Sábado, 22 de diciembre de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
Por Mariano Ribas
“Cuando nació Jesús, en Belén de Judea, bajo el reinado de Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén (2:2) y preguntaron: “¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos su estrella en el Este y hemos venido a adorarlo.”
Evangelio según San Mateo, capítulo 2
Perdida en el tiempo y en las espesas brumas del mito y la leyenda, la Estrella de Belén vuelve a brillar cada fin de año. Aparece en tarjetas navideñas, adornos y canciones. Es el icono por excelencia en estos días de apresurados y nerviosos festejos. Y sin embargo, poco y nada se sabe de ella. El misterioso objeto sólo aparece mencionado, y muy brevemente, en uno de los cuatro relatos del Evangelio sobre la vida de Jesús, vinculado a su nacimiento y al legendario viaje de los míticos reyes magos, desde Persia hasta Palestina. Un poco más adelante, el Evangelio de Mateo agrega algo más: “La estrella que habían visto en Oriente iba delante de ellos, hasta que se detuvo encima del lugar donde estaba el niño”.
Y eso es todo lo que dice la Biblia sobre la Estrella de Belén. Dos menciones, pocos datos y muy vagos. Teniendo en cuenta la época y el contexto histórico, nada impide pensar que se tratara tan sólo de un recurso narrativo, o de un impactante simbolismo. No hay que olvidarse que el relato no fue escrito en el momento, sino casi un siglo más tarde. Y por lo tanto, pudo estar adornado y modificado una y otra vez. Por otra parte, no existe ningún registro preciso e independiente desde el punto de vista astronómico. Ante semejante panorama, durante siglos, astrónomos e historiadores se han lanzado al desafío de identificar posibles fenómenos celestes que pudieran ponerse el pesado traje de la Estrella de Belén. Otros, por el contrario, y basándose en la vaguedad de los detalles, y hasta en las contradicciones flagrantes en las que incurren los propios textos bíblicos, creen que la tarea no tiene sentido. Transitemos, pues, el resbaladizo terreno que nos llevará, o no, hasta revelar la identidad del más popular de los iconos navideños.
Para la astronomía, revelar la identidad de la Estrella de Belén siempre ha sido un desafío sumamente tentador. Los historiadores ubican el nacimiento de Cristo en el año 6... antes de Cristo, lo cual “achica” el marco de búsqueda. Aun así, la tarea no es nada sencilla. El relato bíblico es tediosamente incompleto: no se habla de estimaciones de magnitudes (brillos), colores ni formas. Ni mucho menos de coordenadas celestes. En buena medida, esa ausencia de datos precisos resulta comprensible: hace dos mil años, casi nadie pensaba el cielo en términos verdaderamente astronómicos, sino más bien en símbolos y significados. El cielo era una especie de “techo” natural en el que se proyectaban figuras y seres sobrenaturales (las constelaciones). Y también, una especie de pizarra donde los astrólogos creían leer mensajes divinos, codificados a partir de la posición de los planetas, la sorpresiva aparición de un cometa, o los espectaculares eclipses de Sol y de Luna. Eran épocas en las que los asuntos del cielo no necesariamente iban de la mano de lo cualitativo y cuantitativo. Así, no sorprende que el Evangelio sólo haya reparado en el supuesto significado de la “estrella” (la llegada del Mesías), y no en sus características. Sin más datos, y a primera vista, podríamos pensar que, si realmente existió, la Estrella de Belén pudo haber sido cualquier cosa llamativa, astronómicamente hablando. Y fue así, justamente, como se han formulado distintas hipótesis. Algunas se caen a pedazos a poco de analizarlas. Otras salen bastante más airosas.
