Sábado, 31 de mayo de 2008 | Hoy
NOTA DE TAPA
Bajo un manto de dudas subyace la historia, la parábola sobre la biografía de Ettore Majorana; quizás (quizás, quizás, eso al menos decía Fermi) uno de los grandes científicos de nuestra época (se anticipó al esbozo de la Teoría del Núcleo Atómico de Heisenberg que dio lugar al descubrimiento del neutrón) y que un buen día se esfumó por completo. Y bueno, hay malas o buenas lenguas que dicen que anduvo por aquí, allá por 1950.
Por Matías Alinovi
Ettore Majorana siempre vuelve. En el suplemento Radar del 23 de marzo pasado, Juan Forn comentó la reedición de Tusquets de La desaparición de Majorana, libro de Leonardo Sciascia. Se refería también a la pista argentina sobre la desaparición del físico italiano, aunque de un modo lateral, atribuyéndola al sensacionalismo colorido de la RAI y a la falta de escrúpulos de algunos personajes oscuros, infaltables entre nosotros, que habrían declarado lo que no habían visto.
Entre esos personajes, Forn mencionaba a la viuda de “un tal Carlos Rivera”. Lo cierto es que la RAI llegó tarde, y quizá mal, a una pista que interesó antes a físicos argentinos e italianos, que la retomaron. La historia, inédita, proyecta su luz indirecta sobre un episodio memorable de la ciencia argentina: la invitación a Heisenberg.
Futuro conversó con Erasmo Recami, físico italiano, autor de Il caso Majorana: epistolario, documenti, testimonianze (Mondadori, 1987), de próxima aparición en castellano, y con Luis Bassani, investigador argentino que recogió testimonios en el país. El Majorana mundano como contracara de la fábula moral de Sciascia.
Versión telegráfica de la vida de Ettore Majorana. En 1929 se doctora en física bajo la dirección de Enrico Fermi, en Roma. Se habían visto por primera vez el año anterior. Desde el primer día, Majorana dio muestras desconcertantes de una comprensión cabal de la física, definitiva, original, que no sabe reconocer antecedentes. Pero también de una excentricidad cuyo signo es el desinterés. La impresión general del grupo de investigadores que rodea a Fermi –Pontecorvo, Amaldi, Segré– es que Majorana lo sabe todo, pero no le importa nada. Desdén por publicar, por discutir incluso sus ideas.
En el recuerdo sinóptico de la mujer de Fermi, Majorana camina cada mañana hacia el instituto; lo asalta, en el camino, una idea nueva, la explicación teórica de un resultado experimental; saca un lápiz y escribe en el papel del paquete de cigarrillos algunas fórmulas; llega al instituto, busca a Fermi, expone las ideas. Fermi lo insta a la publicación. Majorana considera que no vale la pena. Cuando fuma el último cigarrillo, hace desaparecer el paquete.
Con ese desdén irritante, que convoca y desaira como un pase de manos, Majorana se anticipa a la Teoría del Núcleo Atómico, que Heisenberg publica en Leipzig algunos meses después de que él la atisbara en Roma, y a la exacta interpretación de los resultados experimentales que condujeron al descubrimiento del neutrón.
Fermi, que no logra encarrilar el genio de Majorana, logra sin embargo, como en una tregua del desdén, que acepte una beca para ir a trabajar a Leipzig, junto a Heisenberg. Majorana redacta las quince líneas curriculares más estudiadamente lacónicas de la historia de la burocracia académica y parte en 1933.
En Leipzig, contra todo pronóstico, es moderadamente feliz; aprende alemán, conversa largamente, juega al ajedrez. En Leipzig, Majorana acepta publicar su Teoría del Núcleo Atómico esbozada en el aire de Roma. Se diría que Heisenberg accede al misterio de Majorana por caminos alternativos al de la ciencia, y logra así, con relativa facilidad, lo que Fermi sólo consigue arduamente.
Pero la situación es claramente excepcional, y no dura más que unos pocos meses. En agosto de aquel año vuelve a Italia, dispuesto a retirarse. Los síntomas de la misantropía se agravan. Deja de frecuentar el instituto, se vuelve inaccesible, pasa las horas escribiendo en unos cuadernos.
