Sábado, 23 de febrero de 2008 | Hoy
NOTA DE TAPA
Por Mariano Ribas
“No lo puedo creer” parece un dibujito. Cada vez que alguien observa por primera vez a Saturno con un telescopio, suele decir algo así. Aquí, allá, en todas partes, la sensación de perplejidad, y hasta incredulidad, afloran con total espontaneidad.
Y se entiende: por un momento, dejamos lo cotidiano, nos hundimos en el ocular del telescopio, y nos quedamos bien solos frente a un mundo color caramelo, rodeado de un anillo blanco, casi plateado, flotando a su alrededor.
Nos golpea, y nos emociona. Pasa la primera vez, la segunda, y cada vez que volvemos a su encuentro, así pasen diez o veinte años. El asombro no tiene fecha de vencimiento ni caducidad alguna. Claro, estamos frente a uno de los máximos íconos de la astronomía: el famoso “planeta de los anillos”.
Esa fue la clásica etiqueta que, durante siglos, llevó pegada el sexto planeta del Sistema Solar. Siglos que vieron pasar largas filas de desconcertados astrónomos que intentaron explicar, una y otra vez, el misterio de esa suerte de adorno planetario.
Incluyendo al mismísimo Galileo, que hace casi cuatrocientos años apenas llegó a adivinarlos. Y hace apenas unas décadas, cuando las cosas estaban un poco más claras, llegó una triple novedad: Júpiter, Urano y Neptuno también tienen anillos. Modestos, oscuros, es cierto, pero los tienen.
Por eso, a esta altura, ya no podemos hablar de “el” planeta de los anillos, sino de cuatro. Vamos a echarle una mirada al pasado, remoto y cercano, para conocer la historia, la naturaleza y el funcionamiento de estas maravillas de la arquitectura planetaria.
En 1609, Galileo Galilei inició un revolucionario viaje iniciático por el cielo, de la mano de un reciente invento holandés, que él mismo había adaptado. Con su rudimentario telescopio, Galileo descubrió los cráteres de la Luna, las fases de Venus, los 4 grandes satélites de Júpiter, y la estructura estelar de la Vía Láctea.
Y algo más: al año siguiente, observó a Saturno con un instrumento de 30 aumentos. Galileo quedó perplejo, porque el planeta parecía ovalado. Y hasta por momentos creyó ver algo que describió como “orejas”.
Sí, eran los anillos, pero no llegaban a resolverse con un telescopio tan precario. Galileo sospechó que podían ser dos lunas, a ambos lados de Saturno, cosa nada rara teniendo en cuenta que ya había observado las lunas de Júpiter.
Sin embargo, en 1612, observó algo rarísimo: las “orejas” habían desaparecido. “Acaso Saturno se ha devorado a sus propios hijos. No sé qué decir ante un caso tan sorprendente, tan extraño, y tan nuevo”, escribió Galileo.
Y no fue el único, porque otros astrónomos de comienzos del siglo XVII también se quedaron sin palabras: ¿qué eran las “orejas” de Saturno? ¿Y por qué habían desaparecido?
La respuesta llegó en 1655, cuando el gran científico holandés Christiaan Huygens observó al planeta con telescopios mucho mejores que los que usaba Galileo, y que él mismo había construido (además de brillante matemático y astrónomo, Huygens era óptico).
Y así describió (e incluso, dibujó) lo que vio: “un delgado anillo plano, libre e inclinado”. Y además de este sensacional descubrimiento, Huygens resolvió el misterio de las “orejas” desaparecidas: el holandés razonó que debido a los propios movimientos de la Tierra y de Saturno en torno al Sol, y a la cambiante orientación de los anillos vistos desde aquí, de tanto en tanto, quedaban de perfil.
Y entonces se hacían invisibles. Es exactamente así. Pero nadie es perfecto: Huygens creyó, erróneamente, que los anillos de Saturno eran un disco sólido. Y eso no podía ser, porque una estructura sólida y tan fina difícilmente podría resistir las tensiones del giro alrededor del planeta. Pero hacia 1675, el franco-italiano Giovanni Cassini, director del Observatorio de la Académie Royale des Sciences de París, salió del apuro: el anillo sólo podía ser un “enjambre de diminutos satélites”, partículas que orbitan a Saturno de a montones, y de forma independiente.
Era el acertado modelo del “anillo corpuscular”. Además de resolver lo esencial de la arquitectura anular de Saturno, Cassini detectó una aparente “zanja” en los anillos –observable hoy en día con telescopios de aficionados– que desde entonces quedó inmortalizada como la “División de Cassini”.
