La genialidad y la perversión parecen ser caras de una misma moneda. Al menos así lo indica la experiencia del norteamericano Daniel Carleton Gajdusek, Nobel de Medicina condenado por corrupción de menores, y del filósofo francés Louis Althusser, detenido por homicidio. El psicólogo Leon Festinger fue uno de los primeros que analizaron la discrepancia entre lo que se percibe del otro y lo que realmente es.
› Por Pablo Capanna
Hace años, una de esas fluctuaciones cuánticas de la política universitaria que hasta entonces apenas había sufrido, me arrojó a la jefatura de un departamento con decenas de docentes, un escritorio y hasta una secretaria. Una mañana, al hojear el diario leí que un profesor había matado a su mujer a puñaladas. Al rato me llamaron para contarme que era un colega, con quien había hablado una sola vez.
Cuando llegué a la oficina, la secretaria estaba al borde de un ataque de nervios. Me alcanzó una carta que en algún momento alguien había dejado sobre mi escritorio. La firmaba el flamante asesino, quien solicitaba licencia con la mayor formalidad burocrática. Por lo menos, se conformaba con que fuera sin goce de sueldo. Alegando “causas ajenas a su voluntad” que eran “del dominio público”, se veía obligado a dejar la cátedra al menos por un tiempo. Nunca volvió. Que yo sepa, no lo encontraron nunca, y si aún vive, seguirá impune.
A mí me había tocado vivir la parte más grotesca del asunto, pero hubo profesores que se sintieron muy perturbados. Algunos se defendían negando que jamás hubieran tenido trato con el prófugo. Otros se sentían tontos por no haberse dado cuenta de quién era su colega y tampoco faltaban los que se creían detectives aficionados.
Hace poco recordé esas circunstancias. Fue el día en que los noticieros comenzaron a insistir sobre dos casos, uno lejano y otro próximo, y lograron mantenerlos en cartel unos días más de lo que habitualmente soporta la audiencia. Ambos casos provocaban una indignación fuera de lo común. Mostraban que personas que parecían estar más allá de toda sospecha podían ser culpables de las peores aberraciones.
En el primer caso se trataba de un gurú con aspecto de Mago Merlín, venerado en Belgrado por sus pacientes y adeptos. Un día se descubrió que era nada menos que el Carnicero de Bosnia, uno de los peores genocidas de las guerras balcánicas. El otro era un eminente psicólogo argentino, con autoridad en temas de abuso sexual y violencia familiar, que de pronto aparecía procesado por dirigir una red internacional de pedófilos.
Casos como éstos logran inquietar hasta a una opinión pública que ya parecería estar inmunizada contra cualquier escándalo, quizá porque golpean la buena fe y corroen los últimos vestigios de la confiabilidad. Por supuesto, no era la primera vez que ocurrían cosas parecidas, pero la condición terapéutica de los acusados agravaba las cosas.
Cuando un Nobel de Medicina como D. C. Gajdusek fue condenado por corrupción de menores o un filósofo como Althusser fue preso por homicidio, a muy pocos se les ocurrió poner en duda sus logros intelectuales.
Pero algo cualitativamente distinto fue lo que ocurrió cuando a Kurt Waldheim, que había sido secretario de la UN, se le descubrió un currículum de oficial de las SS, o en los casos más recientes de sacerdotes o líderes religiosos acusados de estupro. Pareciera que dentro de la generalizada anomia en que vivimos las figuras terapéuticas son los últimos referentes morales y su corrupción produce una mayor indignación.
El caso del psicólogo argentino conmovió a toda su comunidad profesional, que de algún modo veía afectada su credibilidad. Con una celeridad poco común fue excluido de la cátedra y hasta se retiraron de circulación sus libros, aun perjudicando a quienes habían colaborado con un inocente paper en alguna de sus compilaciones.
En las ciencias sociales (antaño llamadas “morales”) el prestigio intelectual y el ético parecían estar mucho más ligados de lo que ocurre en las ciencias “duras”, donde cuesta menos disociar la obra del autor.
