LOS PLANETAS DEMENTES DE LA CIENCIA FICCIÓN
Pese a todo lo que se ha escrito en torno a la globalización, no hay acuerdo en fijar el momento en que comenzó. Hay quienes la hacen arrancar de la crisi petrolera de 1973, pero otros la remontan al imperialismo europeo de comienzos del siglo XX, al descubrimiento de América y aún más lejos. En los años sesenta, ya había quienes hablaban de “planetización” pero no les creíamos, porque eso parecía apenas una metáfora de las comunicaciones. Hoy nadie duda de que el mundo se ha achicado. Especialmente cuando le toca sufrir las consecuencias de lo que decide un tipo de Frankfurt y ejecuta otro en Kuala Lumpur. Es entonces cuando el último orejón del tarro global le comunica a uno que ha dejado de ser rentable.
› Por Pablo Capanna
Pero si hay algo que está un poco más claro es la manera en que ha cambiado la forma de imaginar la concentración del poder mundial. En pocas décadas, hemos aprendido a dejar de pensar el orden global como un imperio centralizado o una inmensa pirámide burocrática, para comenzar a verlo como una red de mallas elásticas y dispares, más cerca del estilo de Toni Negri que del de Felipe II.
La trama del poder está hoy mucho más concentrada que hace medio siglo, pero no es fácil señalar alguna Roma que sea la cabeza del imperio. Aquel que atacó a las Torres Gemelas quiso cortar la cabeza de un organismo que tenía más ganglios que cerebro y sólo logró exacerbar sus temibles reflejos.
No hace más de medio siglo que Isaac Asimov imaginó la monstruosa capital de uno de esos absurdos imperios galácticos con los que entonces soñaban los escritores de ciencia ficción. En Fundación e Imperio (1952) describía así a Trantor, el corazón del poder:
“Era más que un planeta: era el latido hirviente de un Imperio de veinte millones de sistemas estelares. Tenía sólo una función: la administración; un propósito: el gobierno; y un producto: la ley. Lo habitaban cuarenta mil millones de seres humanos, alimentados por la producción de veinte mundos. No había seres vivientes en su superficie (...) ni hierba, ni suelo, ni agua. El lustroso, indestructible, incorruptible metal que formaba la ininterrumpida superficie del planeta era el cimiento de las enormes estructuras metálicas que formaban el laberinto exterior, conectadas por túneles y corredores, perforadas de oficinas y centros comerciales que cubrían kilómetros cuadrados.”
Se podía dar la vuelta a Trantor sin abandonar nunca ese continuo de edificios. Trantor era el prototipo de esas fantasías nacidas de la ciencia ficción cuyas mutaciones acabaron por invadir el mundo. A la generación que vino después le resultaría más fácil pensar en el planeta imperial de La guerra de las galaxias.
No hay que olvidar que en la construcción de estas fantasías megalomaníacas los hombres de ciencia interactuaron con los escritores, al punto que es difícil distinguir cuándo la especulación comenzó a ser vista como realizable. Se trata de una frontera móvil, ya que la gran mayoría de los proyectos no están al alcance de la tecnología actual, y deberán esperar siglos o milenios quizás. La gran pregunta es: ¿qué necesidad satisfacen estos sueños de omnipotencia para que sigan reapareciendo una y otra vez, a pesar de que nuestros problemas están lejos de resolverse?
Cuando las obras, reales o imaginarias, exceden cierta escala de magnitud, son conocidas como “megaestructuras”. No son una novedad: algunas pertenecen al pasado remoto, como las Pirámides y la Gran Muralla China.
En cierto modo, el concepto es una extrapolación de los grandes proyectos urbanísticos del siglo XX, que apuntaban a racionalizar las megápolis, ordenar la circulación y crear espacios para la participación. Entre los más exitosos estuvieron el monobloque habitacional Cité radieuse de Marsella (1945-1952), y la ciudad india de Chandigarh (1951-1965) ambas levantadas por Le Corbusier. Entre los más polémicos estuvo la Brasilia de Niemayer, que antes de ser inaugurada ya estaba rodeada de sus propias favelas.
