futuro

Sábado, 6 de diciembre de 2008

Utopías perversas

La literatura neonazi retomó y reivindicó el nazismo, y reprodujo sus delirios racistas. Uno de sus paladines fue William Pierce, que no era solamente un matón de barrio, sino que (además) tenía un doctorado en Física. No se limitó a las novelas, sino que industrializó música y videogames, y tuvo más aceptación de la que se sospecharía en Estados Unidos y Europa. La siniestra perversión de estos grupos, de estos libros, de esta música, forma parte de toda una tradición que obliga, lamentablemente, a mantener los ojos bien abiertos.

 Por Pablo Capanna

El 15 de abril de 1995 un coche bomba con media tonelada de explosivos destruyó el edificio Alfred Murrah de Oklahoma City, dejando 168 muertos y unos quinientos heridos. Fue el mayor atentado en la historia de los Estados Unidos antes del 11-S, pero su origen fue estrictamente endógeno.

Como el edificio alojaba oficinas de la DEA y del ejército, al principio hubo hipótesis muy variadas, pero resultó que el blanco principal había sido la oficina de la Agencia de Alcohol, Tabaco y Armas, la misma que había aniquilado a la secta de David Koresh, atrincherada en Waco. El terrorista, Timothy McVeigh, había estado varias veces en Waco y el día del atentado se cumplían dos años de la matanza.

Con sus 27 años, a McVeigh no le faltaba nada para ser el perfecto conspirativo paranoide, con la diferencia de que esta vez tenía la decisión de matar. Era veterano de la Guerra del Golfo, y estaba convencido de que en el ejército le habían implantado un microchip en la nalga, para usarlo en un experimento de control mental. Se había entrenado con la Milicia de Michigan, uno de los tantos grupos armados que proliferan en EE.UU.

Pero su principal fuente de inspiración estaba en una novela, Los diarios de Turner, un verdadero best seller clandestino entre las ultraderechas armadas. McVeigh la había leído varias veces, y hasta había puesto en práctica sus instrucciones en un atentado anterior contra el FBI. En cuanto a la fórmula del explosivo, no le había costado nada bajarla de Internet. Por si alguien todavía dudara de que no existen fantasías inocuas, sería inútil discutir que técnicamente la novela pertenecía al género “ciencia ficción”, por más que sus contenidos científicos eran nulos y su mayor ingrediente era el odio. Su autor, William Pierce, había nacido el mismo año en que Hitler llegó al poder. Un cáncer fulminante se lo llevó a poco de comenzar el siglo XXI, aunque se diría que sólo lo lamentó la gente de su calaña.

La mente criminal

William Luther Pierce (1933-2002) fue uno de los más influyentes ideólogos neonazis de los Estados Unidos y Europa, y el inspirador de varios grupos terroristas. No era un matón autodidacta. Tenía un doctorado en Física y antes de volcarse a la militancia política había sido profesor en la Universidad de Oregon.

En 1974, Pierce fundó la Alianza Nacional, que aglutinó a grupos violentos de diverso origen. Puso su cuartel general en una propiedad de 400 hectáreas escondida en un remoto paraje de los Apalaches, en Hillsboro (Virginia). En la finca, rodeada de alambrados de púa y vigilada por su propia milicia, aún funcionan la editorial y la empresa discográfica de Pierce, que surten al mercado “musical” y “literario” de los supremacistas blancos.

En una proclama de 1967, Pierce ya anunciaba que su objetivo era destruir el poder del ZOG (Gobierno Sionista de Ocupación). Denunciaba al gobierno federal como brazo político de una conspiración judía contra la “raza blanca”; sus instrumentos eran el socialismo, el poder negro, el sistema financiero y los matrimonios mixtos.

Nada nuevo desde Mi lucha, de no ser porque en el plan de Pierce los negros tenían prioridad de exterminio sobre los judíos, latinos y asiáticos, en ese orden. Calculaba que para “limpiar” a los Estados Unidos había que matar nada más que unos 50 millones de personas. El primer paso era establecer en EE.UU. una “zona liberada” (la Patria Aria Blanca), quizás en Virginia.

Pierce fue capaz de reciclar todas las ideas neonazis que estaban en circulación, pero les dio especial importancia a sus variantes esotéricas.

