Sábado, 7 de junio de 2008 | Hoy
SUPER LONGEVIDAD: UN RARO PRIVILEGIO BIOLOGICO
La vida de las Balaena mysticetus en los mares –más conocidas en el “ambiente oceánico” como ballenas del Artico– parece haber traspasado todo límite. Arpones en desuso, investigaciones del Departamento de Vida Salvaje de Barrow (Alaska) y una técnica para calcular la edad de animales vivos son algunas de las claves para develar el interrogante. ¿Pudieron estos gigantescos cetáceos llegar a vivir hasta 240 años?
Por Mariano Ribas
Los esquimales Iñupiat, de Alaska, siempre sospecharon que las ballenas podían vivir muchos años. Pero muchos. Acostumbrados a vivir en uno de los sitios más hostiles de la Tierra, donde el frío cala hondo en serio –no como el de estos días– y el blanco del hielo es amo y señor de la escena, este aguerrido pueblo del Artico ha sabido transmitir, de generación en generación, distintos mitos, leyendas y relatos.
Algunas de esas historias están directamente vinculadas con las ballenas, cosa nada casual, teniendo en cuenta que si los Iñupiat pueden sobrevivir en esas altísimas latitudes boreales es, justamente, gracias a la caza de grandes cetáceos.
Y bien: desde hace siglos, varias generaciones de cazadores de ballenas aseguran haber tropezado más de una vez con los mismos ejemplares. Incluso años y décadas más tarde. Hasta que, finalmente, llega el día en que les dan muerte.
De allí, dedujeron que las ballenas podían vivir, al menos, setenta u ochenta años. En principio no parece mucho, teniendo en cuenta que otros mamíferos, como los elefantes (y, obviamente, nosotros mismos), llegan a esas mismas edades.
Ni hablar de las famosas tortugas de las Islas Galápagos, que superan holgadamente los cien años. Sin embargo, hay algo más: los propios esquimales han encontrado evidencias sumamente significativas que, de la mano de recientes estudios bioquímicos, sugieren que –al menos en ciertos casos– las ballenas pueden alcanzar longevidades extraordinarias.
Cada año, al comienzo de la primavera boreal, miles de ballenas del Artico (Balaena mysticetus) inician su lento peregrinaje desde el Mar de Bering, al oeste de Alaska, hasta el aún más norteño Mar de Beaufort. El camino está marcado por las fracturas y separaciones de enormes masas de hielo oceánico.
Aprovechando esas brechas naturales, estos cetáceos robustos y de color negro, que miden de 15 a 20 metros de largo y pesan hasta 100 toneladas, nadan lenta y pacientemente durante días y semanas hasta conseguir su premio: zooplancton y krill, el preciado alimento.
Meses más tarde, con la llegada del otoño, el mar comienza nuevamente a cubrirse de hielo. Y entonces, las ballenas del Artico regresan hacia el Mar de Bering para cumplir con el mandato biológico de la procreación.
Los esquimales conocen al dedillo esa lenta procesión de ida y vuelta. Y la aprovechan. Todos los años, a comienzos de abril, los Iñupiat esperan el éxodo ballenero y se lanzan a la caza a bordo de sus grandes botes. Como son animales enormes, lentos y bastante torpes, las pobres ballenas son un blanco fácil para los letales arpones de los Iñupiat.
Afortunadamente, los cincuenta ejemplares capturados cada año no ponen en riesgo la continuidad de la especie. Pero se convierten en un suculento y muy preciado botín que se repartirá entre cazadores, familiares y amigos.
El ritual se repite desde hace siglos, pero las estrategias, técnicas y herramientas de caza han ido variando con el tiempo. Precisamente aquí descansa una de las claves de esta historia.
Las primeras evidencias sobre la extraordinaria longevidad de las ballenas del Artico fueron, paradójicamente, las mismas herramientas que se utilizaron para matarlas. Durante mucho tiempo, los esquimales Iñupiat usaron arpones balleneros con puntas de marfil o de piedra.
Pero, hacia 1870, este pueblo del extremo norte del planeta comenzó a tener acceso al metal. Y, a partir de entonces, los arpones con puntas metálicas fueron reemplazando a sus antecesores.
La clave del asunto está justamente aquí. Desde los años ’80 hasta hoy, distintos estudios de campo, realizados por investigadores del Departamento de Vida Salvaje de Barrow (Alaska), revelan algo sorprendente: de tanto en tanto, los actuales cazadores Iñupiat encuentran accidentalmente puntas de arpones de piedra y marfil clavadas en los lomos de sus presas.
Hallazgos que no sólo los sorprenden sino que son motivo de charla, familiar y grupal, durante semanas. Dado que estas tecnologías de caza esquimal dejaron de usarse a fines del siglo XIX, la historia se escribe sola: algunas de las actuales ballenas del Artico fueron arponeadas por los Iñupiat hace más de cien años.
Y puede que esto haya ocurrido más de una vez. Pero sobrevivieron hasta nuestros días. Hasta que, finalmente, fueron capturadas por los descendientes de sus primeros atacantes. Por lo tanto, esas ballenas debían ser largamente centenarias.
La pista de los antiguos arpones en desuso es, al menos, sugestiva. Y recibió un gran espaldarazo de la bioquímica. Desde hace unos años, científicos del Instituto Scripps de Oceanografía, en La Jolla, California, han desarrollado una ingeniosa técnica que permite, con alto grado de precisión, calcular la edad de animales vivos. O muertos hace muy poco. Puntualmente, se trata de medir las cantidades de ciertos aminoácidos en tejidos considerados “estratégicos”, como los huesos y el cristalino del ojo. El método se ha probado con éxito en distintos animales, incluidos seres humanos, con la ventaja de que, obviamente, pasada la prueba, pueden decir su edad y cotejarla con las conclusiones del estudio.
Y bien, resulta que estos investigadores californianos se pusieron a analizar muestras “frescas” de los cristalinos de casi cincuenta ballenas del Artico, recientemente cazadas por esquimales Iñupiat. Algunos de los resultados fueron sorprendentes. Y se dan la mano con la vieja pista de los también viejos arpones.
Los estudios bioquímicos del Instituto Scripps de Oceanografía revelaron que casi el 90 por ciento de los ejemplares había muerto a edades que iban de los 20 a los 60 años. Hasta ahí, nada especialmente raro.
Pero las muestras de cristalinos extraídas a seis grandes machos dieron el batacazo: una de las ballenas había sido arponeada a los 90 años de edad; dos entre los 135 y 150 años; otras dos entre los 150 y 180 años; y la más longeva de todas parecía haber superado los 200 años de edad. Impresionante como suena, puede serlo aún más: los científicos aclaran que sus estimaciones indican “una edad mínima para estas ballenas del Artico”. Por lo tanto, no descartan que el más viejo de los ejemplares hubiese muerto, quizás, a los 220 o 240 años.
Antiguos relatos esquimales, puntas de arpones de marfil y piedra y sofisticadas pruebas bioquímicas. Todo encaja. Y lógicamente, apuntan los investigadores, es probable que, al igual que las ballenas del Artico, existan otras especies de grandes cetáceos que vivan tanto tiempo, como las famosas y aún más gigantescas ballenas azules.
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