Sábado, 22 de noviembre de 2008 | Hoy
ARQUEOLOGIA E HISTORIA DE LA CIENCIA: MARIA REICHE NEUMANN (1903-1998)
Fue la matemática y arqueóloga que descifró las famosas Líneas de Nazca, el misterio de un tablero de dibujos de origen prehispánico trazados en la inmensidad del desierto peruano. Esa “mujer que barría el desierto” –como la llamaban los lugareños que la observaban trabajar entre el calor y la aridez de los pedregales– contribuyó con sus investigaciones a develar una porción invalorable de la cultura indoamericana.
Por Rocio Ballon
María Reiche nació en Dresden, Alemania, un 15 de mayo de 1903. A los 25 años aprobó el examen superior de magisterio en Matemáticas, Física, Filosofía, Pedagogía y Geografía. Tras recibirse, sólo conseguía empleos temporarios hasta que el cónsul alemán en Cuzco, que buscaba una institutriz, la seleccionó entre más de 80 candidatas para educar a sus hijos.
Cuando llegó por primera vez a Perú, en febrero de 1932, Reiche quedó encantada con los paisajes andinos y la infinitud de misterios que parecían envolverlo todo con una cierta aura ancestral. A fines de 1937 decidió establecerse en Lima, donde puso un aviso en el periódico ofreciendo sus servicios como profesora de alemán.
Mientras preparaba sudarios en el Museo de Arqueología de Lima y traducía textos científicos, se ganaba la vida dando masajes, clases de alemán, de inglés y de gimnasia. Además ayudaba a una amiga inglesa, Amy Meredith, dueña de un importante salón de té limeño donde acudían importantes personalidades de la intelectualidad y sociedad peruana.
Precisamente, fue en ese cafetal donde conocería al doctor Paul Kosok, científico norteamericano que en 1939 había descubierto la existencia de unas líneas dibujadas en el desierto, utilizadas –según creía– por los antiguos astrónomos peruanos como un gigantesco calendario solar y lunar. Arqueólogo especialista en antiguos sistemas de riego, Kosok buscaba a alguien que pudiera traducir sus artículos del inglés al castellano y María, que había quedado maravillada con el enigma de esas líneas fantásticas inscriptas en los pedregales, aceptó el desafío y partió rumbo a Nazca.
Kosok le había pedido que examinara aquellas líneas rectas que aparecían como extrañas depresiones en el desierto, porque suponía que no se trataba de zanjas de riego como muchos inferían en un principio, sino que se estaba ante la presencia de un auténtico calendario astronómico. El 22 de junio, día del solsticio de verano, había observado que la línea sobre la que se encontraba en ese momento seguía exactamente al sol en el horizonte. En diciembre de 1941, Reiche verificaría esta teoría.
Su trabajo de investigación no continuó hasta el fin de la II Guerra Mundial, en 1946, ya que por su condición de alemana tenía terminantemente prohibido salir de la ciudad.
Durante los primeros días de junio de 1946 encontró entre las líneas el primer dibujo: una araña de ocho patas y proporciones agigantadas. Pero era difícil distinguirla porque durante siglos el viento había soplado sobre el altiplano y había dejado una capa fina de piedras pequeñas sobre la imagen.
Rápidamente fueron apareciendo las demás: un colibrí agitaba sus alas sobre la inmensidad del desierto peruano mientras un mono soberbio enroscaba con su cola el suelo rojizo para culminar la figura en una perfecta espiral. Así, manos de cuatro dedos se estrechaban misteriosamente en la soledad de las pampas inhabitadas apuntando al cielo, casi tocándolo.
Los dibujos se habrían producido en el período cultural de los Nasca, que se desarrolló entre 100 y 800 d.C. y habrían tenido un significado ritual. Su simbología estaría asociada al firmamento, ya que en la figura del mono se podía ver la constelación de la Osa Mayor. Por su parte, la figura de la araña simbolizaría la constelación de Orión, y el dibujo del perro la constelación del Can Mayor.
A Reiche le intrigaba saber cómo era técnicamente posible haber producido esos enormes dibujos con tanta perfección. Así aseguró que los creadores estaban provistos de un sistema de medición con el cual podían transferir al desierto las figuras de un modelo más pequeño. “Si los autores de los dibujos no pudieron volar, quiere decir que sólo pudieron imaginar el aspecto de sus obras y por ello han debido planearlas y dibujarlas de antemano en menor escala”, explicaba.
