistema Solar que durante años y décadas mantuvieron en vilo las mentes y los telescopios de algunos de los astrónomos más grandes de todos los tiempos. Y que en alguno que otro caso hasta creyeron ser vistos, alimentando la llama de una fantasía que ha sobrevivido hasta nuestros días, reciclada por mitos extraterrestres tan espectaculares como ingenuos. La propuesta aquí planteada puede sonar un tanto insólita y completamente paradójica: viajar en el tiempo para conocer las (irresistibles) historias de mundos que nunca existieron.
Poco antes de descubrir matemáticamente la presencia de Neptuno (en 1846) a partir de rarezas observadas en los movimientos de Urano, el enorme astrónomo francés Urbain Jean Joseph Leverrier (1811-1877) también notó rarezas orbitales en otro planeta mucho más cercano a la Tierra: Mercurio. Aun considerando los efectos gravitatorios de los demás planetas (y del Sol, por supuesto), Leverrier observó que durante su perihelio (punto más cercano a nuestra estrella), Mercurio se movía ligeramente más rápido de lo que debía. Y entonces, le echó la culpa a un hipotético planeta aún más cercano al Sol. Y por lo tanto, muy caliente. Justamente por eso, Leverrier lo bautizó Vulcano, como el dios romano del fuego. Vulcano sería, quizás, el que acelerara un poquito a su vecino. De todos modos, Leverrier se tomó las cosas con calma. Y cuando estuvo lo suficientemente convencido, a fines de la década de 1850, presentó su trabajo a la Academia de Ciencias de París.
Y entonces, se desató la “vulcanomanía”: astrónomos profesionales y amateurs de toda Europa se lanzaron a la cacería del supuesto planeta infernal. De todos modos, se sabía muy bien que la búsqueda iba a ser muy complicada, porque Vulcano siempre aparecería muy cerca del Sol en el cielo. En diciembre de 1859, Leverrier recibió la carta de un médico, aficionado a la astronomía, que le contaba que en marzo de ese año había visto un “objeto negro y redondo” que se movía lentamente por delante del Sol. Entusiasmado, Leverrier fue a visitar al doctor Lescabault a su casa, en la villa de Orgeres. Y con los datos que le aportó, calculó que Vulcano era varias veces más chico que Mercurio (que mide casi 5000 km), y que tardaba 19 días en dar una vuelta al Sol (nada mal para un planeta que no existía). Al volver a París, Leverrier se ocupó personalmente de que el doctor Lescabault fuese premiado con la Legión de Honor.
Pero hubo otros reportes positivos, como el de un anónimo aficionado inglés, que aseguró ver a Vulcano desfilar por delante del Sol durante una mañana de marzo de 1862. Más tarde, en abril de 1875, el alemán Weber, un reconocido astrónomo de aquellos tiempos, también vio “un punto negro” avanzando sobre el disco solar. Por el contrario, muchos otros observadores jamás divisaron a la criatura de Leverrier, incluyendo al brasileño Liais, que lo buscó una y otra vez con un telescopio nada despreciable. Lo cierto es que hacia fines del siglo XIX Vulcano comenzó a esfumarse del tablero astronómico. Y al amanecer del siglo XX, ya nadie hablaba en serio del planeta infernal.
¿Y las observaciones positivas? Unas pocas fueron simples fraudes. Pero la mayoría fueron confusiones, sin ninguna mala fe, alimentadas por las ganas de que Vulcano existiera: manchas solares, defectos ópticos, y hasta pájaros muy distantes del observador, que se interpusieron entre los telescopios y el Sol (cosa que pasa regularmente). Pero nos queda el misterio orbital de Mercurio. El enigma que disparó el sueño de Vulcano. Y bien, esta historia comenzó con Leverrier, y termina ni más ni menos que con Einstein: en pocas palabras, la Teoría General de la Relatividad (1916) nos cuenta que las anomalías observadas en el perihelio de Mercurio pueden explicarse por la marcada curvatura del espacio-tiempo (esa “curvatura” es la gravedad relativista) debido a su cercanía al Sol. ¿Asunto cerrado? No tanto: tal vez Vulcano le suene de algún otro lado. Sí, es el nombre –sólo el nombre– del planeta originario del Sr. Spock, de Viaje a las Estrellas.