Cuatro años dura el retiro voluntario, hasta que en 1937, excepcional golpe de efecto, se presenta inopinadamente al llamado a concurso para elegir profesor titular de Física Teórica. Como el candidato parece surgir de la nada, el desconcierto del jurado, presidido por Fermi, pudo haber sido total; pero acuerdan una salida, cuyo sentido todavía se discute: se lo nombra profesor titular de Física Teórica de la Regia Universidad de Nápoles en virtud de méritos excepcionales, sin integrar el orden de mérito.
Majorana acepta el cargo, se traslada a Nápoles, hace preparativos para instalarse definitivamente en la ciudad. Dicta dos meses de clases regulares, y un viernes de marzo, antes de embarcarse en Nápoles hacia Palermo, despacha cartas a su familia en Roma, y al director del Instituto de Física de Nápoles, en las que les anuncia que durante el viaje que está a punto de emprender va a suicidarse. A sus familiares les pide que no lleven luto durante más de tres días. Al director, que en su decisión, irreversible, no vea la manifestación de su egoísmo.
Se embarca. Pero llega vivo a Palermo, desde donde envía telegramas que echan por tierra, por agua en realidad, el anuncio de las cartas. “El mar me rechazó”, escribe en una nueva carta enviada al director, donde explica que al día siguiente volverá a Nápoles, a la pensión en la que vive. Con la llegada de la mañana emprende el viaje de regreso y, durante el trayecto nocturno, desaparece para siempre.
Por la vacilación final, pero también por los ocasionales testimonios que aseguran haberlo visto desembarcar en Nápoles –como antes desembarcó en Palermo– y presentarse agitado en los conventos buscando refugio, la del suicidio es la convicción menos unánime. La época y la índole de las investigaciones hacen pensar en una deserción de orden político. La familia cree en la hipótesis del convento, y ensaya diligencias ante el Vaticano. Fermi le escribe a Mussolini encareciéndole que no se ahorren esfuerzos para encontrar a la mayor inteligencia de la época.
Nada resulta. Aquel año, Fermi recibe el Nobel. En Estocolmo evita el saludo de rigor y cae en desgracia ante el régimen. Sin volver a Italia, emigra a los Estados Unidos. Segré, que es judío, lo sigue en esta decisión. El “grupo de Panisperna” se dispersa irremediablemente. La física de los modelos atómicos deviene en exploración del poder nuclear, que conduce a la bomba.
Treinta años después, en un encuentro fortuito en Suiza, Emilio Segré se jacta de haber contribuido al desarrollo tecnológico que explotó dos veces sobre Japón. Con incredulidad, con indignación creciente, lo escucha el escritor Leonardo Sciascia, que recuerda entonces a Majorana y allí mismo decide que utilizará su desaparición para redactar una fábula moral que instale el mito del renunciamiento; “mito preventivo”, lo llama.
Se convence de que Majorana desapareció para no convertirse en Segré, y que fue capaz de hacerlo gracias a una extraordinaria capacidad visionaria: antes que Fermi o que Heisenberg, antes que nadie, prescindiendo magníficamente de toda confirmación experimental, Majorana habría anticipado los poderes latentes del átomo, las posibilidades de su liberación destructiva, y se habría sustraído a su destino.
Tal vez la excusa de Majorana fue desaparecer, “para no tener que inventar la bomba”. A la figura, simbólica, del Segré jactancioso, Sciascia decide oponer la figura, simbólica, del Majorana que desiste de su empresa.
Pero el principio estructural de esa operación narrativa que Sciascia proyecta exige documentarse, disponer de un sustrato epistolar, burocrático, del que parezca surgir, con perfecta claridad, la conclusión aparente, aceptada de antemano. Para que el mito sea nítido debe confundirse con la realidad. Sciascia, que carece de todo documento, se entera entonces de que un joven físico italiano, Erasmo Recami, lleva algunos años documentándose para escribir sobre Majorana.
Recami recuerda: “Sciascia mandó a preguntarme si un colega estaba por escribir un libro; en tal caso él habría renunciado a su proyecto; si no quería alguna copia de los documentos (epistolario, cuadernos de apuntes misceláneos, informes policiales) coleccionados por mí desde 1972. Abandoné mi proyecto y le dejé el lugar a Sciascia. Escribí el libro diez años después”.
Sciascia y Recami viajan a Roma, a entrevistarse con la hermana de Majorana, María. Sciascia escribe el libro durante el verano de 1975. Dice Recami: “Pero a partir de la publicación nació una fuerte polémica entre Sciascia y algunos físicos como Amaldi, de la que participé mucho yo también”. La polémica era quizás inevitable. El libro es interpretado como lo que es: un mito preventivo de la ciencia.