Y es que las figuras sólo pueden verse bien desde una altura de 450 metros. Sólo así puede apreciarse el gran tablero conformado por líneas rectas y angostas, todas de distintas longitudes y cruzadas por figuras geométricas donde se destacan nítidos los dibujos. Una particularidad de estas imágenes es que están formadas por una misma línea que parte de un punto, recorriendo el suelo y dibujando una figura estilizada que retorna al mismo punto de partida.
Los dibujos se encuentran en una región con uno de los suelos más estériles del mundo, de color amarronado, debajo de otra capa de color amarillento. El movimiento del aire disminuye a pocos centímetros del suelo debido a las piedras de la superficie, que hacen las veces de colchón de aire caliente que protege a los geoglifos de los fuertes vientos. Otro elemento que impide el cambio de la superficie es el yeso que contiene el suelo, que, al tomar contacto con el rocío, permite que las piedras queden ligeramente pegadas a su base, constituyendo un verdadero fenómeno de conservación.
Reiche estudió casi mil líneas mediante cinta métrica, sextante y brújula, y más tarde echó mano al teodolito, guiándose por su orientación astronómica. Cargada de instrumentos de medición y de una escalera de mano, en numerosas ocasiones recorrió a pie el desierto sin ningún tipo de provisión.
Kilómetros bajo el sol convirtieron su tez pálida en un rostro curtido y tan tostado como el de una mujer andina. Era “la mujer que barría el desierto” y con el paso de los años se fue transformando en una anciana, que aparecía con su cabello blanco y su piel oscura entre el polvo que se levantaba cuando soplaba el viento, allá, a lo lejos, agitando el mango de una escoba, recorriendo las pampas, imaginando figuras vistas desde el cielo.
Cuando se quedaba sin lugar en sus planos, escribía sus fórmulas en unos calzoncillos que siempre utilizaba debajo de la ropa. Para evitar los largos recorridos diarios, se mudó a una austera cabaña al borde del desierto, que no contaba con agua corriente ni toma eléctrica. Así, por más de cincuenta años, los días y las noches de esta científica fueron volcados a sus cálculos matemáticos, sus planos y anotaciones, su escoba para descifrar figuras de plantas y animales y sus caminatas interminables por el desierto.
La ferviente defensa y lucha de Reiche por la conservación del patrimonio cultural andino le valió el reconocimiento y la valoración del pueblo peruano. Recibió cinco veces el título de Doctor honoris causa. Y dijo una vez: “Todo el mundo debe tener iguales derechos. Yo quiero, con mi obra, ser un instrumento para eliminar las injusticias y para que los peruanos –que son gente de cualidades culturales, morales y físicas especiales– recuperen su propia estimación. Yo les digo: yo soy chola, porque me siento a veces más unida con los cholitos”.
En 1955 pudo evitar que construyeran un sistema de riego en el desierto. Quince años más tarde, en 1970, aprovechó el congreso de americanistas que tuvo lugar en Lima para llamar la atención sobre la protección de los jeroglíficos. Logró construir, al lado de la carretera Panamericana, una atalaya que permitía la observación de algunas figuras y líneas. Y así poder evitar que los turistas curiosos destruyeran los delicados dibujos. Finalmente, la Unesco declaró los geoglifos patrimonio de la humanidad, aunque su conservación hoy continúa amenazada.
Su trabajo más exitoso El secreto de la pampa, de 1968 (Geheimnis der Wüste) fue publicado en alemán, inglés y español. En 1993, a los 90 años, presa ya de la ceguera y la enfermedad de Parkinson que padecía, publicó las Contribuciones a la Geometría y la Astronomía en el Perú Antiguo, que recoge más de 50 años de artículos y manuscritos con sus investigaciones. Solía decir “¡Todo era por Nazca! Si cien vidas tuviera, las daría por Nazca. Y si mil sacrificios tuviera que hacer, los haría, si por Nazca fuera”.
Cumplió su palabra y murió en 1998, en el desierto que tanto amaba; aunque muchos de los lugareños insistan en afirmar que la siguen viendo en ocasiones, cuando el viento sopla hacia el sur, el polvo vuela presuroso y una línea se descubre. Agitando su escoba –aseguran–, probablemente echando a piedrazos a algún turista imprudente y, a la llegada de la noche, convertida en una estrella que observa desde el cielo, acaso se la pueda encontrar allí, reflejada en algún mono de cola enroscada, en un colibrí de plumas prominentes o en una línea sempiterna.
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