Sábado, 3 de noviembre de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
Por Pablo Capanna
El famoso empresario P.T. Barnum (aquel que dijo “a cada instante nace un tonto”) no tenía por costumbre dejar escapar un negocio. Entre las atracciones que ofrecía su Circo Barnum exhibió una copia de un supuesto fósil, conocido como el “Gigante de Cardiff”, que venía de provocar grandes polémicas. Puesto que el Gigante original era trucho, el de Barnum resultaba re-trucho, pero aún así el empresario logró sacarle unos cuantos dólares.
El Gigante era un hombre supuestamente petrificado de más de tres metros de altura. Lo habían “encontrado” en 1869 unos obreros que estaban cavando cimientos en Cardiff, Nueva York. Un fabricante de cigarros ansioso de fama lo había mandado tallar en un enorme bloque de yeso y, a pesar de que la historia se derrumbó en cuanto confesaron los escultores, hubo multitudes que desfilaron para verlo.
Si un producto se vende, es porque hay demanda, o por lo menos hay una eficaz promoción que convence a la gente de que lo compre. Muchos de los que iban a ver al falso gigante eran fundamentalistas bíblicos y esperaban tener una prueba de que alguna vez habían existido gigantes. Hacía diez años apenas que Darwin había publicado su obra fundamental, y la polémica recién empezaba. Diez años más tarde, hasta la teósofa Mme. Blavatsky, que se ensañaba tanto con la Biblia como con Darwin, iba a enseñar que gigantes y dinosaurios habían convivido con el hombre. Esa era la clientela de Barnum.
Los fundamentalistas de todos los signos suelen caer en la tentación del fraude. Hasta llega a parecerles justificable, en cuanto sirve a una causa noble por definición. A la fecha, los creacionistas yanquis siguen jurando que tienen una prueba contra Darwin: unas supuestas pisadas humanas entremezcladas con huellas de dinosaurios, que dicen haber hallado en Paluxy Creek, cerca de Dallas.
Más de un siglo antes, alguien quiso darle a Darwin una mano espontánea y fraguó el famoso Hombre de Piltdown. Nunca se supo quién fue, pero la lista de sospechosos llegó a incluir a gente como Conan Doyle y Teilhard de Chardin. Mucho más burdo, el alemán Haeckel inventó al hombre-mono Pithecantropus y la protocélula monera, de los cuales hizo imaginativos dibujos antes de ser denunciado.
Una de las motivaciones más comunes del fraude arqueológico es el nacionalismo. El fraude de Piltdown se pergeñó para probar que el primer hombre había sido inglés. En 1922, el norteamericano Henry Osborn, partiendo de un solo diente, inventó a su propio protohumano, el Hombre de Nebraska o Hesperopithecus, que durante un tiempo anduvo hasta por los libros de texto. Otros pregonaron haber encontrado en territorio estadounidense huellas de la presencia de vikingos, que nunca fueron corroboradas. El japonés Shinichi Fujimura hizo su aporte cuando anunció que había encontrado arcaicas herramientas de piedra en Japón, pero tuvo tan mala suerte que le sacaron una foto cuando las estaba enterrando.
El sensacionalismo puede ser otro motivo. El avance de las ciencias suele ser lento y prosaico, pero los medios necesitan descubrir teorías revolucionarias todos los días, cuando no ponen títulos escandalosos como “Cada vez son más los gordos que están excedidos de peso”.
La pseudo historia y la pseudo arqueología nacen casi siempre en defensa de un interés extracientífico, que puede ser la búsqueda de la fama. También ocurre que quien se cree autorizado a engañar confíe en que la realidad acabará por darle la razón. Esto vale tanto si quiere defender la lectura más pedestre de un texto arcaico como cuando sueña probar que su pueblo tiene un destino manifiesto, trazado por sus gloriosos ancestros.
A veces, la intención es más comercial que ideológica, como ocurrió entre los ‘60 y los ‘80 con la moda de los “astronautas del pasado” de Von Däniken, Berlitz y asociados. Descubrían astronautas en los bajorrelieves mayas, pistas de aterrizajes en la costa peruana y pilas blindadas en el Irán medieval, pero por lo menos no fraguaban pruebas.
Desde que existe la Historia escrita, no faltaron los poderosos que se tentaron de mandar a reescribirla para justificarse, cambiando el elenco de héroes y villanos, el calendario escolar, los censos, las pesas y medidas y hasta el pronóstico meteorológico.
