Reflexiones sobre el eterno tema de “naturaleza y cultura” son los hilos conductores en este adelanto que Futuro presenta del libro Ecología de la cultura (Katz Editores), del filósofo español Antonio Lastra. También podría decirse que el libro empieza con un estudio sobre el desmoronamiento del mundo en el célebre poema de Lucrecio y termina con una referencia poética a la naturaleza dominada por la mano del hombre, es decir, por la cultura.
› Por Antonio Lastra
La sociología de la filosofía, si fuera practicable, sería una ciencia irónica: por una parte, tendría que dar por sentado que lo que todos los filósofos comparten entre sí es más importante que lo que los separa o somete a cualquier otra circunstancia (política o religiosa sobre todo); por otra, tendría que especificar qué es lo que los filósofos comparten entre sí –el anhelo de conocer las cosas más importantes y lo más importante de todas las cosas– y constituye la filosofía propiamente dicha sub specie aeternitate, algo sobre lo que, al menos en algunas ocasiones, es o ha sido más prudente guardar silencio.
Con esta perspectiva, la historia de la filosofía no registraría avance alguno: la filosofía habría pronunciado siempre los mismos discursos, y sólo la incapacidad de los lectores que no fueran a la vez filósofos habría sido la fuente de las controversias. El lector que fuera a la vez filósofo –un lector inteligente y digno de confianza– habría entendido y captado siempre y en todo momento la escritura o la voz filosóficas, en la medida en que esa escritura y esa voz no habrían sido distintas de la expresión de una vida examinada, de su propia vida examinada.
El lector que fuera a la vez filósofo reconocería y comprendería a otro filósofo cuando leyera lo que ha escrito u oyera lo que dice; lo compartiría, incluso, sin reservas, pues nada de lo que llegara a encontrar en la escritura o en la voz del filósofo podría serle ajeno. El lector que fuera a la vez filósofo no entendería a otro filósofo mejor de lo que se entiende a sí mismo ni mejor de lo que el mismo filósofo se entiende a sí mismo. Leer esa escritura y oír esa voz sería, entonces, la única razón de ser de la historiografía filosófica, cuya tarea consistiría fundamentalmente en preservar o restaurar esa escritura y esa voz, cuya pérdida u omisión –por motivos políticos o religiosos sobre todo– es una amenaza recurrente.
Las vidas examinadas de los filósofos aportarían, de este modo, los elementos necesarios para una verdadera autobiografía, para el conocimiento de nosotros mismos indispensable para conocer a los demás, filósofos o no filósofos. No haría falta exigir del filósofo que su filosofía fuera –como pedía Henry David Thoreau al escritor– un relato sencillo y sincero de su propia vida, y no sólo lo que ha oído de las vidas de otros. Es probable que, durante su época de estudiante en Harvard, George Santayana subrayara esta frase en su prontuario de máximas del autor de Walden, en cuya primera página aparecía.
El relato sencillo y sincero de la propia vida sería el primer elemento de la filosofía, tanto de la filosofía clásica como de la filosofía moderna. Ese relato sería, en efecto, una condición necesaria, pero no suficiente para Santayana o Thoreau, que añadirían la exigencia del relato, igualmente sencillo y sincero, del mundo, de la materia o de la naturaleza. El conocimiento de nosotros mismos y de los demás sería sólo el primer paso hacia el conocimiento del todo, de todas las cosas y especialmente de las cosas más importantes. Puesto que el cielo no ha cambiado –parafraseando una célebre frase de Santayana-, la filosofía ha de seguir siendo la misma, y probablemente haya de serlo también el filósofo.
Así expuesta, la filosofía podría no ser una disciplina y carecer de maestros y de discípulos: hasta cierto punto no se enseñaría ni se aprendería. Un filósofo no es superior a otro filósofo. Ningún filósofo sabe más que otro filósofo. Entre filósofos reina la igualdad; entre los filósofos y los que no lo son prevalece, por el contrario, la desigualdad. La insinuación de que no haya, por tanto, progreso alguno en la filosofía (de que sea una constante del pensamiento, sin principio ni fin, más que un continuum, y de que cierta intuición inmediata pueda suplir el esfuerzo intelectual una vez que el joven filósofo haya alcanzado naturalmente la madurez) lleva, sin embargo, a la sospecha de que carezca de contenido o de que su objeto sea el vacío, la nada, la mortalidad del alma, el desmoronamiento del mundo; de que sólo sea una actitud –una ética en el mejor de los casos– y de que lo único que podrían compartir los filósofos es la angustia, la resignación o el reconocimiento mutuo, tácitamente expresado (en el sentido emersoniano de ser víctimas de la expresión), de la ignorancia.
La educación (doctrina), según Lucrecio, no altera la naturaleza humana (III, 307-322). El desconocimiento de nosotros mismos, a pesar de una vida dedicada al examen de nuestra vida, y el desconocimiento del mundo, a pesar de una vida dedicada al estudio de la materia o de la naturaleza, podrían ser el secreto mejor guardado de la filosofía. En su relación con los lectores u oyentes que no fueran a la vez filósofos, el filósofo podría guardar silencio respecto de lo que sabe que no sabe y de cuya existencia tiene dudas, o ser políticamente obediente y religiosamente piadoso; mucho más obediente y piadoso, de hecho, que los lectores y oyentes de sus escritos que no fueran a la vez filósofos y para quienes el descubrimiento de la verdad –el desconocimiento de nosotros mismos y el desconocimiento del mundo que suponen el desconocimiento de las causas últimas, o de la causa primera, de todas las cosas, especialmente de las cosas más importantes– resultaría terrible.