Los anillos de Saturno ya estaban. Y se suponía que no podían ser un “plato” rígido. Pero las confirmaciones teóricas y observacionales recién llegaron a mediados del siglo XIX. En 1848, el francés Edouard Roche calculó que a cierta distancia del centro de un planeta (2,5 radios) la marea gravitatoria destruiría a un eventual satélite, o bien impediría su formación a partir de fragmentos menores.
Esa región teórica se llama, desde entonces, “límite de Roche”. Y dado que los anillos abarcaban esa zona, no podían ser cosas macizas. Unos años después, el propio James C. Maxwell aportó lo suyo: “El único sistema de anillos que puede existir es uno que esté compuesto por un número indefinido de partículas, no conectadas, girando alrededor del planeta, a diferentes velocidades según sus distancias”.
Nada que agregar. La prueba observacional más categórica apareció en 1895, cuando estudios espectroscópicos del anillo de Saturno, a manos del astrónomo norteamericano James Séller, demostraron que, efectivamente, estaban hechos de fragmentos que se movían a distintas velocidades. Y siempre sobre el plano ecuatorial de Saturno, como si fueran lunitas (en realidad, lo son).
A la luz de todo esto, no resultaban raras las observaciones que habían revelado ciertas estructuras en el anillo. Y que en realidad no era uno, sino varios. Y fueron designados con letras: el más interno y oscuro es el C; el más ancho y brillante, el B, y el más externo, el A. Estos son los anillos “clásicos” que pueden verse con telescopios pequeños y medianos. Y miden casi 300.000 kilómetros de diámetro. Pero, como veremos, con el correr de las décadas se descubrieron varios más.
Desde las “orejas” de Saturno, evidentemente, se había avanzado mucho: hace un siglo ya nadie dudaba de que no había “un” anillo de Saturno, sino varios. Y estaban formados de multitudes de fragmentos en órbita.
Pero ¿qué eran esos fragmentos? Mediante estudios espectroscópicos daba la impresión de que eran mayormente pedazotes de hielo. Por eso los anillos de Saturno son blancos y tan brillantes. Y en menor medida, rocas y polvo. Con la llegada de las sondas espaciales, lógicamente, el panorama anular quedó mucho más claro: Saturno fue visitado por el Pioneer 11 en 1979, la Voyager 1 en 1980, y la Voyager 2 en 1980. Además de sobrevolar el planeta y varias de sus lunas, estas naves observaron muy de cerca los anillos, y revelaron una sorprendente estructura a modo de surcos de un disco de vinilo.
No había un anillo, ni tres, ni diez. En realidad, los anillos conocidos desde la Tierra estaban formados por miles de anillitos muy finos, a modo de cuerdas independientes. Un mar de polvo, y pedazos de hielo y roca, del tamaño de una pelota, y algunos tan grandes como casas o edificios. Todos girando a distintas distancias y velocidades, e interactuando gravitatoriamente, acelerándose o frenándose.
Aquellas sondas pioneras también descubrieron “lunas pastoras” que mantienen esas cuerdas de materia dentro de ciertos carriles. Y que la famosa “División de Cassini” no era una zanja, sino que estaba rellena de anillitos finos oscuros. Pero también se encontraron con nuevos anillos, como el finísimo F, que está por fuera del A.
O los aún más externos y difusos G y E, que se ubican a 400.000 kilómetros del centro del planeta (la misma distancia que hay de la Tierra a la Luna). E incluso más allá, tal como los nuevos anillos que fotografió, hace apenas dos años, la sonda Cassini de la NASA y la Agencia Espacial Europea.
Increíblemente, semejante estructura, que en conjunto ronda el millón de kilómetros de diámetro, tiene un espesor medio de 10 o 20 metros. Nada. Por eso “desaparece” cuando queda de perfil, vista con los telescopios terrestres. El sistema de anillos de Saturno era mucho más grande, complejo y sorprendente de lo que jamás hubiesen imaginado Huygens, Cassini o Maxwell. Pero no eran los únicos.
El descubrimiento de los anillos de Urano es verdaderamente curioso. El 11 de marzo de 1977, un grupo de astrónomos del Instituto de Tecnología de Massachusetts se subieron a un monumental avión militar (un Lockheed C141 Starlifter), devenido en observatorio volante, para registrar una “ocultación” muy especial: Urano pasaría delante de una estrella.
Y eso podía aportar datos sobre la atmósfera exterior del planeta. Pero resulta que media hora antes del raro eclipse, la estrella en cuestión parpadeó varias veces, como si “algo” la hubiese tapado una y otra vez. Luego de analizar los datos, los científicos arriesgaron una explicación: probablemente Urano tenía anillos. Nueve, puntualmente.