El mejor científico renunció, debió renunciar, a la ciencia, como el pecador más conspicuo renuncia al deseo profundo, y ésa es la condición de su redención. La polémica lleva a extremar, o a sincerar, posiciones. En la víspera de la Navidad del ‘75, Sciascia repite en los mayores diarios italianos su convicción de que, gracias a la ciencia, los hombres viven una vida de perros pegados a la pared.
“Las primeras noticias sobre la pista argentina –recuerda Recami– me llegaron a través del gran físico israelita Yuval Neeman, quien había escuchado a Carlos Rivera referirse a los indicios indirectos de la presencia en la Argentina de Ettore Majorana.”
El encuentro ocurre en Texas, en 1978. Carlos Rivera, el mejor físico chileno, pasó veintidós años junto a Heisenberg y estuvo tres veces en Buenos Aires: en el ’50, camino al Max Planck Institut de Göettingen que Heisenberg dirigía; en 1954, de regreso de aquel viaje; y en el ’60, seis años después, como director del Instituto de Física de la Universidad Austral de Chile. Recami le escribe a Rivera, quien confirma lo que le ha contado antes a Neeman: que en Buenos Aires le ha ocurrido algo curiosísimo.
En 1950, Rivera se había albergado junto a su esposa en una pensión que dirigía una mujer llamada Frances Talbert, quien tenía un hijo, llamado Tullio Magliotti, ingeniero eléctrico. El día antes de partir hacia Europa, Rivera estudiaba en su habitación. Se ocupaba de las leyes estadísticas de Majorana, cuyo nombre había escrito, en grandes caracteres, sobre unas hojas.
Según Rivera, la señora Talbert entró entonces a la habitación, vio aquellas hojas, y le dijo: “¿Majorana? Es el nombre de un físico italiano muy amigo de mi hijo”. La señora le explicó que, de acuerdo con lo que le había contado su hijo, Majorana tuvo que abandonar Italia porque no le gustaba Fermi, de quien no quería ni oír hablar.
La conversación fue interrumpida por el teléfono: era Magliotti. Rivera, a través de la señora, intentó concertar un encuentro con el hijo. Pero la señora colgó y evitó cuidadosamente volver a referirse al tema. Al día siguiente, Rivera partió a Europa con la sensación de que a Magliotti no le habían gustado nada las infidencias de su madre.
Tres años pasó Rivera junto a Heisenberg trabajando sobre las fuerzas nucleares de intercambio, de Heisenberg-Majorana. Es impensable que no hayan comentado el episodio de Buenos Aires. Primero por Majorana; después, porque cuatro años antes Heisenberg había estado a punto de aceptar un cargo en la Argentina a instancias de un antiguo colega suyo radicado en el país, Guido Beck.
Un artículo malicioso sobre los planes atómicos de Perón había postergado indefinidamente aquel viaje. Y en tercer lugar porque, durante aquella estadía de Rivera en Göettingen, Perón anunció al mundo que el país había logrado, antes que ningún otro, la fusión nuclear controlada. ¿Acaso Majorana tendría algo que ver con esto?
Es claro que Rivera volvió a Buenos Aires para averiguar algo más. Lo primero que hizo fue visitar la pensión de la señora Talbert. Pero, como en una mala novela policial, la encontró clausurada, y nadie supo darle noticia alguna de la mujer, ni de su hijo. Rivera recordó entonces que ambos eran abiertamente antiperonistas. Y se convenció de que “seguramente habían sido eliminados por la policía peronista”.
Pero Rivera tenía un as en la manga. Volvió a Buenos Aires en el ‘60, seis años después. Dejémoslo hablar a él: “Me alojé en el Hotel Continental, y allí me ocurrió el episodio de las servilletas de papel. Mientras estaba sentado a una mesa escribiendo fórmulas sobre una de esas servilletas, un mozo me dijo: ‘Conozco otro hombre que tiene la manía de escribir fórmulas en las servilletas de papel, como usted. Es un cliente que viene cada tanto a comer o a tomar café, y se llama Ettore Majorana. Era un físico muy importante que huyó de Italia hace muchos años’. Este segundo episodio, si bien menos importante que el primero, me convenció de que Majorana debía estar en la Argentina. El mozo no sabía dónde se lo podía encontrar”.
