A 100 AñOS DEL CASO TUNGUSKA
“El caso Tunguska” fue una gran explosión que incendió cientos de kilómetros cuadrados de bosques, matando animales, plantas; si el objeto celeste que impactó en la zona hubiera llegado cinco horas antes podría haber causado una verdadera catástrofe. Actualmente, los astrónomos “patrullan” el cielo y se piensan sistemas de defensa ante la visita de eventuales asteroides o cometas. ¿Seguimos en peligro?
› Por Mariano Ribas
“El dios Ogdy en su descontento con nosotros despedazó el cielo.”
(Pastor del valle del río Tunguska)
Hace 100 años, el cielo estalló en un rincón perdido de la Siberia Oriental. A las 7.15, en la mañana del 30 de junio de 1908, una enceguecedora bola de fuego azulada atravesó el firmamento como un rayo y estalló en el aire, a miles de metros por encima del valle del río Tunguska. Tan intensa fue la explosión, que arrasó más de dos mil kilómetros cuadrados de bosque. Y se escuchó como un trueno brutal a cientos de kilómetros de distancia.
Inmediatamente, se desataron terribles incendios que aniquilaron a todos los animales de la zona. Afortunadamente, los testigos humanos más cercanos fueron pastores nómades que acampaban a decenas de kilómetros. Sin dudas, el caso Tunguska fue el fenómeno cósmico más destructivo de los últimos milenios.
Y si no se convirtió en una tragedia mayúscula en la historia de la humanidad fue simplemente porque afectó a una región despoblada del planeta. ¿Qué fue lo que pasó? ¿Qué fue aquella “bola de fuego” azul? Un siglo más tarde, y tras cincuenta expediciones científicas al lugar, las cosas están un poco más claras. Incluso, hasta es posible que se haya identificado al cráter asociado al cataclismo. Aun así, el misterio no ha sido resuelto. Y nos recuerda que la amenaza del cielo sigue latente.
“De pronto, el cielo se partió en dos, y por encima del bosque todo pareció cubrirse de fuego. Sentí un gran calor, como si mi camisa se incendiara. Luego hubo una gran explosión, la tierra tembló, y fui lanzado por el aire unos cinco o seis metros.” (Sergei Semenov, pastor siberiano.)
Muy lejos de los bosques de Siberia Oriental, los horrorizados pasajeros del tren trans-siberiano vieron pasar por sobre sus cabezas al bólido ardiente, que marchando imparable iba desgarrando el despejado cielo matinal, arrastrando una espesa estela chispeante que se perdía a la distancia. Algunos lo describieron como “más brillante que el Sol”.
El maquinista del tren, asustado por un ruido ensordecedor, clavó los frenos de la locomotora. Y todos, temblorosos, vieron cómo, después de sucesivos truenos, el objeto explotaba a gran altura sobre el horizonte del Norte. La explosión hizo temblar la tierra y dejó una inmensa nube de cenizas negras que, durante semanas, llovieron sobre todo el valle del pedregoso río Tunguska.
Y la verdad es que los afortunados pasajeros del trans-siberiano la sacaron muy barata. Estaban lejos del verdadero desastre: 2150 kilómetros de bosque arrasados y quemados de un plumazo. Diez veces la superficie de la Ciudad de Buenos Aires. Ochenta millones de árboles derribados. Y miles de caballos, renos y aves carbonizados instantáneamente en medio de una tormenta de fuego y humo.
Aquí, vale la pena detenerse a pensar lo que pudo haber ocurrido: considerando la rotación terrestre, si el objeto que explotó sobre Tunguska –sea lo que haya sido– hubiese llegado apenas cinco horas antes, habría destruido completamente la ciudad de San Petersburgo, capital del Imperio Ruso de aquel entonces. Cientos de miles de personas hubieran muerto.
Sólo hubo una víctima humana: un pastor anciano que acampaba a unos 30 kilómetros de la zona del estallido, y que murió tras ser lanzado por el aire. Un poco más lejos, las chozas de las tribus Evenki, típicos moradores de la región, también volaron junto a sus ocupantes. En Vanavara, el pueblo más cercano al epicentro del fenómeno, a unos 70 kilómetros, la onda de choque tiró a la gente al suelo.
