Sábado, 10 de agosto de 2002 | Hoy
HISTORIA DE LA CIENCIA
“Hay fuego en tus ojos.”
La frase, metafórica, es casi un lugar común en las novelas y
un tropos al que se recurre cada vez que es preciso indicar la pasión,
la ira o algún otro sentimiento igualmente fuerte. Sin embargo, en el
siglo V antes de Cristo, la expresión se dijo literalmente en algún
lugar del sur de Italia colonizado por los griegos.
Allí –más precisamente en Agrigento, Sicilia– vivió
Empédocles (circa 483-430 a.C.), uno de los primeros filósofos
de la historia. Fue él quien afirmó que los ojos estaban constituidos
en su parte interior de fuego y agua; y que en su parte externa tenían
tierra y aire. Así, la visión quedaba determinada por el pasaje
a través de los ojos de los rayos del fuego –el más sutil
de los elementos– que se encuentran con los efluvios de las cosas (a su
vez, combinaciones de otros elementos).
Como Pitágoras, incluso como el mismo Platón, Empédocles
conservaba algún resabio místico.
La construcción
de todo
Esta rudimentaria teoría de la vista sirve, a modo de ejemplo, para mostrar
cómo se las tuvo que arreglar Empédocles para encontrar en cada
fenómeno huellas de los cuatro elementos que conforman todo. Porque eso
es lo que distingue al de Agrigento de los filósofos presocráticos:
a diferencia de Tales, que pensaba que todo estaba constituido básicamente
por agua; de Anaxímenes, que dijo que tal sustancia era el aire; y hasta
del propio Heráclito, que pensaba más bien en el fuego; Empédocles
decidió que todo estaba compuesto de una amalgama más o menos
proporcionada de estos tres elementos más la tierra.
Para Empédocles, los seres particulares que vemos son mezclas en proporciones
diversas de los cuatro elementos, y las diferencias cualitativas que se observan
se explican justamente porque las cantidades o dosis de los elementos pueden
virtualmente variar hasta el infinito. Con estas ideas, Empédocles trataba
de saldar a la teoría con la empiria, el reino de los sentidos, que ya
habían comenzado su riña histórica gracias a las ideas
de Parménides (quien sostenía que el movimiento era imposible
y que el Ser es Uno).
Y la verdad es que no le fue tan mal a la teoría de los cuatro elementos;
al menos si se la mide desde el punto de vista del éxito que tuvo, porque
tamizada por Aristóteles (quien, como se sabe, le agregó el éter
o quintaesencia) fue la que reinó durante varios siglos, aceptada prácticamente
hasta el nacimiento de la química moderna.
Empédocles científico
Empédocles también hizo aportes a la ciencia. Parece que fue el
primero que descubrió que el aire es una sustancia aparte, hecho que
comprobó al observar que cuando un cubo es colocado boca abajo en el
agua, ésta no ingresa al recipiente. “El volumen de aire que está
dentro, presionando sobre las perforaciones abundantes, la mantiene apartada
hasta que la muchacha (que sostiene el balde) destapa la corriente oprimida,
entonces el aire escapa y entra un volumen igual de agua”, según
describió.
También sostuvo una teoría de la evolución y la supervivencia
del más apto, pero tenía tantos elementos fantásticos que
sería injusto con Darwin aceptarlo como un precursor. Según Empédocles,
innumerables tribus mortales habían sido dispersadas por el mundo con
todo tipo de características (cabezas sin cuello, brazos sin hombros,
ojos sin frentes, miembros sueltos buscando su articulación, hermafroditas,
criaturas sin cabezas y con muchas manos, etc.) que fueron uniéndose
más o menos arbitrariamente, hasta que sobrevivieron las que hoy se conocen.
Personalidad
volcánica
“La mezcla de filósofo, profeta, hombre de ciencia y charlatán
que ya encontramos en Pitágoras se manifiesta mejor en Empédocles,
que vivió alrededor de 440 a.de C.” Así comienza el capítulo
que Bertrand Russell le dedicó en su Historia de la Filosofía
Occidental al hombre más famoso de Agrigento. La cuestión es que
Empédocles aspiraba a ser o directamente se creía un semidiós,
al punto que –intentando demostrar que tenía méritos para
ser tratado como tal– decidió tirarse al volcán Etna. Por
supuesto, no sobrevivió, lo cual no deja de ser un argumento a favor
de la ciencia.
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