Sábado, 12 de julio de 2008 | Hoy
La “realidad”, si es que existe algo que podamos llamar así, se observa, respira y vive a través de los sentidos. Pero para los sinestetas –personas que ven sonidos, huelen colores, saborean las formas– eso no parece ser tan sencillo. Su mundo es más rico, aparentemente, que el de quienes no lo son. Y más extraño, desde ya.
Por Raúl A. Alzogaray
“Si las puertas de la percepción quedaran
depuradas todo se habría de mostrar al hombre
tal cual es: Infinito”.
William Blake
Hubo un hombre que veía la música. Cada nota musical se le presentaba de un color diferente. Cuando escuchaba una melodía experimentaba “un rico tumulto de colores interiores”. Hubo una mujer que olía los nombres. Decía que la palabra “Antonio” tenía olor a pan fresco y “Giustiniano” a castañas tostadas. Otro hombre veía los sabores. Una vez probó el helado de mango y describió su sabor como “un muro verde lima atravesado por delgadas y onduladas franjas color cereza”.
Estas anécdotas son reales. Sus protagonistas no estaban bajo el efecto de hongos estimulantes ni padecían alteraciones mentales. Tampoco bromeaban ni hablaban en forma metafórica. Según los expertos, ni siquiera estaban enfermos. Eran personas comunes y corrientes, con una poco frecuente característica llamada sinestesia (palabra de origen griego que significa “unión de sensaciones”).
Como tantos otros animales, los seres humanos percibimos el mundo que nos rodea a través de los sentidos. Cada vez que reciben un estímulo externo, los ojos envían al cerebro una señal que produce una sensación visual. Las señales de la lengua provocan sensaciones de sabor, las que manda la nariz generan sensaciones olfatorias. Pero algunas personas parecen tener los cables sensoriales cruzados. Entonces oyen colores, ven sonidos o saborean formas.
Una de las formas más comunes de sinestesia consiste en ver las letras en diferentes colores (sin importar el color en que hayan sido escritas o impresas). Si entre los lectores de esta nota hay alguna persona con este tipo de sinestesia, seguro que está viendo el texto como una sopa de letras multicolores (y sin embargo, en una forma que ni ella podrá explicar, será consciente de que las letras están impresas en negro).
A medida que escribe, un sinesteta puede observar cosas curiosas. La escritora estadounidense Patricia Duffy cuenta en uno de sus libros que cuando era niña se maravillaba al ver que, con sólo agregarle una rayita, podía convertir la letra “P” amarilla en una “R” anaranjada.
Algunas situaciones parecen producir un momentáneo cortocircuito en el cerebro de los sinestetas. Si a alguien que siempre ve la “C” roja se le muestra una “C” azul y se le pregunta de qué color es, probablemente dudará un instante antes de responder. Se sentirá incómodo y experimentará una molestia similar a la que se siente cuando alguien araña la superficie de un pizarrón. Finalmente responderá que le están mostrando una letra de color equivocado.
Otra sinestesia frecuente es la “audición coloreada” que experimentaba el escritor ruso Vladimir Nabokov. En su autobiografía (Habla memoria, 1967) describió de esta manera los colores que veía al escuchar los nombres de las letras: “La ‘a’ larga del alfabeto inglés (y más adelante seguiré refiriéndome a este alfabeto, a no ser que diga expresamente que no es así) tiene para mí el color de la madera a la intemperie, mientras que la ‘a’ francesa evoca una lustrosa superficie de ébano.
”Este grupo negro también incluye la ‘g’ sonora (caucho vulcanizado) y la ‘r’ (un trapo hollinoso en el momento de ser rasgado) [...] Como entre sonido y forma existe una sutil interacción, veo la ‘q’ más parda que la ‘k’, mientras que la ‘s’ no tiene el azul claro de la ‘c’, sino una curiosa mezcla de azul celeste y nácar.
”Los tonos adyacentes no se mezclan, y los diptongos no tienen colores propios, a no ser que estén representados por un único carácter en algún otro idioma (así la letra gris-vellosa, tricorne, que representa en ruso el sonido ‘sh’, una letra tan antigua como los juncos del Nilo, influye en su representación inglesa) [...] En el grupo verde están la ‘f’, hoja de aliso; la ‘p’, manzana sin madurar; y la ‘t’, color pistacho. Para la ‘w’ no tengo mejor fórmula que el verde apagado, parcialmente combinado con el violeta [...]