Mucho más lejos, a unos 250 kilómetros, estallaron los vidrios de varias casas. Y a 500 y 600 kilómetros hubo quienes escucharon el feroz trueno que llegaba desde Tunguska. La explosión hizo temblar a toda Rusia: a unos 4000 kilómetros, en San Petersburgo, una estación científica registró ondas sísmicas. Y los materiales lanzados por la brutal explosión, y desparramados por los vientos, crearon unas extrañas nubes brillantes que, durante varias noches, alteraron los cielos de toda Europa.
Y llegaron hasta América del Norte. El mismísimo New York Times, en su edición del 3 de julio de 1908, hablaba de las “llamativas luces en el firmamento del Norte”. Los ecos del desastre habían dado la vuelta al mundo.
Sin embargo, la ciencia tardó en ocuparse del caso Tunguska. Y se entiende. Por un lado, la tremenda escala del estallido fue ignorada por el resto del mundo. Pero además, la región devastada no sólo era de muy difícil acceso, especialmente durante el otoño y el invierno, sino que además estaba lejos de cualquier ciudad o pueblo.
Para colmo de males, estaba “maldita”: los pastores de la zona atribuyeron la catástrofe a la furia desatada de Ogdy, su dios del fuego. Y dijeron que el lugar estaba “encantado y prohibido”. La prensa rusa, atenta a los avatares que llevaron a la revolución, casi ni tocó el tema. Y la Primera Guerra Mundial frenó todo intento de investigación.
Finalmente, a comienzos de 1927, la Academia Soviética de Ciencias envió una expedición científica para enfrentar el explosivo misterio. Al mando, marchaba el prestigioso mineralólogo Leonid Kulik (considerado el padre de la ciencia meteorítica rusa), quien estaba seguro de que la explosión de Tunguska había sido causada por un gran meteorito.
Justamente por eso, confiaba encontrar el cráter del impacto, y pedazos del objeto. Tras semanas y semanas de agotadoras marchas a través del espeso bosque siberiano (taiga), cruzando arroyos y ríos, acampando donde se podía, y soportando el ataque de los “lagartos voladores” (unos terribles mosquitos), Kulik y dos baqueanos de la zona llegaron a la cima del Monte Shakharma.
Y desde ese balcón natural se enfrentaron con las huellas de la catástrofe: hacia el Norte, todo un mar de árboles caídos, de horizonte a horizonte. Azorados, emocionados, asustados, los tres hombres enmudecieron. Al rato, uno de los baqueanos, entre solemne y temeroso, señaló el cementerio de árboles, y dijo: “Allí es donde cayó el trueno y el rayo”.
“Desde nuestro punto de observación, vemos que todo ha sido devastado y quemado. Se siente algo sobrenatural al ver todos esos árboles desparramados como si fueran ramitas.” (Del diario de apuntes de Leonid Kulik, 1927.)
Tras una cuidadosa recorrida por la región devastada en 1908, Kulik descubrió que todos los árboles –o más bien, sus restos quemados– estaban tumbados en una radio de casi 40 kilómetros, a partir de una zona central donde, curiosamente, muchos troncos permanecían en pie. La mayoría de esos troncos tumbados estaban manchados de negro justamente del lado que miraba hacia el centro del brutal desparramo.
Lo que veía el mineralólogo encajaba perfectamente con lo que muchos testigos habían contado: el objeto destructor había explotado en el aire, barriendo con todo a su alrededor. Pero para su sorpresa, y tras largas pesquisas y excavaciones, no encontró ningún cráter. Ni tampoco pedazos del posible meteorito. Nada.
Durante los años siguientes, el incansable Kulik volvió tres veces más a Tunguska al frente de nuevas expediciones. Y aunque profundizó la pesquisa, llevó más gente, y hasta utilizó detectores de metales, volvió con las manos vacías: ni cráter ni meteoritos. Sólo millones de árboles tumbados. La Segunda Guerra Mundial detuvo las exploraciones. Y se llevó al gran científico: en 1941, Kulik murió defendiendo Moscú del ataque de Hitler.
