NOTA DE TAPA
› Por Sergio Federovisky
Como cada verano, como cada vez que hace mucho calor (al igual que ante cada ocasión en que hace mucho frío, naturalmente en invierno), se desatan los cortes de luz y brotan los comentarios de especialistas –probos o arribistas– acerca de la crisis energética.
Dichos escribas recitan una ristra de términos opacos que destilan kilovatios por doquier. Al parecer, sólo hablan –o escriben– de energía y no hay espacio para otra cosa.
Sin embargo, rascando la noticia, puede descubrirse que, máxime en los tiempos de cambio climático y elevados impactos ecológicos, hablar de energía es hablar de medio ambiente. Repito: hablar de energía, pensar sobre energía es hablar, pensar, proyectar y debatir sobre medio ambiente. Vayamos por cortes:
La Argentina tiene una capacidad de generar entre 18.000 y 20.000 megavatios, según la cifra sea difundida por el Gobierno o las empresas distribuidoras. Hay, igualmente, un consenso en que ese parque energético debe ampliarse.
La pregunta es: ¿puede, en la era del calentamiento global, imaginarse un esquema de nuevas fuentes de generación de electricidad idéntico al que impregnaba a los estados en épocas del desarrollismo industrialista de los cincuenta o sesenta?
Las megaobras entonces idolatradas dejaban al desnudo la idea de que el progreso (ya fuera por la persecución de la plusvalía, en el mundo capitalista, o a favor del supuesto “interés social” del socialismo real) era resultado de la transformación de la naturaleza.
Un apologeta de aquella tesis, el historiador de la ciencia John Bernal, describía a fines de los sesenta, con la misma devoción con que un chico devora una golosina, que “los grandes ríos como el Volga, el Don y Dnieper se están convirtiendo en una serie de lagos separados por presas con esclusas y centrales eléctricas”. Increíblemente, se valoraba esa barbarie hidrológica como una señal de progreso.
Cierto es que la Argentina no es un gran –ni siquiera un importante– contribuidor de gases de efecto invernadero a escala planetaria. Sin embargo, suena anacrónico, y hasta de mal gusto, que ante la necesidad de generar más energía se anuncie una y otra vez la construcción de nuevas centrales térmicas, en un mundo en el que un incremento de dos grados en la temperatura global provocará daños ambientales irreparables.
En ese mundo, el 88 por ciento de la energía empleada por la humanidad proviene de combustibles fósiles. Calificada ecológicamente, la Argentina ostenta una de las peores matrices energéticas del continente: la capacidad de generación está conformada en un 87 por ciento entre gas y petróleo, 6 por ciento hidroelectricidad, 4 por ciento nuclear y un 3 por ciento de diversas opciones.
Entre estas últimas “diversas opciones” descuellan por su ausencia las llamadas energías alternativas, aquellas que una nación con el medio ambiente como cuestión de Estado debiera privilegiar.
Sin embargo, tanto ese resultado como la falta absoluta de incidencia en cualquier programa de mediano plazo confirman que son políticamente testimoniales y técnicamente insignificantes.
Y la Argentina debiera privilegiar la futura composición “ecológica” del parque energético, pues si bien es verdad que no es un accionista principal de la contaminación global que conduce al cambio climático, sí es una víctima privilegiada: la temperatura promedio del país subió un grado en los últimos treinta años.
Ante la necesidad de producir más luz, algún economista arcaico, de los que creen que las grandes obras representan a las grandes economías, pedirá –parafraseando al inglés John Bernal– que se transforme la naturaleza para obtener la “energía limpia y renovable de las represas”. Se defenderá alegando que se harán los estudios de impacto ambiental (como los que el Banco Mundial “exigió” en Yacyretá, un monumento a la devastación ecológica), aunque sabrá que, como decía el ecólogo español Ramón Maraglef, “lo que realmente importa nunca se anticipa”.
Los investigadores platenses Néstor Gabellone y Adela Casco, aun sin llegar al punto de que se piense que son fundamentalistas contrarios a la construcción de embalses, reconocen que “las evaluaciones o anticipaciones del impacto ambiental de la construcción de un embalse sobre los sistemas naturales son siempre muy limitadas” porque las condiciona el negocio.
Lo que sigue es un listado de los efectos negativos comprobados en las represas existentes en la Argentina, según un trabajo científico de esos investigadores: pérdida de ambientes naturales únicos y de suelos fértiles; barrera para peces migrantes; pérdida de peces nativos; modificación de drenaje original provocando inundaciones; aparición de enfermedades antes inexistentes; proliferación de especies plaga; traslado masivo de poblaciones; contaminación por exceso de materia orgánica en el agua.
Un estudio de la Comisión Mundial de Represas de las Naciones Unidas da doce razones por las que las hidroeléctricas están contraindicadas para el desarrollo sustentable. Dice, además, que por su naturaleza (capital intensivo, construcción demorada, centralizada, dependiente de los grandes centros de demanda) no suplen las necesidades de quienes precisan electricidad, sino de aquellos que garantizan el negocio: Paraguay es dueño de dos “medias” represas (Yacyretá e Itaipú) y la mitad de los paraguayos no tiene electricidad.