El filósofo no sería obediente y piadoso por miedo o esperanza, sino porque habría dejado atrás el miedo y la esperanza. En cierto sentido, la única enseñanza filosófica consistiría en aprender a vivir sin saber; en el mejor de los casos, en aprender a vivir con un conocimiento provisional de nosotros mismos y del mundo. En última instancia, los postulados de la ciencia y la política modernas –de la ciencia política moderna– coincidirían con los postulados de la antigua religión: bajo una superficie transitable y habitable, incluso hospitalaria, pero fatalmente delgada y frágil, hay una profundidad inescrutable.
La diferencia residiría sólo en el hecho bruto de que la antigua religión se basaba en la revelación de lo que el hombre necesita saber y en la promesa de su salvación en el futuro, una salvación que podríamos entender como el rescate de su ignorancia respecto de las únicas cosas que importan. La ciencia y la política modernas, por el contrario, no reconocen un límite a nuestra ignorancia: la provisionalidad del conocimiento científico y de los regímenes políticos –su validez y su facticidad– es infinita. Dentro de miles de años, los hombres sabrán de sí mismos y del mundo lo mismo que podemos saber nosotros o que hayan podido saber antes otros hombres; su conocimiento y el nuestro no serán menos precarios. En ocasiones, en demasiadas ocasiones desde un punto de vista humano, esa superficie civilizada se resquebraja –por motivos políticos o religiosos sobre todo– y la humanidad entera o partes de la humanidad se hunden en el abismo.
No hace falta decir que, en este caso, la comparación con el deshielo de Walden –con lo que ocurre en la naturaleza, que sigue siendo la misma desde que Lucrecio la descubriera en su poema– es apropiada, aunque no ofrezca consuelo alguno: la llegada de la primavera que provoca el resquebrajamiento del hielo invernal podría equipararse al surgimiento de una nueva civilización tras la catástrofe. La naturaleza crea y destruye interminablemente, indiscriminadamente. Esa nueva civilización no sería moralmente mejor que la anterior, como tampoco habría aumentado el conocimiento humano con ella, del mismo modo que una primavera no es superior a otra y nada puede impedir que, durante las noches del invierno siguiente, se forme una extensa capa de hielo, dura en apariencia, pero intrínsecamente débil, que cubra de nuevo el mundo. No tenemos, dirá Lucrecio en su poema, experiencia de la solidez (usque adeo in rebus solidi nihil esse videtur, I, 495).
Santayana pudo reconocer en esa sucesión de escepticismo y fe animal la conducta o la vida de la razón, que se expresa siempre con ironía y delicadeza. Esta exposición es esencialmente conservadora; a grandes rasgos describe la posición de Santayana y explica no sólo su filosofía política y religiosa, sino toda su filosofía, cuyo lenguaje puede ser prestado. Además, nos ayuda a entender, o al menos nos proporciona las primeras pautas para intentarlo, la duradera devoción de Santayana por Lucrecio y su poema sobre la naturaleza de las cosas, una devoción que podría resultar extraña si nos atuviéramos a una lectura estrictamente literal del poema –en lugar de la lectura comparada de Santayana–, como la que llevaría a cabo, medio siglo después, otro filósofo conservador, Leo Strauss.
Santayana y Strauss son los únicos filósofos del siglo XX que leyeron con atención a Lucrecio. Esta dedicación de dos filósofos eminentemente conservadores a Lucrecio es, en efecto, extraña, en el sentido de que es difícil de entender que ninguno de los dos pudiera asumir por completo la lectura, porque el epicureísmo –la filosofía que Lucrecio trata de revelar en su poema– ha sido tradicionalmente considerado heterodoxo o discorde en el seno de la propia filosofía y en sus relaciones con la política y la religión; bastaría con recordar, en el seno de la propia filosofía, lo que Kant escribió sobre Epicuro, cuyo espíritu filosófico sería en su opinión “el más auténtico entre los sabios de la antigüedad” , y el más afín a la ciencia natural moderna, o la sutil distinción de Marx respecto a que no se puede enseñar la filosofía de Epicuro más de lo que se puede aprender de ella.
De acuerdo con Kant y Marx, no todos los filósofos habrían sido tan “auténticos” o genuinos como Epicuro, lo que sugiere que hay falsos filósofos (empiristas y platónicos, igualmente dogmáticos en el contexto kantiano), en parte porque entender a Epicuro exige un esfuerzo intelectual que podría no dar sus frutos: Epicuro sabe más que sus discípulos y es superior a sus lectores. En alguna ocasión, Lucrecio llama a Epicuro “divino” y admite que su “poema” –la poesía en general– es inferior a la “filosofía” de su maestro: la poesía cumpliría una función ancilar respecto de la filosofía; de algún modo, el poema refleja ciegamente la naturaleza de las cosas.
La recepción del epicureísmo es, de hecho, paralela a la formación del materialismo y el ateísmo, que han sido las señas de identidad de la filosofía no conservadora, liberal, progresista o moderna: Deus sive natura es la formulación exacta de lo que Santayana llamaría ambiguamente –a propósito de Spinoza– la “religión última”. La religión última es, en realidad, la última religión, una religión superior o ulterior a cualquier otra, aunque no por la altura de sus miras, sino por la reducción de sus expectativas a los límites de la mera razón.
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