”Finalmente, entre los rojos, la ‘b’ tiene el tono que los pintores llaman siena tostado, la ‘m’ es un pliegue de franela rosa, y hoy en día he podido encajar perfectamente la ‘v’ con el ‘rosa cuarzo’ del Diccionario del Color de Maerz y Paul [...] Las confesiones de un sinesteta deben de sonar tediosas y ostentosas para quienes están protegidos de tales filtraciones y corrientes de aire por murallas más sólidas que las mías. Para mi madre, sin embargo, todo esto era completamente normal”.
La comprensión que mostraba Elena Rukavishnikova, la madre de Nabokov, no se debía exclusivamente a su amor maternal. Ella experimentaba el mismo tipo de sinestesia que su hijo.
El estudio formal de la sinestesia comenzó en la segunda mitad del siglo XIX, cuando el polifacético investigador inglés John Galton describió las principales características del fenómeno: (a) algunas formas de sinestesia son más comunes que otras (más de la mitad de los sinestetas conocidos ven colores al mirar o escuchar letras y números); (b) es muy estable en el tiempo (si un sinesteta ve el sonido de la “A” de color rojo durante su infancia, lo seguirá viendo del mismo color el resto de su vida); (c) varía mucho entre personas (distintos sinestetas ven el sonido de la “A” de diferentes colores); (d) es una característica heredable.
Los psicólogos de comienzos del siglo XX le dedicaron a la sinestesia una gran atención. Hacia 1920 ya se habían publicado cientos de artículos científicos sobre el tema. Entonces apareció el conductismo, una escuela que cambió por completo la manera de abordar los estudios psicológicos.
Los conductistas sostenían que la observación objetiva era la única manera confiable de estudiar el comportamiento humano. Pero los psicólogos no podían observar la sinestesia, sólo la conocían a través de los relatos subjetivos de sus pacientes. Para los conductistas, ésta no era una forma seria de llevar a cabo un estudio.
Poco a poco la sinestesia cayó en el olvido. Con el tiempo se hizo común considerarla un producto de la imaginación, el resultado de alteraciones mentales, recuerdos de la infancia que afloraban ante ciertos estímulos o una consecuencia del consumo de ciertas drogas (el LSD produce sinestesia).
En los años ’80 ocurrió otra revolución, la cognitiva, y la manera de abordar los problemas psicológicos volvió a cambiar. La sinestesia se convirtió de nuevo en objeto de estudio. Para averiguar si se trataba o no de un fenómeno genuinamente sensorial, los neurólogos Vilayanur Ramachandran y Edward Hubbard, de la Universidad de California, en San Diego, idearon el siguiente experimento.
En una hoja de papel blanco imprimieron un montón de veces el número “5” en color negro. Intercalados con los “5” pusieron unos pocos “2”, también negros y dispuestos de tal manera que formaban un triángulo. Después mostraron la hoja a diferentes personas, incluidas algunas que, a causa de la sinestesia, veían los números de distinto color (por ejemplo, el “5” verde y el “2” rojo).
Los sinestetas descubrían enseguida el triángulo, porque veían los números que lo formaban de un color diferente del resto. Los que no eran sinestetas, en cambio, veían todos los números del mismo color (negro) y en general no encontraban la figura geométrica o tardaban mucho más en distinguirla. “Estos resultados demuestran que los colores inducidos son de carácter sensorial y que los sinestetas no fingen”, escribieron los autores del experimento.
Los sinestetas suelen ignorar que poseen una característica poco frecuente hasta que un día, que puede llegar en la adolescencia o aún más tarde, descubren con sorpresa que los demás no perciben la realidad en la misma forma que ellos.
El caso de los Nabokov, madre e hijo sinestetas, es bastante común. Todavía no se identificaron genes específicos de la sinestesia, pero todo sugiere que tiene un origen genético y por lo tanto, como señaló Galton hace más de un siglo, es heredable.
“¡Mi familia está llena de sinestetas! –declaró la profesora estadounidense Julie Roxburgh–. Mi abuela, mi mamá, mi primo, mi hermano, mi hijo y mi nieta son o eran sinestetas como yo. Durante mi infancia pasamos muchas horas felices hablando sobre los colores de los días de la semana, los sonidos de las luces de tránsito y la forma del sonido de la sirena.”
