Sábado, 29 de diciembre de 2007 | Hoy
CIENCIA Y LITERATURA: FRANKENSTEIN Y LAS PRIMERAS REVOLUCIONES DE LA ELECTRICIDAD
Por Claudio H. Sanchez
A fines del siglo XVIII el anatomista italiano Luigi Galvani experimentaba sobre un nuevo fenómeno: la “electricidad animal”. Bajo ciertas condiciones, tocando con un bisturí las patas de una rana muerta, el animal se sacudía como si estuviera vivo. En realidad, los experimentos de Galvani demostraban que el contacto de dos metales en una solución salina podía producir electricidad y condujeron más tarde a la invención de la pila eléctrica por parte de otro italiano, Alessandro Volta. Pero en un primer momento dieron lugar a la creencia de que la electricidad podía devolverles la vida a los muertos. De alguna manera, parecía que muerte + electricidad = vida.
Esta idea tuvo mucha influencia en la literatura. En 1816, el poeta inglés Percy Bysshe Shelley y su amante Mary Wollstonecraft (con quien se casó a fines de ese año) se encontraban temporalmente en Ginebra y solían pasar largas veladas discutiendo de diversos temas con su vecino Lord Byron. En una de esas ocasiones hablaron sobre las experiencias de Galvani. La idea de resucitar a los muertos con la ayuda de la electricidad era un tema interesante para una novela y los tres amigos decidieron escribir algo al respecto. O, por lo menos, intentarlo.
El resultado fue Frankenstein o el moderno Prometeo, escrita por Mary W. y firmada con su apellido de casada. En el prólogo a la edición de 1831, la propia autora cuenta cómo se le ocurrió el argumento: “Quizá fuera posible reanimar un cadáver. El galvanismo había sugerido cosas por el estilo. Quizá fuera posible fabricar los elementos de una criatura, reunirlos e infundirles calor vital”.
Según los conocedores del tema, Frankenstein puede considerarse la primera novela de ciencia ficción de toda la historia, donde un fenómeno científico jugaba un papel central en la trama. Y, seguramente, contribuyó a mantener la creencia de que electricidad+muerte=vida. Todavía a principios del siglo XX eran populares las llamadas “terapias galvánicas” que prometían curas milagrosas mediante la aplicación de electricidad. Se aseguraba que los dolores de cabeza, el reumatismo y hasta el cáncer o la tuberculosis podían curarse con choques eléctricos.
Los fenómenos eléctricos se conocen desde la época de los antiguos griegos. Se cree que Tales de Mileto, alrededor del año 600 a.C., fue el primero en descubrir las propiedades de la electricidad al frotar barritas de ámbar (más o menos como hacemos nosotros con un peine de plástico). Y a este fenómeno le debe la electricidad su nombre: “ámbar”, en griego, se decía “electrón”.
Durante muchos siglos la electricidad fue una fuerza misteriosa sin ninguna aplicación práctica. Tal vez por eso la gente le atribuía propiedades milagrosas, como la de devolver la vida. O, por lo menos, la salud.
Hasta bien entrado el siglo XIX, el único resultado práctico de las investigaciones sobre la electricidad fue el pararrayos, inventado a mediados del siglo XVIII por Benjamin Franklin. Podemos decir que el pararrayos fue el primer artículo electrodoméstico.
Este panorama cambió hacia 1830. A partir de ese momento, y en menos de cincuenta años, aparecieron el telégrafo, el teléfono, la lámpara incandescente, el ferrocarril eléctrico y muchas de las aplicaciones que se desarrollaron y popularizaron en el siglo siguiente.
¿Por qué se inventaron tantas cosas en tan pocos años, luego de siglos casi sin avances prácticos? Todo se debió a una serie de experimentos muy parecidos realizados alrededor de 1820 por varios científicos en distintas partes del mundo: Michael Faraday en Inglaterra, André Ampere en Francia, Joseph Henry en Estados Unidos y Hans Christian Oersted en Dinamarca.
Estos experimentos tenían que ver con la relación entre la electricidad y el magnetismo. Ya se sabía que arrollando un alambre alrededor de una barra de hierro, y haciendo circular una corriente eléctrica por el alambre, la barra se convertía momentáneamente en un imán, en un electroimán. Entonces los científicos trataron de fabricar el dispositivo opuesto a este electroimán: de alguna manera se debería poder producir electricidad con el empleo de imanes.
Lo que se consiguió, como consecuencia de los experimentos de Faraday, Ampere, Henry y Oersted, fue producir electricidad moviendo un alambre en las inmediaciones de un imán. Es decir, no alcanza con juntar el alambre y el imán: hay que agregar movimiento. Y esto es el principio de funcionamiento del generador eléctrico: producir electricidad mediante el empleo de energía mecánica.
La invención del generador eléctrico fue muy importante porque, hasta ese momento, la única forma de disponer de electricidad era con baterías, como las inventadas por Volta. Y no había forma de obtenerla en grandes cantidades, como no fuera juntando muchas baterías llenando habitaciones enteras. Con electricidad abundante, hubo muchas cosas que hacer con ella.
El funcionamiento del generador eléctrico también puede resumirse en una ecuación: magnetismo + movimiento = electricidad. Invirtiendo las cosas puede obtenerse magnetismo + electricidad = movimiento. Y ésta es una forma de describir un motor eléctrico. En cierta forma, un motor eléctrico es un generador al revés. Y viceversa. Tanto el motor como el generador son hijos de los experimentos de Faraday y sus colegas.
Con la electricidad abundante producida por los generadores y la posibilidad de mover máquinas con esa electricidad, comenzó la era de la electrotecnia, de las aplicaciones prácticas de la electricidad. Es lo que se llama la segunda revolución industrial (la primera fue la del vapor).
Sin embargo, al principio pocos imaginaron que los descubrimientos de Faraday y los demás iban a tener tantas consecuencias. Dicen que un funcionario del gobierno inglés, que presenció una demostración pública del experimento de Faraday con el imán y los alambres, le preguntó si todo eso servía para algo. Dicen que Faraday contestó: “Señor, en unos años usted estará pagando impuestos por esto”.
La anécdota tiene muchas variantes y se atribuye a diferentes personas. Así que tal vez no sea cierta. Pero estamos de acuerdo con que el pronóstico fue muy acertado.
En una carta fechada en Roma en 1847, Sarmiento le comenta al obispo de Cuyo su visita a las ruinas de Pompeya: “Lástima que no pueda aplicarse a las ciudades muertas de sofocación, como a los seres animados, el galvanismo, para hacer la tentativa de volver a la vida este cadáver guardado diecisiete siglos”.
La carta está en el libro Viajes por Europa, Africa y América.
Como en el prólogo de Mary Shelley, la palabra clave aquí es “galvanismo”. ¿Tal vez Sarmiento había leído Frankenstein? No lo sabemos pero, en cualquier caso, no podía ser ajeno a las ideas de su época, según las cuales muerte + electricidad = vida.
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