Y evidentemente debían ser mucho más finos y pálidos que los de Saturno, porque jamás se habían visto, ni siquiera con los más grandes telescopios. La espectacular confirmación llegó en 1986 cuando, de paso por Urano, la Voyager 2 los fotografió.
Encima, la imbatible nave de la NASA –que seguiría viaje a Neptuno– descubrió otros dos. O sea, son 11 anillos. Todos muy oscuros y delgados. El más importante se llama Epsilon, y su ancho varía de 20 a 90 kilómetros. A diferencia de los de Saturno, los escuálidos anillos de Urano parecen estar hechos principalmente de rocas y polvo, negros como el carbón.
Si Saturno los tenía, y Urano, muy a su modo, también, el gran Júpiter no podía quedarse atrás: en 1979, y tras una única y larga toma fotográfica (con una exposición de 11 minutos), la Voyager 1 descubrió los anillos jovianos. Enseguida, su gemela, la Voyager 2, volvió sobre ellos.
El anillo principal está a unos 125.000 kilómetros del centro de Júpiter, tiene 7000 kilómetros de espesor y abarca las órbitas de las lunitas Adrastea y Metis. A partir de su borde interno, nace una especie de plato de polvo, muy difuso, que llega hasta mitad de camino al planeta.
Y hacia fuera del principal, hay otros dos anillos, para nada vistosos. Mediante una batería de técnicas diferentes, los astrónomos averiguaron que los anillos de Júpiter están compuestos básicamente de finos granos de polvo de silicatos. En suma: una tristeza total.
La última sorpresa anillada del Sistema Solar fue Neptuno. Ya en 1984, y mediante la ocultación de una estrella por el octavo planeta (algo similar a lo ocurrido con Urano, en 1977), astrónomos estadounidenses y franceses detectaron ciertos indicios de un anillo “incompleto”, a modo de arcos desconectados, a 50.000 kilómetros de Neptuno.
Y una vez más, fue la Voyager 2 la máquina que reveló el cuadro completo: en su breve sobrevuelo del 25 de agosto de 1989, la nave descubrió 4 anillos. Otra vez, todos muy finos y oscuros. Los dos más notables están a 53 mil y 63 mil kilómetros del planeta.
El más externo no es parejo, sino que tiene 3 tramos más gruesos que el resto del anillo: esos arcos, justamente, eran los que habían sido “adivinados” previamente. Ante semejante estructura, alguien habló de ese anillo como una “ristra de salchichas”.
Todo indica que esos arcos son zonas de “equilibrio” del anillo externo, lugares donde fue acumulándose más material –roca y polvo– debido al juego gravitatorio con una luna del planeta.
Prácticamente desde su descubrimiento, los astrónomos se preguntaron acerca del origen de los anillos de Saturno. Y el mismo planteo podríamos extenderlo a los mucho más recientes descubrimientos de los anillos de Urano, Júpiter y Neptuno.
Una posibilidad es que sean tan viejos como los planetas mismos. Y que se hayan formado con materiales que nunca llegaron a construir lunas, en buena medida por encontrarse dentro del famoso “límite de Roche”. El problema con este modelo, conocido como “teoría de la acreción”, es que los anillos no pueden ser tan viejos, ni estar siempre iguales, porque se “gastan” con el correr de los millones de años.
La propia dinámica gravitatoria, las colisiones, e incluso la presión de los fotones de luz solar, terminarían por barrer todo el polvo, o lanzarlo hacia el planeta. Por lo tanto, el polvo y las partículas que forman los anillos –del planeta que sea– no pueden ser muy viejos.
Y seguramente, se renuevan mediante uno o varios mecanismos, como el bombardeo de meteoritos sufrido por ciertas lunas, los choques entre ellas, o incluso su destrucción total (ya sea por colisiones, o bien al atravesar el fatal “límite de Roche”).
Este modelo más destructivo suele etiquetarse como “teoría de la fragmentación”. Y probablemente los fabulosos anillos de Saturno, y los mucho más humildes que acompañan a Júpiter, Urano y Neptuno, se hayan originado por una sumatoria de factores muy diversos, incluyendo, también, erupciones volcánicas de algunas lunas. E incluso, por causas que ni siquiera se sospechan.
A casi cuatrocientos años de las “orejas” de Saturno, muchas cosas han cambiado. No hay “un” planeta anillado sino cuatro. Y aunque esas magníficas estructuras planetarias aún no nos hayan entregado todos sus secretos, no es poco lo que sabemos.
Sin embargo, al ver las imágenes de aquellos lejanos mundos con anillos, puede surgirnos aquel sentimiento inicial: cuesta creerlo. Parecen cuatro dibujitos. El asombro no tiene fecha de vencimiento.
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