Y el documento cita al propio Banco Mundial –el histórico financiador de represas– para desmentir que se trate de una energía renovable, es decir aquella que no se agota con el uso. La sedimentación disminuye cada año un 1 por ciento de la capacidad de los embalses. Contabilizando las 48.000 represas desparramadas por el planeta, habría que construir entre 240 y 480 cada año sólo para mantener la capacidad global de reserva.
Algunos otros, suponiendo la prescripción de accidentes de lesa ecología como Three Miles Island o Chernobyl, buscarán reflotar la energía nuclear, endiosada por quienes la imaginan –falsamente, según lo demostrado por la historia del Tercer Mundo– vehículo de independencia científica y tecnológica.
Pese al optimismo, chocarán contra el costo excesivo del kilovatio atómico y, gracias al concepto de esperanza matemática, contra la ausencia de infalibilidad y el alto riesgo: en julio del 2007, un terremoto superó cálculos ingenieriles (siempre falibles, en tanto humanos) y provocó una rotura de un reactor nuclear con una fuga radiactiva al mar del Japón, que baña uno de los países tecnológicamente más seguros del mundo.
Si falta tiempo para construir nuevos instrumentos de generación de energía y no hay demasiada vocación de salvar la falta de plusvalía e igualmente invertir en energía solar o eólica, ahorremos, dice la actual consigna revolucionaria de Naciones Unidas y sus países miembro.
La pregunta, en este caso, es si eficiencia es apenas –o principalmente– trocar bombitas comunes por aquellas de bajo consumo. Los investigadores mendocinos Néstor Mesa y Carlos de Rosa evaluaron que la mitad de la energía incorporada a una casa, básicamente para calefacción y calentamiento de agua, se pierde por ineficiencia.
La consultora internacional Ecofys, especializada en energías alternativas y eficiencia energética, evaluó que solamente adoptando medidas “menores” (apagar el modo stand by en los electrodomésticos, reemplazar lámparas incandescentes o mejorar tipos de motores) se puede ahorrar de un 30 a un 45 por ciento de electricidad en la industria y de un 40 a un 80 por ciento en los hogares y la vía pública.
Ocurre que no son los espasmos sino las políticas de Estado, que consideran el largo plazo como aquello que empieza hoy, lo que cambia el rumbo de una tendencia. Ahora todos gritan a favor de la eficiencia, sin reparar por ejemplo que en el año 2003 comenzó a caminar por los pasillos del Senado nacional un proyecto de ley de Uso Eficiente de la Energía. No había crisis periodísticamente instalada ni demanda política alguna, por lo que deambuló sin más suerte que su permanencia en algún archivo.
En el 2006, la resolución 319 de la Secretaría de Industria y Comercio estableció la obligatoriedad de incluir una etiqueta de eficiencia energética en los electrodomésticos. El fundamento es contundente: según el modo en que sea fabricada, una heladera no eficiente consume hasta un 40 por ciento más que una eficiente.
Pero como esto es Argentina, se sabe que los artefactos (en especial los tan castigados aires acondicionados y dentro de ellos los split, convertidos en el desiderátum del consumo debido al estatus social que hipotéticamente denotan) que se venden en cómodas cuotas son los más ineficientes y que la exigida etiqueta que lo señala casi nunca está en el sitio en que debiera.
Todo indicaría, de acuerdo con el más elemental sentido común, que reducir la ineficiencia energética de un sistema que “pierde” por todos sus poros requiere, justamente, de una adecuación planificada del sistema en su conjunto y no de un revoleo de anuncios. Pero comenzamos esta nota diciendo que se iba a hablar de medio ambiente a partir de la cuestión energética.
Y efectivamente fue así: auspiciar las energías renovables, limitar la hidroelectricidad por la enorme alteración que provocan, frenar la energía nuclear por el riesgo ambiental y sanitario, disminuir el uso de combustibles fósiles generadores de cambio climático, inducir el ahorro planificado que a su vez ayuda a que no haya que construir más centrales atómicas, hidroeléctricas, térmicas o lo que sea.
Todo eso está más cerca del medio ambiente que de la energía tal como se la instituyó hasta ahora en todo debate. Sin embargo, en ningún sitio de la Argentina, las áreas del Estado referidas al ambiente participan más que de modo lateral o testimonial en este asunto, que sigue siendo tierra de ingenieros y de negocios.
Alguien, alguna vez, señaló que la situación contemporánea de los países, sea cual sea el rubro que se analice, es consecuencia de lo que se pensó –o no– antes de ese momento. ¿Hay alguien pensando la matriz energética de la Argentina del 2050, que –cambio climático y agotamiento del petróleo mediante– deberá ser eficiente, no contaminante, renovable, segura y económicamente accesible?
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