A pesar de las diferencias en su concepción, todavía se trataba de estructuras pensadas a escala humana, edificios gigantes que “apenas” albergaban algunos miles de personas. Tampoco eran desmesurados los proyectos como Broadacre City (Lloyd Wright, 1932), Old Man’s River City (Buckminster Fuller, 1971) y Arcosanti, la “ciudad ecológica” de 1969 que levantó Paolo Soleri en Arizona.
Algunos urbanistas no dejaron de observar entonces que las megaestructuras eran algo que ya se estaba formando por su propia inercia. La fusión que se estaba produciendo entre ciudades aledañas iba configurando un continuo urbano de enorme extensión que Constantinos Dioxadis llamó Ecumenópolis. Pero este esquema también tenía su precedente literario; Isaac Asimov, en la novela Las cavernas de acero (1954) había imaginado así una Nueva York futura que cubría toda la costa Este.
Sobre mediados del siglo, la tecnología ya parecía alentar a los arquitectos y urbanistas a imaginar megaestructuras. No se trataba simplemente de concebir obras de un volumen inédito. El desafío era meter todas las funciones de una ciudad en un solo edificio autosuficiente, o ensamblar módulos simples para construir cuerpos que fueran capaces de crecer sin límites.
De hecho, ya se estaba abandonando el paradigma de la centralización y se comenzaba a pensar en términos de redes. El mismo cambio de paradigma se estaba dando con las computadoras, cuando se dejó de imaginar máquinas cada vez más desmesuradas para comenzar a tender redes de infinitos módulos.
El tema de las megaestructuras ha vuelto a ponerse de moda recientemente gracias al National Geographic Channel. Pareciera haber ocurrido un salto de escala en la competencia por hacer el rascacielos más alto, la versión capitalista de la Torre de Babel. Los records no dejan de caer y por ahora se mantiene en primera línea el proyecto de la Torre Biónica, a levantarse en Shanghai o Hong Kong, con 300 pisos y 1228 metros de alto. ¿Sobrevivirá a la recesión mundial?
Quienes se atreven a dar el paso siguiente ya no tratan solamente de remodelar la Tierra; se meten con el cosmos. Se diría que éste es el terreno donde prefieren moverse los escritores más audaces de la ciencia ficción; pero de hecho, la mayoría de sus fantasías fueron engendradas, antes y después de ellos, por científicos profesionales. Uno de los primeros que imaginaron la construcción de un planeta artificial de varios kilómetros de diámetro fue el biólogo John D. Bernal, en El mundo, el demonio y la carne, escrito nada menos que en 1929.
Entre los planetas artificiales más famosos se cuentan las colonias espaciales que propuso el físico Gerard K. O’Neill en 1978. O’Neill recomendaba poner en órbita enormes cilindros capaces de rotar para tener gravedad artificial. Tendrían climas a medida y servirían de hábitat a comunidades de colonos, unidos por sus afinidades específicas, como en una verdadera utopía.
Muy populares entre los escritores de ciencia ficción fueron los planetoides L–5, llamados así por estar situados en los cinco puntos de Lagrange de la órbita lunar, esos que ofrecen condiciones de estabilidad para colgar una base permanente. Otra estructura que parece ser factible es el ascensor espacial, una columna flexible anclada en tierra, que llegaría hasta un satélite geosincrónico y permitiría eliminar los trasbordadores espaciales. Arthur C. Clarke lo usó en Fuentes del Paraíso (1979) y Kim Stanley Robinson homenajeó a Clarke en Marte Rojo (1993). Pero la idea había sido propuesta hace un siglo por Konstantin Tsiolkowski, el apologista ruso de la astronáutica.
Los planetas artificiales no fueron patrimonio exclusivo de los escritores de “ciencia ficción dura”, como Larry Niven, Jerry Pournelle o Iain M. Banks; también atrajeron a escritores más especulativos como Robert Silverberg, Greg Bear y William Gibson. Uno de los más célebres cilindros habitados fue la nave extraterrestre que imaginó Arthur Clarke para Encuentro con Rama (1973) y otras historias.