En principio, lo más fácil de descartar son los fenómenos breves: estrellas fugaces brillantes o la caída de algún gran meteoro. Teniendo en cuenta que los “reyes magos” (que no eran reyes, sino astrólogos; y que probablemente ni siquiera eran tres) recorrieron los dos mil kilómetros que separan a Persia –su lugar de origen– de Palestina, su viaje debió haber durado varios meses. Es razonable pensar, entonces, que nada fugaz pudo haberlos acompañado y guiado durante el largo periplo. En la misma línea de razonamiento, podríamos descartar los eclipses de Sol y de Luna, que si bien no duran segundos, tampoco se extienden más allá de unas pocas horas de punta a punta. Además, los eclipses eran fenómenos bien conocidos en aquellos tiempos (más allá de los falsos efectos que se les atribuían). Y resulta difícil que algo supuestamente extraordinario estuviese ligado a algo tan regular, reiterado y previsible como las danzas del Sol y la Luna.
¿Pudo haber sido una estrella brillante, como Sirio o Rigel, asomando por el Este? Difícilmente, porque las estrellas estaban totalmente identificadas, tanto en su posición en el cielo como en sus trayectorias y épocas de visibilidad. No podían ser especialmente llamativas a la hora de “anunciar” algo tan especial (el nacimiento del “Rey de los Judíos”). Un poco más potable parece la hipótesis de las novas, las “estrellas nuevas” que se encendían de golpe. Si bien existen ciertos indicios de una nova (una estrella que sufre un aumento de brillo, sin estallar) observada por astrólogos chinos y coreanos en el año 5 antes de Cristo, las dudas superan a las certezas (incluso, hasta pudo haber sido un cometa, como veremos más adelante). En cuanto a las supernovas, fenómenos mucho más espectaculares (porque son el estallido furioso y súper luminoso de una estrella), tampoco hay mucho que decir: no existen registros, relatos o indicios de ningún pueblo antiguo que hagan referencia a semejante estallido celeste en aquellos tiempos. Y eso que los chinos eran maestros en el tema.
A partir de la iconografía clásica (que se encarnó incluso en obras maestras de la pintura, como “La Adoración de los Reyes”, de Giotto, de 1306) la imagen tradicional de la Estrella de Belén es la de un cometa. En estos días, las “estrellas con cola” aparecen en casi cualquier cosa vinculada a la navidad, desde luminarias callejeras hasta tarjetas, juguetes, bebidas, y sabrosas y empalagosas golosinas. Tal es la fuerza de esa identificación, que muchos han caído en la tentación de vincular al más famoso de los cometas, el Halley, con la Estrella de Belén. Pero el cometa Halley pasó por las cercanías de la Tierra varios años antes del nacimiento de Jesús, más precisamente en el 11 a.C. ¿Pudo haber sido, acaso, otro cometa?
Los chinos también eran observadores maestros en materia de cometas. Y sus atlas comentarios del siglo III antes de Cristo son de lo mejor que nos ha legado la antigüedad. Sin embargo, ni ellos ni ninguna otra cultura de aquel entonces parece haber registrado un cometa en el año del nacimiento de Cristo. Sólo existe una referencia en las crónicas de un tal Ho Pen-Yoke, que menciona un supuesto gran cometa que apareció en el año 5 a.C. Pero bien podría haber sido una nova (ya mencionada antes). Sea como fuere, hay algo que no cierra: ese objeto permaneció en el cielo del Este. Y si bien es cierto que en el Evangelio de Mateo dice que la estrella apareció en Oriente, luego debió haber cambiado de posición, porque si los reyes viajaban de Persia hacia Palestina, iban hacia el Oeste. Entonces nunca podían haber sido “guiados” por algo que se quedó clavado en Oriente. Sin meteoros, eclipses, estrellas brillantes (explosivas o no), ni cometas, el cerco parece cerrarse considerablemente. Si la Estrella de Belén realmente existió como evento celeste (y no fue una mera alegoría, metáfora o adorno narrativo), la opción astronómica más potable parecen ser los planetas y sus juegos en el cielo.