Todos vimos desfilar por televisión a sus ex colegas, tan azorados como cualquier vecino que acaba de descubrir que vivía al lado de un asesino. Algunos no atinaban a dar explicaciones. Otros tomaban distancia y minimizaban su relación con él. Si bien no faltaban quienes aprovechaban para ventilar discrepancias ideológicas, nadie se jactaba de haber sospechado nada, porque en ese caso hubiera tenido que denunciarlo. La mayoría coincidió en afirmar que un psicópata que lleva una doble vida es más difícil de descubrir que un espía, que puede pasar inadvertido por años.
Lo que se ponía en tela de juicio en circunstancias como estas era la eficacia profesional de quienes habían estado cerca del personaje en cuestión. La opinión pública se preguntaba por qué ninguno de ellos, siendo brillantes a la hora de diagnosticar o de teorizar, fue capaz de darse cuenta no sólo de sus perversiones sino de su actividad delictiva. ¿Habría que creer que los agentes de contraespionaje son más eficaces que los psicólogos o bien que la perspicacia de éstos se empaña cuando tienen que observar a sus propios colegas?
Antes de arrojar más dudas sobre profesionales, estudiantes y funcionarios, convendría recordar que este fenómeno es bastante común, y puede cobrarse víctimas hasta entre los científicos más rigurosos. Es bastante difícil ver al colega como paciente, precisamente porque cuesta sacarlo de su contexto habitual. El vínculo intelectual y el trato formal pueden impedir la toma de distancia. Como se decía en el caso de la infidelidad, “el último que se entera es la víctima”, y sólo después de que la evidencia más brutal disipa sus racionalizaciones.
Uno de los primeros que estudiaron este tipo de ceguera epistemológica fue el psicólogo Leon Festinger. En 1957 se puso a investigar a los miembros de una secta apocalíptica que habían esperado ser evacuados por los extraterrestres antes del inminente fin del mundo. Como en la fecha anunciada no pasó nada, los creyentes prefirieron ponerse a elaborar nuevas y alambicadas profecías para acomodarse a la nueva situación, antes que reconocer que se habían dejado engañar.
El grupo reproducía en escala menor un hecho histórico conocido como la Gran Decepción Americana. El 22 de octubre de 1844 los seguidores del pastor William Miller subieron a los techos de sus casas para esperar el regreso de Cristo, que según sus cálculos ocurriría en esa fecha. Al día siguiente, los milleritas no sólo estaban frustrados; se encontraron con que eran ridiculizados, hostigados y hasta vejados por sus propias comunidades.
La consecuencia fue que terminaron por cerrar filas y se pusieron a hacer nuevos y complejos cálculos que explicaran el fracaso. Tanto los Adventistas como los Testigos de Jehová nacieron de esa crisis.
Más cerca de nosotros, algo parecido le ocurrió a Philip K. Dick, el Kafka californiano. En sus últimos meses de vida estuvo aguardando la llegada de un mesías que aparecería en todas las pantallas de televisión, y murió poco antes de la fecha fijada, quizá por no estar dispuesto a soportar un fracaso.
Festinger llamó disonancia a este conflicto que se plantea entre aquello que uno ve y lo que espera ver. La necesidad de que haya consonancia entre las distintas creencias que uno abriga (a menudo contradictorias entre sí) puede ser tan fuerte como para negar los hechos, ocultarlos o aceptar una ilusión con tal de que sea convincente.
Cada vez que uno le echa un vistazo al horóscopo, aunque descrea de la astrología, es porque está buscando alguna asonancia con sus deseos. En casos extremos hay quien llega a hacer fraude, simplemente porque no soporta el conflicto.
Para estudiar estas circunstancias, Festinger diseñó una experiencia que ya es clásica. Reclutó voluntarios dispuestos a cumplir una tarea, sin hacer objeciones. La tarea no tenía sentido: había que rotar unas clavijas dándoles un cuarto de vuelta por vez, hasta que el instructor dijera basta, o bien apilar bobinas de madera en una bandeja, vaciarla y empezar a llenarla de nuevo. Al cabo de unos cuantos minutos, se hacía exasperante.
A la salida, un instructor abordaba a los aburridos sujetos y en tono confidencial les pedía ayuda, explicando que uno de sus ayudantes había faltado. Les pedía que convencieran al candidato siguiente de que la tarea era muy estimulante y divertida, a pesar de lo que habían tenido que hacer. Como incentivo, a algunos ofrecía pagarles veinte dólares y a otros les prometía solamente uno.