Mercurio y Venus son los únicos planetas del Sistema Solar que no tienen lunas. Y sin embargo, hace más de tres siglos otro prócer de la astronomía creyó ver a la compañera del famoso “lucero”. En 1672, Giovanni Domenico Cassini (que, entre otras cosas, midió por primera vez la rotación de Marte y descubrió varias lunas de Saturno) vio una pequeña lucecita casi pegada al disco de Venus. Pero no dijo nada, hasta que volvió a verla en 1686. Según Cassini, la luna venusina medía la cuarta parte del planeta y mostraba la misma fase de iluminación (para un observador terrestre, Venus y Mercurio tienen fases, al igual que la Luna). El anuncio causó cierto revuelo, pero no hubo más reportes similares hasta varias décadas más tarde. Recién a mediados del siglo XVIII, otros astrónomos, como James Short, Andreas Mayer y el famoso Joseph L. Lagrange volvieron a ver al supuesto satélite. Es más: el 6 de junio de 1761, el alemán Scheuten aseguró ver un puntito negro acompañando la silueta oscura –y mucho más grande– de Venus, durante un “tránsito” del planeta por delante del Sol. Ese mismo día, en Inglaterra, el astrónomo aficionado Samuel Dun no vio ningún puntito junto a Venus.
Tal como ocurrió con Vulcano, hubo versiones de todos los colores. Pero la historia de la luna de Venus empezó a desinflarse hacia 1766, cuando el Observatorio de Viena publicó un tratado donde se decía que el supuesto satélite no era más que un reflejo –entre el ocular del telescopio y el ojo del observador– provocado por el intenso brillo del planeta. Unos años más tarde, fue el propio William Herschel –descubridor de Urano– quien se ocupó del tema. Y no vio nada. Todo habría terminado allí mismo si no fuera porque un siglo más tarde, en 1884, Jean-Charles Houzeau, director del Observatorio Real de Bruselas, propuso que todo tenía sentido si, en realidad, el misterioso objeto fuese un planeta con una órbita un poco más grande que la de Venus. Y que, de tanto en tanto, parecía estar a su lado. Y lo bautizó Neith, por una diosa egipcia (cuyo velo ningún mortal podía levantar). No duró mucho: en 1887, la Academia de Ciencias de Bélgica recopiló todos los datos y observaciones previas y concluyó que Neith no existía, ni como satélite, ni como planeta independiente: sólo se trataba de distintas estrellas “de fondo” que, eventualmente, coincidieron visualmente con Venus. Y así, el “lucero” se quedó sin su luna.
La historia de Clarión es más mítica que astronómica. Y según parece, el primero que imaginó su existencia fue Filolao, destacado miembro de la escuela pitagórica. Mezclada, reciclada y enriquecida una y otra vez a lo largo de los siglos, la versión moderna del mito de Clarión –avalada hoy en día por el esoterismo y la seudociencia– es muy curiosa. Pero igualmente ingenua: sintéticamente, se trataría de un planeta que comparte la órbita terrestre, pero que está ubicado en un punto diametralmente opuesto. O sea, del otro lado del Sol. Y por lo tanto, nunca sería visible desde nuestro planeta. El punto es que ese modelo de perfecta oposición Tierra-Clarión –rebuscado, por cierto– sólo podría funcionar (y hasta por ahí nomás) si no existieran otros planetas. Pero como sí existen, y son unos cuantos, tarde o temprano el juego gravitatorio del conjunto sacaría a Clarión de su perfecta oposición del otro lado del Sol. Es simple: cálculos realizados por el Observatorio Naval de los Estados Unidos demostraron, con absoluta contundencia, que Clarión no podría permanecer escondido por más de 30 años. O sea: ya lo habríamos visto hace rato. Y nada. Y eso sin contar la flota de naves espaciales que se vienen paseando por el Sistema Solar desde hace más de 40 años. Y aun así, contra toda evidencia y razón, hay quienes siguen insistiendo obcecadamente en la existencia del llamado “gemelo de la Tierra”. Es más, hasta deliran con sus habitantes, que merecen un párrafo aparte.