Todo eso cuenta Rivera en aquella reunión en Texas. Y todo lo confirma cuando Recami le escribe. Dice Recami: “Le escribí a Carlos Rivera, y le escribió también, de acuerdo con mi indicación, María Majorana. Pero el mejor físico relativista italiano, Tullio Regge, fue a entrevistarse con él a Santiago, y escribió una relación que publiqué, en la que decía que Rivera le parecía una persona digna de fe. Después, a través de una pintora amiga, Carla Tolomeo, vine a saber lo que declaró frente a un grupo de amigas, en Taormina, Blanca Mora y Araujo, la mujer argentina de Miguel Angel Asturias, el Nobel guatemalteco”.
Cambiemos de registro, como propone Forn. Festival cinematográfico de Taormina, 1974. Un grupo de amigas conversa. Alguna menciona a Ettore Majorana, de cuya desaparición se ha vuelto a hablar en Italia. Entre esas mujeres de mundo hay una dama argentina, Blanca Mora y Araujo, que al oír el nombre de Majorana, dice: “Pero, ¿cómo puede ser que se obstinen con la desaparición de Majorana? En Buenos Aires muchos lo conocíamos: yo lo encontraba a veces en casa de las hermanas Manzoni, descendientes del gran novelista”.
Recami conoce el episodio seis años después. Por carta, Blanca le confirma lo que ha dicho en Taormina, sin mayores precisiones. Le sugiere, sin embargo, entrevistar a una hermana suya que vive en Buenos Aires, Lila. Lila, con alguna reticencia, explica que la gran amiga de Majorana en Buenos Aires era también amiga suya, ya muerta: Eleonora Manzoni, matemática argentina. De la hermana de Eleonora, Liló, Recami tampoco obtiene mayores precisiones. La RAI viaja a Buenos Aires a entrevistar a Lila, que se niega a recibirlos.
Pero Lila había recibido antes a un investigador argentino, Luis Bassani. Dice Bassani: “La visité en el departamento de Libertador 217 en el que Asturias pasó el exilio. Recordó largamente aquella época, los años ‘40. Me decía: ‘Acá venía Rey Pastor, y Butty. Daban charlas. Terminaba la charla de Rey Pastor y todos creíamos que entendíamos matemáticas’. Y me confirmó que Eleonora era muy amiga de un Majorana, del que no pudo precisar si se llamaba Ettore o no. Yo llevaba una foto de Majorana. Salí del departamento con la impresión de que efectivamente conocían a un Majorana, pero que quizá fuera otro”.
En el Hotel Continental, Bassani averiguó que aquel mozo conversador que atendió a Rivera se llamaba Baudano, y visitó a su viuda. Juntos estudiaron con lupa unas trescientas fotos, esperando encontrar en alguna a Majorana. No tuvieron éxito; Baudano había muerto de un síncope el día del partido Argentina-Italia del Mundial ‘78.
Carlos Rivera inaugura la pista argentina, Yuval Neeman la resucita, Tullio Regge contribuye a hacerla creíble. La pista abandona el mundo de la física y del modo más inesperado parece confirmarse en Taormina, por una fuente completamente independiente. Luego, en Buenos Aires, encuentra el obstáculo insalvable de la muerte de Eleonora, que podría haberla confirmado o desestimado definitivamente, y de Baudano; para no hablar de Talbert y Magliotti.
Si para Bassani era otro Majorana, para Rivera existió en los años ‘50, en Buenos Aires, un impostor que se hacía pasar por el físico italiano. Pero Recami desestima esa hipótesis, porque considera que la fama de Majorana se reducía, por entonces, al conocimiento directo de un pequeño círculo de iniciados.
¿Era o no era? Si no era, habría que lanzar algo así como un llamado a la solidaridad: se buscan más datos sobre un Majorana que en la década del ‘40 frecuentaba cócteles porteños en compañía de Eleonora Manzoni, que conoció a las hermanas Mora y Araujo, que tomaba café en el Hotel Continental mientras anotaba fórmulas en una servilleta y frecuentó a Tullio Magliotti, ingeniero eléctrico.
También puede ser que, efectivamente, el de la pista argentina sea el mismo Ettore Majorana que desapareció en Italia. Pero, entonces, ¿para qué pasearse por Buenos Aires sin siquiera tomar la mínima precaución de cambiarse el nombre? ¿Para demostrar que nada importa nada?
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