Pero cuando se empieza a violentar la realidad para que se ajuste a nuestros deseos, lo que abarca desde manipular las estadísticas hasta urdir falsas historias y falsos documentos, estamos en problemas. Nos puede llegar a pasar lo mismo que a aquellos ciudadanos descalzos de la novela 1984 que aplaudían de pie el record en la producción de calzado.
Sería difícil encontrar un caso más agudo de violación de la realidad para imponer una ficción política que el caso del nazismo. En poco más de una década se propuso modificar no sólo el presente y el futuro sino hasta el pasado, para construir una pseudo historia que justificara su megalomanía. Uno de los recursos que eligió fue la pseudo arqueología. Aun en medio de una guerra que consumía todos los recursos, dedicó grandes esfuerzos a reconstruir un glorioso pasado germánico que nunca había existido. Según la fórmula de Himmler, “una nación vive feliz en el presente y el futuro si es consciente del pasado de grandeza de sus ancestros”.
Lo que sabían los historiadores de los primitivos alemanes era bastante poco. Estaba casi todo en un libro que escribió el historiador Tácito en el año 98 de nuestra era, para alertar a los romanos. En La Germania, Tácito pintaba una sociedad de temibles y austeros guerreros. Entre ellos, la tribu más importante eran los “Hermiones”. (¡Sí, como la chica de Harry Potter!)
A comienzos del siglo XX, el vienés Guido von List (1848-1919), uno de los ideólogos del racismo esotérico, partió de esa palabra para imaginar toda una civilización. Los primitivos eran los “Armanen” y su milenaria religión se llamaba “Armanenschaft”. En ella, List refundió ideas de la teosofía (de la cual tomó la esvástica y los continentes perdidos), el hermetismo, los rosacruces, los templarios, etcétera.
Una de las ediciones más antiguas de La Germania era un códice del siglo XVII, propiedad de un aristócrata italiano. Cuando Hitler visitó a Mussolini, le exigió la repatriación del texto patrio. Pero como los italianos también eran nacionalistas, le respondieron con una grosería napolitana. En 1943, muerto ya el Duce, un destacamento de la SS hizo grandes destrozos en la villa de Ancona, pero ni siquiera entonces logró encontrar el libro.
El primero en fabular una arqueología fantástica de la germanidad había sido List, convertido al paganismo desde que encontró un altar de Wotan en los cimientos de la Catedral de Viena y peregrinó a las ruinas de la ciudad romana de Carnutum.
List no estaba solo (en su tiempo pululaban los pangermanistas y los racistas), pero sus ideas influyeron en los primeros nazis casi tanto como las de Jörg Lanz.
Aunque sus veleidades ocultistas fueron rechazadas por el régimen, el pangermanismo era ideal para una política expansionista: enseñaba que todos aquellos lugares donde había alguna huella de presencia “germánica” era un territorio usurpado por los bárbaros. Esto no sólo valía para Polonia o Checoslovaquia. Los griegos antiguos, por ejemplo, habían sido germanos puros, como habrán sospechado los lectores de Heidegger.
El patrono de los pseudo arqueólogos nazis fue Heinrich Himmler, el “místico” del régimen. El jefe de policía del Reich soñaba con crear una religión esotérica que hiciera de la SS una “raza de amos”, y quería crear una suerte de Vaticano nazi en el castillo de Wewelsburg. Himmler y el argentino Richard Walther Darré (nacido en el barrio de Belgrano) fundaron en 1935 la Sociedad de Investigación y Enseñanza “Ahnenerbe” (Herencia ancestral), que pronto fue asimilada a la SS, con uniforme y todo.
La Ahnenerbe apenas contaba con algunos arqueólogos profesionales, pero lo que no faltaba eran ocultistas. Al principio se dedicó a recopilar textos, grabados y tradiciones folklóricas, pero en 1938 tuvo su propio Departamento de Excavaciones.
Buscando los orígenes de la raza aria, la organización realizó excavaciones en la isla de Rügen, en Prusia, en Suecia, Polonia y Checoslovaquia. Como para darle la razón a Indiana Jones, el escritor Otto Rahn (enrolado en la SS) visitó las ruinas del castillo de Montségur, último bastión de los cátaros, quizás en busca del Grial. Hubo expediciones a Medio Oriente, a Bolivia, y una al Tíbet, inspirada en las revelaciones de Mme. Blavatsky. No encontraron a la mítica Shamballah, pero se dedicaron a medir centenares de cráneos para definir la pureza racial. Otros grupos eran todavía más delirantes y pensaban que el origen de los arios había que buscarlo en la Atlántida o en esa Hiperbórea de la que hablaba hasta Nietzsche.