Cuando pasamos al siguiente nivel de magnitud, ya se hace necesario hablar de “giga” o “tera” estructuras. Algunas de las más famosas son las “esferas de Dyson”, que propuso y defendió en 1959 un físico de renombre como Freeman Dyson. Como siempre, la filiación de la idea era compleja. Ya la había esbozado el filósofo Olaf Stapledon en una obra de ficción, El hacedor de estrellas (1937), en la cual rendía explícitamente homenaje a J.D.Bernal, que la había propuesto antes.
Dyson concibió varias estructuras destinadas a aprovechar al máximo la energía irradiada por el Sol. Propuso situar en órbita terrestre una esfera de polvo y detritos que interceptara la luz y retuviera hasta el último ergio de la energía solar. Podía construírsela con materiales extraídos del cinturón de asteroides o bien de Júpiter. Otras variantes del mismo modelo eran la “esfera de gasa”, una película esférica que sólo sería habitable en el ecuador, o las “matrioshkas”, un sistema de esferas concéntricas. El esquema lo había concebido el astrónomo W. B. Klemperer en 1962 en forma de “roseta”: un sistema de varios planetoides girando en la misma órbita.
Dyson pensaba que si había civilizaciones extraterrestres en algún momento alcanzarían esta etapa y en ese caso sería fácil detectarlas. Hasta hoy no han dado señales de vida. El otro modelo era una esfera sólida que tuviera el diámetro de la órbita terrestre. Su cara interior, una vez “terraformada”, podía llegar a hacerse habitable para cien trillones de personas, con miles de civilizaciones y millones de ecologías. Aquí, ya no sólo se fantaseaba con una tecnología digna de los dioses, sino con la infinita (y discutible) proliferación de nuestra especie.
Dan Alderson, un científico espacial, imaginó el “disco de Alderson” o “rueda de Dios”. Era el sueño de la Tierra plana: un disco con un diámetro equivalente a la órbita marciana, que estaría habitado sobre ambas caras. Al matemático y escritor Larry Niven le debemos los “halos planetarios”, anillos como los de Saturno pero sólidos y en rotación, con una estrella (o dos, formando un sistema binario) en el centro. Niven también imaginó la “topópolis”, un larguísimo tubo giratorio que sus aficionados conocen como “espagueti cósmico”.
Todas estas fantasías han servido de marco para novelas, películas y hasta juegos. Pero la atracción que ejercen sobre algunos parece venir del prestigio que le dan la jerga científica y la fama de sus creadores. No son más que ficciones, pero paradójicamente parecen reforzar la confianza infinita que sus adeptos depositan en la tecnología, aun después de Hiroshima y Chernobyl.
En su momento de mayor auge, los libros del periodista científico Adrian Berry fueron la máxima expresión de esta omnipotencia. El más famoso fue Los próximos diez mil años (1973). Berry pertenecía a una verdadera elite de divulgadores, y sus ideas tenían mucho en común con las de Carl Sagan. Lo respaldaban científicos norteamericanos como Freeman J. Dyson y Gerard O’Neill, y el soviético Kardashev, que también se interesaba por las civilizaciones extraterrestres. Entre los británicos, estaban el físico Iain K. M. Nicolson y el astrónomo Patrick Moore; el primero escribía ciencia ficción y el segundo la execraba, pero no dejaba de incurrir en ella.
Movido por un entusiasmo que tan lejano parece hoy, Berry quería convertir la Luna en una fábrica, remodelar Marte y Venus para hacerlos habitables, crear planetas artificiales, y desmantelar Júpiter para construir una “esfera de Dyson” donde nuestro descendientes gozarían de energía sin límites. En el largo plazo quería vencer a la degradación entrópica del universo para someter al cosmos al dominio de una especie humana convertida en dios omnipotente.
En una reseña que hizo para The New Society, el escritor J. G. Ballard se ocupó del libro de Berry. Cualquiera hubiera imaginado que un autor venido del campo de la ciencia ficción resultaría sensible a esas fantasías, pero su juicio fue lapidario. Según Ballard, libros como éste eran una nueva especie de novela, “más que un libro, una banda sonora, un himno de alegría”. Parecía como si “la ciencia todavía intentara darle alcance a la ciencia ficción, con ideas extravagantes y exageradas, carentes de toda dimensión humana”.
El filósofo Paul Virilio fue un poco más duro, cuando opinó que “nos estaban tomando el pelo”.
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