Su guía espiritual era Savitri Devi (1905-1982), una escritora nacida en Francia con el nombre de Maximiani Portas, que ya en 1945 las tropas aliadas habían detenido en Berlín cuando intentaba reagrupar a los sobrevivientes del régimen nazi. Devi era la llamada “Evita nazi”, que se fabricó una personalidad “aria” y asumió un nombre hindú para crear un culto religioso sazonado con ingredientes teosóficos e hinduistas.

En sus obras, presentaba a Hitler nada menos que como un avatar de la divinidad. Pierce editó y difundió El relámpago y el Sol, Oro en el crisol y Desafío, los libros que escribió Devi en los años sesenta.

Tras las huellas de Devi, Pierce fundó su propia religión racista, la Cosmotheist Church, de la cual, por supuesto, se proclamó líder. Era una mezcla de panteísmo soft con racismo hard; enseñaba que sólo los “blancos” tenían una chispa divina en el alma, y las demás “razas” pertenecían al orden animal.

Ritmos funestos

Otro importante canal de adoctrinamiento neonazi es la música juvenil, mercado en el cual también se destacó Resistance Records, el sello de Pierce. Resistance había sido fundada por George Eric Hawthorne, condenado a un año de prisión por incitar a la violencia antisemita. Cuando por iniciativa de la Anti-Defamation League se logró que la policía cerrara sus locales de Detroit y Ontario, Pierce compró la marca e instaló los estudios de grabación en su cuartel general de Hillsboro. Allí le dio amparo, entre otros, a Hendrick Möbus, líder de la banda Absurd, que había sido condenado en Alemania a cinco años de prisión por asesinato.

Pierce ofrecía música “black metal”, algo mucho más fuerte que todas las mascaritas satánicas que anduvieron pisando pollitos en los recitales. Sus bandas merecían llevar ese nombre más en el sentido policial que en el musical; servían para excitar la violencia en skinheads y hooligans, y a menudo los “artistas” eran los primeros en pasar a la acción. Sus hits musicales tienen títulos tan terminantes como “¡Aplasta a los débiles!” o “Nacidos para odiar”. Pierce también produjo el videogame “Limpieza racial”, con intenciones mucho más explícitas que las que se esconden en otros juegos comerciales.

Los Diarios de Turner

La novela Los diarios de Turner (1978) fue el arma decisiva con que contó Pierce para reclutar adeptos de su ideología. Pierce no era un negador del Holocausto, muy por el contrario, lo exaltaba. En su mórbida fantasía, pergeñaba leyes de represalia contra quien protegiera a las razas “inferiores” y reeditaba historias de las SS como la masacre de los judíos ucranianos. Su esquema es el convencional de muchas utopías. Comienza con un prólogo escrito a mediados del siglo XXI en el lugar donde antaño estuvo Los Angeles.

Ahora se levantaban allí dos ciudades, Eckartsville y Wesselton, cuyos nombres evocan a Dietrich Eckart y Horst Wessel, dos de los fundadores del NSDAP, el partido nazi. Allí nació Earl Turner, el nuevo Hitler. Turner es un patriota indignado que pasa a la clandestinidad tras haber sido encarcelado por luchar contra las nuevas leyes de integración racial y restricción al uso de armas, impuestas por Washington. Para luchar contra el sistema, Turner arma su Organización, y hasta un cuerpo de élite (La Orden) que se parece mucho a las SS.

La Organización se apodera de Los Angeles, cuando los soldados y policías desertan y se suman a sus filas. Se atrinchera en el sur de California y comienza a llevar a cabo su “limpieza étnica” con un programa que podría ser el del Ku Klux Klan. Pierce es más explícito que Mi lucha, porque ni siquiera Hitler se había atrevido a decir todo lo que pensaba hacer. Pierce lo hace, con un derroche de morbosidad. Tras expulsar a negros, chicanos y otros indeseables, la Organización lleva a cabo 60 mil linchamientos en un solo día. Las ahorcados son políticos, abogados, periodistas, maestros, sacerdotes y mujeres que se han contaminado al unirse a hombres “de color”.

En la segunda parte de la novela, la truculencia crece de manera exponencial. Los insurrectos ya disponen de bombas atómicas, que arrojan sobre Miami, Charleston, Detroit y Nueva York. Una irrefrenable blitzkrieg arrasa con Israel y aplasta a la URSS. Los racistas europeos se suman a la causa de la Organización y emprenden la masacre de migrantes e hijos de parejas mixtas hasta inundar de sangre las calles. Pierce no se olvida de destruir Buenos Aires, que por alguna extraña razón es un blanco clásico en las fantasías apocalípticas.