Dos décadas más tarde, el geoquímico soviético Kirill Florensky tomó la posta de Kulik, y encabezó tres expediciones a Tunguska, en 1958, 1961 y 1962. Pero su estrategia fue distinta: por empezar, se subió a un helicóptero para mapear los alcances generales del estallido. Y, además, no se preocupó demasiado por encontrar un posible cráter, o pedazos del misterioso objeto, sino que apuntó directamente al análisis químico del suelo.
Y así descubrió algo revelador: en toda el área había una fina capa de “polvo extraterrestre”. Partículas microscópicas de óxido de hierro magnético (magnetita), y cantidades apreciables de iridio, un metal duro y de color blanco que casi no existe en nuestro planeta, pero que abunda en meteoritos, asteroides y cometas. Además, encontraron diminutas gotitas de cristal de roca, fundidas por el calor. Otro vestigio de la infernal explosión.
Parte de la historia comenzaba a cerrar: el objeto de Tunguska había llegado del espacio, y aparentemente se había desintegrado completamente por el calor y la fricción con la atmósfera, lo que delataría su débil anatomía. Por lo tanto, el mejor candidato parecía ser un pequeño cometa, dado que los cometas son frágiles amalgamas de hielo, roca y polvo. Cosas mucho menos duras y macizas que los asteroides.
Totalmente convencido, en 1963, Florensky publicó un artículo en la revista Sky & Telescope donde le echaba la culpa del caso Tunguska, justamente, a un cometa: “Ahora, eso sí está confirmado”, decía. Bueno, no tanto.
Lejos de detenerse, las expediciones a aquella devastada zona de Siberia Oriental continuaron hasta nuestros días (como veremos un poco más adelante). Incluso, se intensificaron: desde 1963 hasta hoy, ya suman cuarenta. La mayoría estuvieron a cargo de Nikolai Vasiliev, de la Academia Rusa de Ciencias.
Una de las novedades fue que, de a poco, científicos de otras naciones se sumaron a la exploración. Entre otros datos interesantes, se encontraron partículas muy similares, en composición y estructura, a los meteoritos más comunes, las condritas carbonáceas. No sólo en el terreno, sino también atrapados en el interior de troncos de viejos árboles.
Y ese hallazgo abrió la posibilidad de que, en realidad, el objeto en cuestión haya sido un asteroide. En sintonía con esta hipótesis, en los años ‘80, el astrónomo Zdenek Sekanina publicó un paper donde se inclinaba fuertemente en favor de la teoría sobre un cuerpo de tipo asteroidal, es decir, más rocoso y más denso.
Más tarde, en 1993, el estadounidense Christopher Chyba y su equipo también concluyeron que el responsable del cataclismo de 1908 debió haber sido un asteroide, y no tanto un cometa. Incluso, hicieron un identikit tentativo del objeto: unos 40 metros de diámetro y 50 a 100 mil toneladas de peso.
Otro dato de relevancia –que coincide con muchas otras estimaciones– fue la intensidad y la ubicación del estallido, deducida a partir del estudio de la orientación de los árboles derribados: la explosión tuvo una fuerza de alrededor de 15 megatones (equivalentes a unas 1000 bombas de Hiroshima). Y ocurrió a unos seis a ocho mil metros de altura, sobre un punto ubicado a 60º 55’ latitud Norte, 101º 57’ longitud Oeste.
Pudo haber sido un pequeño cometa, pero también un pequeño (y frágil) asteroide. Hasta ahora, ésas son las dos explicaciones más aceptadas sobre el devastador objeto de 1908. Sin embargo, también se han echado a rodar otras ideas, digamos, “alternativas”.
A mediados de los ‘60, surgió la hipótesis que decía que lo que explotó en el cielo de Tunguska fue un trozo de “antimateria” (materia con carga eléctrica inversa a la convencional) que vagaba por el espacio y tropezó con nuestro planeta. La aniquilación materia-antimateria habría provocado el desastre.
Esta hipótesis resulta débil no sólo porque no se ha comprobado la existencia de tales pedazos de antimateria a la deriva en esta región del universo, sino porque tampoco encaja con los materiales comentarios y/o asteroidales que sí se han encontrado. A comienzos de los ‘70, dos físicos de la Universidad de Texas propusieron, en cambio, la existencia de un “miniagujero negro” que, literalmente, “habría atravesado la Tierra”, pero la verdad es que nadie vio el “orificio de salida”.