Al igual que las estrellas notables, parece poco creíble pensar que un planeta, por si solo, pudiese asociarse a la Estrella de Belén. Por brillante que fueran, empezando por el espectacular Venus, difícilmente podrían confundirse con una señal del cielo ante un evento extraordinario. Los planetas no eran nada especial ni novedoso, porque siempre formaron parte del paisaje celeste (más allá de sus continuos cambios de posición con respecto a las estrellas de fondo). Sin embargo, sus propios movimientos los llevan a formar curiosos y apretados dúos, tríos y hasta cuartetos y quintetos (aparentes, claro). Esas “conjunciones” sí podían llamar la atención, tanto desde el punto de vista visual y astronómico como desde lo astrológico. A no olvidarse que los “reyes” eran astrólogos, y como tales estaban alertas ante cualquier supuesta “señal” del cielo (de hecho, la Estrella de Belén los habría alertado del nacimiento de Cristo).
La pregunta sale sola: ¿qué conjunciones notables ocurrieron en aquel entonces? A partir de distintas fuentes, y fundamentalmente, hoy en día, de la mano de programas de computación que simulan el aspecto del cielo en cualquier época y lugar fue posible identificar algunas notables conjunciones planetarias que pudieron haber sido la Estrella de Belén. Ya en 1968, Roger Sinnott, un especialista en temas astronómicos de la revista Sky & Telescope, hizo notar que el 17 de junio del año 2 antes de Cristo, Venus y Júpiter (los dos planetas más brillantes), protagonizaron una espectacular conjunción en el Oeste, luego de la puesta del Sol. Aparecieron tan “pegados” (apenas separados por 40 segundos de arco, o sea, unas 40 veces menos que el tamaño aparente de la Luna en el cielo) que sumaron sus brillos en el cielo, dando la impresión de ser un único objeto. Pero este singular fenómeno tiene varias contras: por empezar, la fecha, que es demasiado tardía. Por otra parte, la conjunción Venus-Júpiter se vio en el Oeste, y los magos habían sido alertados por algo que asomó por el Este. Finalmente, la duración del fenómeno fue demasiado breve, porque en los días siguientes ambos planetas se abrieron en el cielo.
Lo que sí coincide temporalmente es un curioso fenómeno propuesto por el astrónomo estadounidense Michael Molnar, de la Universidad de Rutgers: el 17 de marzo del año 6 antes de Cristo la Luna ocultó y luego dejó reaparecer al planeta Júpiter en la constelación de Aries, que, según él, era la que por entonces estaba astrológicamente asociada al pueblo judío (y no Piscis, como dice la tradición). El fenómeno volvió a verse en abril de ese año. Y según Molnar, desde el punto de vista simbólico, pudo haberse ligado al nacimiento del nuevo rey de los judíos. El punto débil de este escenario es que la ocultación y reaparición de Júpiter ocurrió durante el día. O sea, fue invisible a ojo desnudo. Y esto nos deja cara a cara con la explicación astronómica más universalmente extendida. Una variante nada novedosa, por cierto.
En 1614, el gran Johannes Kepler calculó que en el año 7 antes de Cristo los planetas Júpiter y Saturno habían protagonizado tres conjunciones bastante llamativas. Y así fue, tal como podemos comprobar hoy en día con cualquier simulador de cielos en nuestras computadoras. El coqueteo celestial entre ambos planetas comenzó en mayo de ese año, cuando se los pudo ver en el cielo del amanecer (en “Oriente”). En los meses siguientes, el apretado dúo fue desplazándose lentamente hacia el Oeste. Y durante todo el mes de octubre, y a medianoche, permanecieron muy cerca uno de otro, ya en pleno cielo occidental. Finalmente, a principios del año 6 a.C., se les sumó Marte, agregándole más dramatismo al cuadro celestial. Salvo por la fecha, tal vez algo temprana, esta conjunción Júpiter-Saturno encaja bastante bien con los pocos datos que surgen del Evangelio de Mateo: una “estrella” brillante, duradera, apareciendo inicialmente por el Este pero luego “moviéndose” hacia el Oeste con los meses. Así, bien pudo “acompañar” y “guiar” a los reyes hasta Belén.