Sobrevienen cinco años de anarquía, pero el Nuevo Orden se instaura para 1999, centenario del nacimiento de Hitler, realizando “el sueño de un mundo blanco”.

Pero aún falta lo más demencial de las desmesuras de Pierce. El Nuevo Orden decide deshacerse para siempre de los chinos y otros molestos orientales, aniquilándolos mediante armas químicas, biológicas y radiológicas. En el lugar que habitaban los asiáticos se extiende ahora el Gran Desierto Oriental, un enorme páramo que va desde los Urales al Pacífico y del Artico al Indico.

La última novela de Pierce fue Cazador (1989), la historia del asesino serial Oscar Yeagan que mata a judíos, negros y latinos y siembra el terror con sus atentados. Como en este tipo de paranoia nunca falta el ingrediente sexual, el protagonista se ensaña con las parejas mixtas, que “ultrajan a la raza”. Esta vez, Pierce proponía la estrategia del “lobo solitario” y una organización celular sin líderes visibles. En Estados Unidos, la novela inspiró a la banda Silent Brotherhood (Brüder Schweigen), responsable de asaltos, asesinatos y sabotajes, y en Inglaterra aglutinó a varios grupos terroristas.

Pierce no estaba solo

Se diría que estos delirios sangrientos son la patología propia de pequeños grupos nostálgicos, que atinan a exaltar el horror nazi sólo para provocar revulsión y encontrar alguna identidad que llene su vacío.

Pero antes de que nos vayamos a dormir tranquilos, pensando que todo está bajo control, quisiera llamar la atención sobre algo que escribió un siglo atrás un escritor considerado progresista como Jack London (1876-1916). En otros tiempos, sus libros fueron de lectura casi obligatoria para quienes se asomaban a la adolescencia. Siempre se creyó, y no sin algo de razón, que su novela El talón de hierro (1908), alabada por Trotsky y Orwell, era una profecía temprana del fascismo.

Sin embargo, London, en plena época de su adhesión al socialismo, escribió una fantasía genocida titulada La invasión incomparable (1908), que podía ser capaz de hacer palidecer a todos los racistas y neonazis juntos. El tema era el “peligro amarillo”. El autor explicaba que los chinos habían resultado absolutamente refractarios a la civilización (europea). Su mente no podía entender los conceptos occidentales ni la lengua inglesa, lo cual hacía imposible comunicarse con ellos. Permanecían sumergidos en la miseria hasta que los japoneses se proponían conquistarlos. Los japoneses lograban transmitirles el saber europeo, industrializaban el país y explotaban sus recursos naturales.

Disciplinados, pacíficos y trabajadores –el autor reconocía que nunca habían tenido ánimo de conquista ni de expansión–, los chinos lograban superar definitivamente las hambrunas que los diezmaban. Gracias a la industria prosperaban y comenzaban a multiplicarse sin control. Para 1922 se sacaban de encima a los japoneses. Para 1970, cuando ya eran quinientos millones, derrotaban a Francia mediante la resistencia pasiva que ofrecían a sus tropas y ocupaban Indochina en busca de espacio para su excedente de población.

Cuando las potencias se reúnen para considerar el nuevo peligro, el sabio Jacobus Laningdale le lleva al presidente de los EE.UU. el proyecto de la solución final. Las tropas occidentales rodean las fronteras chinas y los buques de guerra ocupan sus mares, mientras los aviones bombardean el territorio con ampollas llenas de gérmenes portadores de enfermedades como la viruela, la escarlatina, el cólera y la peste bubónica. London no escatima detalles de un genocidio que supera todo lo visto. Muerte, locura, canibalismo y epidemias destruyen la población china. Los sitiadores no dejan que nadie pueda escapar, ni siquiera en improvisadas balsas.

Cuando ya sólo queda un desierto plagado de huesos, una expedición occidental declara “limpio” el territorio y se procede a colonizarlo con europeos de todas las etnias, para crear una nueva raza, más fuerte. Por supuesto, una convención internacional declara fuera de la ley las armas bacteriológicas, y las potencias se comprometen a no usarlas en sus conflictos. Como se verá, Stalin y Hitler no nacieron de un repollo. Lamentablemente tienen su familia.

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Imagen: Marek Peters
 
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