NOTA DE TAPA
› Por Pablo Capanna
A riesgo de exagerar me atrevería a decir que las palabras, tanto las que usamos como las que otros usan para usarnos, dominan nuestro destino de un modo mucho más decisivo que todos los astros del horóscopo. Se me ocurre esto porque acabo de descubrir hasta qué punto incidieron en mi vida dos palabras, ambas creadas por un escocés de quien hasta hace poco sólo conocía el nombre.
Una es “conurbano”, y está en boca de todos los políticos. La otra es “tecnarquía”: un término filosófico que fue acuñado para definir a la civilización tecnológica, aunque no tuvo suerte.
Esas palabras las inventó un escritor olvidado, Patrick Geddes (1854–1932). Era botánico y geógrafo de formación, admiraba al utopista William Morris, y tenía vastísimos intereses, que incluían el urbanismo. El señor Geddes influyó en mi horóscopo sociocultural de un modo curioso.
Ocurre que hace muchos años que vivo en el conurbano, y fue allí donde escribí un libro titulado La Tecnarquía. Por supuesto, el conurbano bonaerense, con su feudalismo, sus calles de barro y sus tanques atmosféricos, no se parece en nada al vergel residencial que soñó Geddes. La Tecnarquía, por su parte, es un libro ignorado, y si cada tanto algún europeo lo cita es porque ignora dónde vive su autor. Si se enterara, se moriría de risa.
Probablemente Geddes también hubiera sido completamente olvidado, de no ser por su amigo el estadounidense Lewis Mumford (1895-1990), que puso su prestigio al servicio de sus ideas y logró introducirlas en los grandes debates. Tanto lo admiraba que le puso por nombre Geddes a su único hijo.
Mumford fue uno de esos intelectuales que los Estados Unidos supieron generar en épocas más felices, al estilo de William James o Henry Adams. Difícilmente se encuentre hoy algo parecido en los cuadros académicos, más preocupados por su propia supervivencia que por dar respuestas a la sociedad.
Alguien le puso el rótulo de “ecologista olvidado”, pero se diría que el manoseo que ha sufrido la palabra “ecologista” no termina de hacerle justicia.
Si a Geddes lo definían como “profesor de temas generales”, Mumford fue el crítico de casi todo. En la época en que le tocó vivir, un autodidacta todavía podía tener cierta autoridad intelectual, quizá porque había quien confiaba más en el contenido de los libros que en las solapas y contratapas.
Mumford había conocido un mundo que hoy cuesta imaginar, y era capaz de recordar los tiempos en que Broadway se diluía en el campo, entre baldíos y gallineros. No tenía títulos universitarios, ni de los otros. Dejó el College después de un solo año de estudios, alarmado por un diagnóstico de tuberculosis. Pasó una corta temporada en la Marina y luego comenzó a abrirse paso en el periodismo. En esos tiempos no había manuales de estilo, ni ciencias de la comunicación, pero siempre era posible que se colara algún buen escritor.
Lector omnívoro, se destacó por su capacidad para moverse cómodamente en el campo de la ciencia y la tecnología tanto como en el de la cultura y la sociedad.
Fue él quien rescató del olvido la obra de Herman Melville y lo hizo clásico. También ayudó a encumbrar a Louis Sullivan y Frank Lloyd Wright, y difundió las ideas de Geddes sobre la integración de la ciudad y el paisaje.
Pero, a pesar de ser amigo de Frank Lloyd Wright, no dudó en describir al Museo Guggenheim como “una monumental caja de píldoras”, y en 1970 criticó duramente el World Trade Center cuando recién lo estaban construyendo.
Sufrió la influencia de Spengler (casi inevitable en su tiempo), pero la despojó de ese pesimismo que prologaba el fascismo. Fue amigo del sociólogo Thorstein Veblen, pero se opuso a la tecnocracia cuando se convirtió en un movimiento político, y no dejó de distanciarse del elitismo cultural de Eliot o Adams.