El plan de construcción de un pasado imaginario contaba con una rama que hoy llamaríamos “mediática”. Había revistas, museos y parques temáticos, con dioramas donde se mostraba a los ancestros germanos luchando contra las fieras paleolíticas. Muy populares fueron las películas de Lothar Zotz, como Llamas de la prehistoria o La Edad de Bronce alemana.
Si Hitler se había alimentado de ideas “ariosofistas” leyendo la revista Ostara, una vez llegado al poder no estaba dispuesto a tolerar a ningún grupo esotérico, y los persiguió a todos por igual.
El Reichsführer SS Himmler, en cambio, era muy propenso a lo oculto y sobrenatural. Himmler, a quien algunos definían como “un maestro de escuela inteligente”, puso todo su rigor obsesivo al servicio de un proyecto privado. Soñaba con crear una religión y una moral (diametralmente opuesta a la de las masas) para la elite SS. Tendría sus rituales, su templo y su seminario.
El arquitecto de todo este plan fue un personaje, entre siniestro y grotesco, llamado Karl Maria Wiligut (1866-1946). El fue el hombre que diseñó el emblema de la SS “calavera” y organizó los rituales de la SS.
Wiligut era un oficial austríaco, que había llegado a teniente coronel en la Primera Guerra Mundial. Se había retirado en 1919 con cuarenta años de servicio; era aficionado a la heráldica, la toponimia, las runas y el ocultismo. En un momento llegó a creer que podía recordar vidas anteriores, y descubrió que descendía de una estirpe de sabios prehistóricos, los uiligotis.
Con un poco de esfuerzo, Wiligot llegó a inventar una cronología que remontaba la civilización germánica nada menos que hasta los años 228.000 a.C. Pero como no era cuestión de deberle nada a List, imaginó para ello una religión llamada “Irminismo”, que a lo largo de la historia siempre había estado en lucha con los herejes wotanistas.
A comienzos de los años ‘20, Wiligut comenzó a sentirse víctima de una conspiración de católicos, judíos y masones, donde tampoco faltarían los wotanistas. Esto lo llevó no sólo a fundar sus propios grupos antisemitas sino a pasar tres años internado en el manicomio de Salzburgo, con diagnóstico de esquizo-paranoico.
Dado de alta, su fortuna dio un vuelco cuando un amigo lo presentó a Himmler. En una fecha tan temprana como septiembre de 1933 entró a la SS con el seudónimo Karl Maria Westhor. En unos meses era coronel y estaba al frente del Departamento de Prehistoria.
Aparte de su intervención en el diseño de emblemas y uniformes para la SS, Wiligut dirigió una gran investigación en la Selva Negra. Sus acólitos se pasaron meses sacando fotos de cualquier piedra en la que creían ver un rastro del genio germánico y redactando voluminosos informes.
Sus proyectos más ambiciosos fueron interrumpidos por la caída del Reich y murió de un infarto, cuando estaba internado en un campo de prisioneros.
Los delirios de Wiligut habían sido tan agudos como para despertar protestas en la propia Ahnenerbe, que para entonces ya había reclutado algunos profesores universitarios y profesionales de la antropología. Hubo quejas de que Wiligut había llenado el instituto de magos y astrólogos y de que su biblioteca casi no tenía libros científicos. Como ya no quedaban judíos, el coronel Westhor acusó a sus críticos de ser católicos y aun con eso, más de uno habrá caído en desgracia.
En su corta vida, la pseudo arqueología nazi había pergeñado algunas ruinas de supuestos templos arcaicos. También había consagrado aquellos lugares históricos donde los germanos habían derrotado a los romanos o donde habían sido reprimidos por los francos de Carlomagno.
Pero, sin duda, su obra maestra fue la que cometió en el yacimiento arqueológico de Biskupin, Polonia. Allí, los pseudo arqueólogos de la SS encontraron que los restos de un poblado de la Edad de Hierro no se ajustaba a sus teorías sobre la antigüedad de la expansión germánica y procedieron a destruir sistemáticamente las evidencias.
Como diría un psicótico, “si la realidad se empeña en contradecirme, que se prepare para lo peor. No me temblará el pulso para ignorarla”.
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