El inglés James Wannerton, presidente de la Asociación de Sinestesia del Reino Unido, experimenta una sinestesia más extraña: “Cuando escucho, leo o pienso palabras, experimento un sabor inmediato e involuntario en la lengua. Estas asociaciones gustativas son muy específicas y se han mantenido sin cambios desde que tengo memoria”.
A Wannerton le cuesta imaginarse la vida sin sinestesia. Dice que si le propusieran eliminarla, no lo aceptaría. Sin embargo, reconoce que a veces le resulta incómoda. Por ejemplo cuando salía con una chica cuyo nombre tenía un fuerte sabor a pastel de hojaldre. El problema era que Wannerton sentía ese sabor todo el tiempo que pasaba con ella.
Otras sinestesias conocidas resultan difíciles de imaginar: ver el sonido de una campanilla como una sucesión de triángulos, sentir el peso de las letras, experimentar los sonidos como variaciones de temperatura.
Desde fines del siglo XIX se conoce una variedad de sinestesia que consiste en asociar letras y números con personalidades. En 1893, la psicóloga estadounidense Mary Calkins publicó la siguiente declaración de una de sus pacientes: “Por lo general, las ‘T’ son unas criaturas hurañas y mezquinas. La ‘U’ es desalmada. El ‘4’ es honesto, pero no se puede confiar en el ‘3’”.
Quizá todos fuimos sinestetas durante unos meses. Al menos eso es lo que sospechan algunos psicólogos. Existen evidencias de que las regiones del cerebro que reciben los distintos estímulos sensoriales podrían estar interconectadas en los recién nacidos.
Si esto es verdad, un bebé de pocas semanas podría ver, tocar y oír los sonidos. En los meses siguientes, los sentidos se irían aislando unos de otros. Este aislamiento permitiría procesar más rápido la información del mundo exterior y sería una ventaja para la supervivencia. Sólo las personas que poseen ciertas características genéticas conservan la sinestesia por el resto de sus vidas.
La mayoría de los sinestetas afirma disfrutar de su condición. Los pocos que se quejan suelen ser los que oyen sonidos molestos ante ciertos estímulos.
La profesora Roxburgh presenta una inusual sinestesia en ambas direcciones. Ve colores cuando escucha sonidos y escucha sonidos al ver colores. Esto le crea situaciones muy desagradables que afectan su vida laboral y privada. Con el tiempo se acostumbró a evitar los lugares muy coloridos o muy ruidosos.
Pero dejando de lado estas situaciones particulares, la sinestesia bien puede ser objeto de una sana envidia. Pensemos, por ejemplo, en los sinestetas que asisten a un concierto y disfrutan tanto de la música como de la algarabía de colores que ella les produce. Sentir sabores al tocar un objeto con los dedos puede ser igualmente placentero o divertido (según qué sabores se sientan, claro).
La sinestesia suele ser más frecuente entre los artistas que en cualquier grupo de personas elegidas al azar. Fueron sinestetas los compositores Franz Liszt, Jean Sibelius, Duke Ellington, Leonard Bernstein y Olivier Messiaen. También los poetas Arthur Rimbaud y Charles Baudelaire. Y en el ámbito científico, el premio Nobel de física Richard Feynmann (“Cuando miro ecuaciones, veo todas las letras en colores”, dijo una vez).
En los últimos años, los investigadores empezaron a observar qué ocurre en el cerebro de los sinestetas. Esto se hizo posible gracias a la tecnología de imágenes, que permite obtener una suerte de radiografía en colores del cerebro en plena actividad. Así se comprobó que cuando un sinesteta ve música, aumenta la actividad en las regiones del cerebro donde se encuentran alojadas la vista y la audición. Esto sugiere que sus sentidos están comunicados unos con otros.
A lo largo de la evolución, nuestro sistema nervioso se especializó en percibir apenas una parte del mundo que nos rodea. Somos ciegos a ciertas longitudes de ondas, sordos a determinadas frecuencias, hay montones de cosas a las que no les sentimos gusto ni sabor. La sinestesia nos recuerda que aquello que llamamos realidad es una construcción totalmente subjetiva de nuestros cerebros.
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