El paradójico resultado era que quienes habían cobrado menos eran los que mejor mentían. Al parecer, los que recibían un pago razonable tenían conciencia de que mentían por dinero; no se sentían culpables de hacerlo porque pensaban que estaban contribuyendo al avance de la ciencia.
En cambio, los que aceptaban negar la evidencia por sólo un dólar terminaban siendo más convincentes porque antes habían tenido que persuadirse a sí mismos. De no hacerlo, se hubieran sentido unos miserables, capaces no sólo de mentir sino de hacerlo sin motivo. Necesitaban justificarse para mantener la autoestima y superar la disonancia.
Desde el auge del espiritismo del siglo XIX hasta modas más recientes como la exploración de “recuerdos de vidas anteriores”, muchos han experimentado creando ficciones y haciéndolas pasar por historias reales. El escéptico James Randi armó un show en la televisión australiana, con un actor que simulaba recordar hechos de 2000 años atrás. Pero se encontró que aun después de que ambos confesaran públicamente la impostura, el público siguió creyéndole.
Algunas conocidas historias de la ciencia, que suelen explicarse como fraudes explícitos o divagaciones seudocientíficas quizá puedan entenderse apelando a la disonancia. La más venerable es la historia de las “células inmortales” que el Premio Nobel Alexis Carrel (1873-1944) decía haber cultivado en el laboratorio del Instituto Rockefeller de Nueva York durante nada menos que 34 años.
El cirujano, que gozaba de enorme fama como ensayista y escritor de temas espirituales, dictaminó en 1912 que “el envejecimiento y la muerte son fenómenos contingentes, no necesarios”. Se propuso demostrarlo manteniendo in vitro unas células de corazón de pollo, a las cuales apenas se les agregaban periódicamente unas gotas de plasma.
En la comunidad científica siempre hubo muchos que dudaban del experimento de Carrel. Uno de los escépticos, llamado Ralph Buchsbaum, logró en 1930 que una asistente de Carrel confesara que cada tanto le añadía células vivas al cultivo.
Dijo que lo hacía para no decepcionar al profesor, pensando que la disonancia podía matarlo. Carrel murió en 1944, la experiencia se suspendió dos años después, y hoy sabemos que las células no sobreviven más allá de unas 30 semanas.
El otro caso es el del “agua anómala” o “poliagua” que el ruso Nikolai Fediakin dijo haber producido en 1968. Se la obtenía mediante un complejo proceso de condensación de vapor en capilares de cuarzo, y tenía propiedades realmente extrañas, que prometían grandes aplicaciones.
Tenía la consistencia de la gelatina, se congelaba recién a 40 grados bajo cero y no hervía. Años después se pudo determinar que no se trataba de un fraude sino de una desprolijidad de los rusos: el agua “anómala” se había contaminado con grasas y siliconas.
Esta vez la disonancia corrió por cuenta de los norteamericanos, que todavía estaban bajo el impacto del Sputnik, se había adelantado a sus propios planes espaciales. Sentían que había que hacer algo para evitar una nueva humillación.
Un equipo de la Universidad de Michigan se propuso reproducir los resultados soviéticos y hasta desarrolló complejas elaboraciones teóricas para justificarlos, antes que admitir la explicación más simple y ahorrarse mucho trabajo.
De todos modos, la disonancia no es siempre ni necesariamente negativa. Lo que puede ser negativo son las reacciones que provoca, en los casos en que actúa como inhibidor. Pero la disonancia es algo que puede ser más que recomendable en el caso de las negociaciones.
Cuando se sientan a la misma mesa competidores, rivales, adversarios o aun enemigos, la disonancia es fecunda si permite descubrir que la persona que está en frente de uno no es un monstruo inhumano sino alguien que piensa distinto o tiene otros intereses.
El diálogo y la negociación se vuelven posibles cuando surge una feliz disonancia entre el prejuicio y la realidad, que permite superar el hiato entre lo que se espera lograr y lo que es factible acordar con la otra parte. De este modo, se puede pensar en resolver los conflictos que la intransigencia no hace más que alimentar.
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