Una tercera hipótesis le echa la culpa a un extravagante experimento eléctrico a manos del mismísimo Nikola Tesla. Y claro, como era de esperarse, los ufólogos no podían quedarse afuera: según dicen, fue un plato volador que, vaya a saber por qué, estalló en el aire. Una especie de “incidente Roswell” adelantado.
Avalando esta historieta, en 1996, un tal Yuri Lavbin, ruso, dijo haber encontrado “pedazos de la infortunada nave espacial”. En realidad, no son más que simples fragmentos de cohetes espaciales rusos de los años ‘60, lanzados desde el relativamente cercano Cosmódromo de Baikonur.
Cometa o asteroide, hay algo que faltaba: el cráter del impacto. También, pedazos del objeto. Y bien, quizás, ambas cosas estén enmascaradas en un lago muy cercano al lugar del estallido. O, al menos, eso es lo que sospechan un grupo de científicos italianos de la Universidad de Bologna.
Desde 1999, los geólogos Luca Gasperini y Giuseppe Longo están estudiando el pequeño Lago Cheko, un espejo de agua ovalado, de 500 metros de diámetro y 50 metros de profundidad, que está 8 kilómetros al Nor-Noroeste del epicentro de la explosión de Tunguska.
Al comienzo, sólo buscaban rastros de polvo meteórico en el lecho del lago. Pero a poco de sondear el fondo, directamente y con la ayuda de un sonar 3D, Gasperini y Longo comenzaron a notar algunas cosas bastante raras: por empezar, el fondo del lago presenta una forma de “embudo”. Algo completamente distinto a los otros lagos vecinos.
Además, el lecho parece mostrar una capa de sedimentos, que están por encima de “depósitos caóticos”. Y los mismos instrumentos delatan allí abajo un área de mucha mayor densidad. “Cuando miramos al fondo del Lago Cheko, medimos ondas sísmicas que se están reflejando en algo”, explicaba Longo en 2007, al anunciar el posible hallazgo del cráter perdido de Tunguska.
Y agregaba: “Luego de excluir algunas otras hipótesis, sólo podemos explicar todo esto como un cráter de impacto de baja velocidad”. Sí, porque todo indica que el objeto cayó en ángulo bajo, y bastante frenado por la atmósfera terrestre. De hecho, la forma ovalada del lago coincidiría con lo esperado para un impacto en ángulo cerrado. Y algo más: el lago no aparece en mapas anteriores a 1908, lo cual es al menos sugerente.
El caso no sólo no está cerrado, sino que muchos científicos dudan realmente que el pequeño lago siberiano sea la huella del impacto de Tunguska. Por eso, ahora mismo, Gasperini y Longo están preparando una inminente expedición, para realizar un nuevo y profundo estudio –con toma de muestras incluidas– del fondo del Lago Cheko. Habrá que esperar, pero ambos confían encontrarse con lo que podría ser el único fragmento sobreviviente de aquel objeto –cometa o asteroide– que hizo estallar el cielo de Siberia hace un siglo.
Y la verdad es que cien años no son nada, y el caso Tunguska puede servirnos de alarma y recordatorio de que estás cosas pasan. En sus 4600 millones de años, la Tierra ha vivido incontables episodios similares, e incluso mucho peores. Los cometas y los asteroides suelen caer. Tarde o temprano.
Aquella explosión de principios del siglo XX destruyó, de un plumazo, una superficie 10 veces mayor a la de Buenos Aires. Si algo así ocurriera hoy sobre una ciudad, morirían millones de personas, marcando el episodio más trágico en la historia de nuestra especie. Afortunadamente, la humanidad está tomando conciencia del asunto. Los astrónomos patrullan los cielos todas las noches, y ya se están pensando sistemas de defensa ante eventuales asteroides y cometas amenazantes.
No es una anécdota. No es una ficción. Hace un siglo, en Siberia, una enorme bola de luz azul partió en dos al cielo. Y el infierno desató sus fuegos más temidos.
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