¿Asunto resuelto? La verdad que no: los cálculos indican que en aquella oportunidad, Júpiter y Saturno no llegaron a juntarse tanto en el cielo como para llamar especialmente la atención. Incluso, teniendo en cuenta el estudio de tablas babilónicas de la época, parece que los astrólogos tampoco le prestaron especial importancia a la conjunción. ¿Y entonces? Una de las variantes más ingeniosas para salir del paso la propone Mark Kidger, astrónomo del Instituto de Astrofísica de Canarias. El dice que, en realidad, la Estrella de Belén no fue un solo acontecimiento, sino la combinación de los dos fenómenos antes mencionados, ambos ocurridos entre el año 7 y 6 antes de Cristo: la ocultación de Júpiter por la Luna, e inmediatamente después la triple conjunción Luna-Júpiter-Saturno, habrían sido las señales celestes que alertaron a los reyes del nacimiento de Cristo.
Así las cosas, y luego de examinar a los candidatos celestes más razonables, la astronomía no tiene mucho más que decir. Y en realidad, hay quienes creen que eso tampoco tiene mucho sentido: en un reciente artículo publicado en la revista Sky & Telescope, novedoso y polémico, por cierto, un especialista en el tema dice, directamente, que la Estrella de Belén es un tema absolutamente inabordable, tanto histórica como científicamente. Según Aaron Adair, que trabaja en el Planetario Abrams, de la Universidad de Michigan, “la búsqueda de un carácter astronómico para la Estrella de Belén está fatalmente errada, y la confiabilidad histórica del relato es muy poca como para tomar de hecho”.
Por empezar, Adair descarta toda asociación con cometas, simplemente porque en la antigüedad, estos astros eran vistos como señales del mal, de muertes y de catástrofes. También saca del medio a novas y supernovas, ante la ausencia de registros confiables a nivel mundial. Con respecto a las conjunciones planetarias, apunta algo por demás atendible: la astrología antigua estaba muy pobremente sistematizada (menos que ahora, incluso), y eso llevaba a múltiples interpretaciones –buenas y malas– ante los mismos hechos observables. Y eso sin contar que la religión nunca se llevó bien con las prácticas adivinatorias y las supersticiones. Adair va más allá: al analizar el texto original (en griego) concluye que allí dice, indiscutiblemente, que la Estrella de Belén “se detuvo” cerca del lugar donde nació Jesús. Y la verdad es que ninguna cosa astronómica se detiene en el cielo.
Pasando al terreno histórico, el especialista hace notar distintas incongruencias en las propias fuentes bíblicas. Incluso en lo que se refiere al mismísimo nacimiento de Jesús: en el Evangelio de Mateo se dice que Herodes estaba vivo en ese momento. Pero en Lucas se afirma que Jesús nació cuando se estaba realizando el famoso censo de Quirinio, cuando Judea pasó a formar parte del Imperio Romano. Y eso fue en el año 6 después de Cristo. En suma, dice Adair, no hay terreno firme donde posarse: fuera del Evangelio, no existen registros claros de algo especial en los cielos de la época; los propios textos que mencionan a la Estrella de Belén fueron escritos un siglo más tarde; y probablemente se adornó con elementos míticos y fantásticos de otros relatos contemporáneos. Su conclusión es tan fuerte como concisa: “un creyente puede decir que la Estrella de Belén fue un milagro local. Un historiador puede calificar a la historia como ficcional, o al menos, no investigable. En uno y otro caso, la astronomía es irrelevante”.
Quizá no sea para tanto, al fin de cuentas, el solo ejercicio de explorar la posible identidad astronómica de la Estrella de Belén resulta por demás interesante. Y en cuanto a la incertidumbre, las brumas y el misterio, tampoco están tan mal. Al fin de cuentas, de historias, reales o fantásticas, vivimos.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.