Clarión es uno de los tantos mundos que integran el universo de las fantasías extraterrestres. De hecho, algunos “contactados” y “especialistas” dicen –o han dicho alguna vez– que algunos ovnis (en el sentido más popular del término, que no es el técnico) vienen de Clarión. Y que allí vive una sabia y antigua civilización cuasi perfecta, técnica y moralmente. Una especie de paraíso planetario. El ejemplo más clásico y resonante de estas fantasías es el testimonio –por decirlo de algún modo–- de un técnico norteamericano, un tal Truman Bethurun, allá por comienzos de los años ‘50. En una larga serie de notas publicadas en el diario californiano Daily Breeze, Bethurun contó que todo comenzó en julio de 1952. Mientras trabajaba en el asfaltado de una autopista en Nevada, vio un plato volador de 100 metros de diámetro. Luego, cinco de sus tripulantes, de forma humana y pequeña estatura, se le acercaron y lo invitaron a bordo. Para más detalles, hablaban un perfecto inglés y en rima. Ya dentro de la nave, Bethurun conoció la capitana, una hermosísima clarionita llamada Aura Rhanes. Ella le dijo que en su planeta todo era idílico: no había guerras, ni robos, ni cárceles. La gente no se divorciaba. Ni tampoco pagaban impuestos. Y no había abogados. Por si todo este paraíso no fuese suficiente, Aura también le contó que los clarionitas vivían 1000 años. Sí, estaremos de acuerdo: ¡qué pena que Clarión no existe! Bethurun volvió a ver a Aura Rhanes en un bar, tomando un jugo de naranja. Pero parece que ella lo ignoró. Y después de 1958, el famoso “contactado”, nunca más vio a los clarionitas.
Hay un mundo que nunca fue, pero que tiene mucho que ver con una multitud de otros que sí fueron, y son: los asteroides. En 1801, el monje italiano Giusseppe Piazzi descubrió a Ceres, el primer asteroide (actualmente considerado “planeta enano”) entre las órbitas de Marte y la de Júpiter. Al año siguiente, el médico y astrónomo aficionado Heinrich Olbers (muy famosa por una también famosa paradoja astronómica) dio con otro objeto en esa misma región: Pallas. En 1804, apareció Juno. Y en 1807, nuevamente Olbers descubrió a Vesta. Todos orbitando al Sol entre el cuarto y quinto planeta. Y todos luciendo como simples puntos de luz al telescopio (a diferencia de los planetas, que mostraban discos), lo que llevó –correctamente– a pensar que eran cosas de apenas unos cientos de kilómetros. Allí donde Kepler y muchos otros esperaban encontrar un verdadero planeta, sólo había cuatro pequeños cuerpos orbitando al Sol entre Marte y Júpiter. Ante semejante panorama, Olbers lanzó su espectacular y catastrofista hipótesis: los asteroides son los restos de un planeta que había estallado, y cuyos desperdicios habían quedado en torno del Sol siguiendo, aproximadamente, el derrotero de su “padre” destruido. Más tarde, el hipotético mundo hecho pedazos recibió el nombre de Faetón, el hijo de Helios, el dios del Sol griego.
La historia de Faetón tuvo décadas de aceptación, incluso pareció fortalecerse aún más cuando a fines del siglo XIX los asteroides conocidos entre Marte y Júpiter llegaban a más de 100. Ya se hablaba de un verdadero Cinturón de Asteroides. Pero de a poco comenzó a debilitarse a manos de una serie de argumentos muy fuertes. Por empezar, no parecía nada fácil destruir un planeta entero: ¿Cómo? ¿Por qué? Además, las órbitas de todos ellos de ningún modo parecen responder a un proceso explosivo, por decir algo. Más aún: los meteoritos que llegan a la Tierra –que son astillas de asteroides– no muestran claros signos de calentamiento y presión extremos, de diferenciación, o de metamorfismo, fenómenos que sí se dan en los materiales en el interior de un planeta. A la luz de todo esto, parece que la cosa fue exactamente al revés: el Cinturón de Asteroides está formado por materiales primigenios que nunca llegaron a aglutinarse en un cuerpo único. ¿Por qué? Fundamentalmente por culpa de Júpiter, que con sus continuos tironeos gravitatorios, hacia un lado y otro, y a medida que gira en torno del Sol, acelera esos oscuros cascotes, impidiendo su unificación. Faetón nunca existió porque ni siquiera tuvo oportunidad de empezar a ser.
Y a pesar de todo, Olbers descubrió mundos que sí fueron, y son: en marzo de 1815 descubrió un cometa, el 13P/Olbers. Incluso hay un asteroide que lleva su nombre, o casi: (1002) Olbersia. Claro, al igual que Clarión, también hay quienes juran y perjuran que Faetón estuvo habitado. Y que sus sobrevivientes, luego de la destrucción de su planeta por un cataclismo atómico, se la pasan viajando por el espacio. Y de tanto en tanto nos visitan, para pedirnos que no hagamos lo mismo. No sea cosa que, algún nefasto día, la Tierra pase a integrar la lista de mundos que sí fueron, pero que ya no son.
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