También fue amigo de Vannevar Bush, el cerebro de aquello que sería el sistema de investigación y el complejo militar-industrial. Fue belicista en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, pero la pérdida de su hijo lo hizo cambiar radicalmente. En 1946 ya era uno de los primeros en oponerse al armamentismo nuclear.
Sus ensayos, desde Historia de las utopías (1922) hasta Apuntes del natural (1982) mantuvieron una gran audiencia por décadas. Sus ideas influyeron sobre E. F. Schumacher, el economista de los “verdes”; sobre Herbert Marcuse, el filósofo de la izquierda sesentista; y sobre Marshall Mac Luhan, el profeta de los medios. No es poco.
Recientemente, la filosofía de la tecnología ha llegado a los planes de estudio, pero el pragmatismo ha hecho que fuera relegada a los ingenieros.
Es sabido que los profesores no descansan hasta reducirlo todo a cuadros sinópticos o precisas enumeraciones. Son ellos quienes sentenciaron que en este campo hay dos escuelas: la “ingenieril” del alemán Ernst Kapp y la “humanista” de Mumford.
En realidad, las diferencias no son tantas, porque de un modo más o menos indirecto ambas líneas provienen del romanticismo. Sólo que en el caso de Mumford se percibe algún eco del utopismo social y del anarquismo teórico.
Mumford inició su carrera ocupándose de la historia de las ciudades y la utopía, pero le dedicó a la tecnología varios libros, desde Técnica y civilización (1934) hasta El mito de la máquina (1970). En su última etapa se puso bastante pesimista y evocó una pesadilla de Leonardo Da Vinci para hacer sombríos pronósticos sobre el avance de la manipulación.
Aun cuando en el ámbito anglosajón es costumbre hablar de “tecnología”, Mumford seguía el criterio europeo y prefería la palabra “técnicas”. No era una extravagancia. Pensaba que la tecnología era parte de la técnica: un concepto más amplio, que incluye arte, costumbres, juego e instituciones.
Más precisamente, definía a la técnica como “la interacción entre el medio social y la innovación tecnológica”. Pensaba que lo que importa no son sólo las máquinas, los procesos, los recursos o la energía, sino la forma en que cambian la vida en sociedad.
Mumford fue uno de los primeros en pensar la historia de las técnicas como algo más que una lista de inventos. No era demasiado optimista y no dudaba en comparar la desmesura de los emperadores asirios con la lógica del Pentágono, el Kremlin, las multinacionales y la carrera armamentista.
Tampoco dejaba de comparar la obsesión por la conquista del espacio con la sublime inutilidad de las pirámides egipcias, monumentos elevados a la gloria de un solo hombre. Como era imaginable, fue uno de los primeros en oponerse a la intervención norteamericana en Vietnam.
Para muchos, Mumford es el filósofo de las ciudades. Para otros es el historiador de la técnica y también hay quienes apelan a él en busca de una versión alternativa del progreso.
Una de sus contribuciones a la historia de la técnica es una periodización hecha en función de los recursos energéticos, que a grandes rasgos aún conserva validez.
Si bien opinaba que las herramientas habían sido sobrevaluadas para la historia de la civilización, Mumford trazaba una analogía con el Paleolítico y el Neolítico.
La era “Eotécnica” o preindustrial recurría a la energía hidráulica y eólica, gracias a dos innovaciones tan importantes como la rueda hidráulica (siglo II a.C.) y el molino de viento (s. XI). El transporte se hacía por ríos y canales.
La entrada en la era “Paleotécnica” (la Revolución Industrial) la marcaba la invención del reloj mecánico. Mumford tomó esta idea de Marx, quien señaló que sin la medición del tiempo de trabajo nunca hubiera podido existir la industria moderna.
Pero, en su visión, el Paleotécnico era tan primitivo como el Paleolítico. Mumford fue uno de los primeros que denunciaron, además de la explotación y las condiciones de trabajo, la contaminación y el derroche de recursos, con un criterio que hoy llamaríamos ecológico.
Solía recordar que el trabajo en las minas, que hasta entonces había sido un castigo, se volvió una forma normal de vida cuando el capitalismo industrial comenzó a levantar esos sombríos barrios obreros de la época de Dickens.
La siguiente etapa era la “Neotécnica”, que usaba la electricidad y el motor de explosión. La última, que Mumford profetizaba para el futuro cercano, se llamaría “Biotécnica”.
La imaginaba orientada hacia una “politécnica”, que apuntara más a la calidad de vida que al crudo beneficio. Pero por una ironía de la historia, la Biotecnología, que efectivamente estaba gestándose cuando Mumford aún vivía, nació sometida a criterios de lucro.
Según una de las tesis más paradójicas de Mumford, hubo máquinas antes de que existieran la mecánica y la industria. Eran “máquinas” humanas compuestas por centenares de cuerpos las que levantaron enormidades como las Pirámides egipcias, la Gran Muralla china, los templos mayas o el canal de Corinto romano.
Ningún arqueólogo encontrará sus restos. Si los encuentra, no los identificará como piezas de una máquina porque se componían de seres humanos ensamblados, sincronizados y controlados por una dura disciplina. Quizás el único fósil que nos dejó la Megamáquina sea aquel ejército de guerreros chinos de terracota que Mumford no llegó a conocer.
La primera máquina de carne fue bélica: la falange, la centuria, el batallón o el regimiento eran sistemas mecánicos muy eficientes, pero las únicas huellas que dejaban eran montones de huesos.
De la máquina de combate nació esa máquina de trabajo que construyó los grandes monumentos para endiosar la voluntad del déspota. Mumford sugiere que quizás hayan nacido para aprovechar el exceso de mano de obra que la economía campesina de subsistencia no alcanzaba a ocupar.
Ya fueran esclavos o asalariados, eran hombres arrancados de su aldea, puestos a disposición del Estado. Su sistema nervioso era la burocracia, que no en vano nació en Egipto y China.
En los bajorrelieves asirios, donde los emperadores se jactaban de sus masacres, Mumford veía retratada la Megamáquina: centenares de individuos encorvados, tirando de cuerdas, cargando piedras o empujándolas, estrechamente vigilados por una jerarquía de capataces que les transmiten órdenes y garantizan que las cumplan.
A Mumford también se le ocurrió relacionar la técnica con el autoritarismo y la libertad. Para él, las innovaciones técnicas del tipo de la rueda hidráulica o el molino de viento eran más democráticas, en cuanto descentralizadas, flexibles y variadas.
Las dos revoluciones industriales, en cambio, habían sido “monotécnicas”, es decir dominadas por una innovación casi excluyente. El ferrocarril y la máquina de vapor habían construido la sucia Cokesville de Dickens en la era Paleotécnica.
En la Neotécnica, el automotor exigía “sacrificios rituales”: los accidentes de tránsito. Se podría decir que Mumford también hubiera considerado monotécnica a las tecnologías del presente, que ofrecen más comunicación que salud.
A todo esto, las megamáquinas burocráticas han sido desactivadas, al punto de volverse ineficientes con la demolición del Estado. ¿Se puede hablar todavía de megamáquinas humanas, cuando las masas están más atomizadas y anómicas que nunca?
Acabo de darme cuenta de que en el conurbano, la locomotora electoral del país, impera una megamáquina, improductiva a los fines de la producción de bienes y servicios, pero muy eficaz a la hora de acumular poder y controlar el descontento.
Sumamente flexible, puede estar al servicio de distintos faraones, sátrapas, capataces y punteros, pero crece y se consolida con el tiempo, porque todos la usan.
Ahora no se llama Megamáquina. Le dicen el Aparato.
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