LA INDUSTRIA AEROESPACIAL ARGENTINA, ALGO QUE VA QUERIENDO
A pesar de los vaivenes de su historia satelital –como los de toda su historia científica–, la Argentina, con varios satélites lanzados ya, podría formar parte, en un futuro cercano, del selecto club de países capaces de poner en órbita satélites propios mediante lanzadores propios.
› Por Matías Alinovi
El relato del desarrollo científico-tecnológico argentino, se trate de la materia de que se trate, es siempre igual a sí mismo. Propone heroicos precursores, agigantados quizás en la mirada retrospectiva; la consecución de algunos logros que se cuentan entre los primeros –y en general el término ilusorio de la comparación es una Latinoamérica en incipiente organización política–; un progresivo estancamiento, que se vive como una escalonada pérdida de las ventajas comparativas; una manifiesta incapacidad política para impulsar determinados proyectos estratégicos, que suele conducir a algún desmantelamiento ideológico inexplicablemente torpe; la descripción de presentes lamentables y de futuros condicionales moderadísimamente promisorios.
Sin embargo, el desarrollo de los satélites argentinos, por lo menos el de los últimos veinte años, se ajusta mal a esa parábola, porque augura un futuro satelital inmoderadamente promisorio. Futuro conversó con Raúl Fernando Hisas, gerente de proyectos de la Comisión Nacional de Actividades Espaciales, para razonar el entusiasmo.
Hacia 1927, la Sociedad Alemana para el Viaje Espacial, una reunión heterogénea de voluntades entusiastas y soñadoras, hacía escuela: publicaba revistas, discutía con los escépticos, organizaba conferencias públicas sobre cohetes y vuelos espaciales. Bajo su ejemplo, que cundió, surgieron en todo el mundo homólogas sociedades de aficionados al espacio. La sociedad respondía puntualmente a las solicitudes de información sobre sus actividades, y tuvo entre sus corresponsales a un estudiante argentino de química, Ezio Matarazzo, que cursaba el primer año de la carrera en la Universidad de Buenos Aires.
En 1932, el entusiasmo de Matarazzo fundó el primer grupo universitario del continente dedicado a la investigación espacial, que pronto, también, publicó la primera revista sobre astronáutica en español. El entusiasmo de Matarazzo no prosperó, sin embargo, y su único fruto fue quizás interesar a otro estudiante en la materia, Teófilo Melchor Tabanera.
Tabanera se graduó como ingeniero en la Universidad Nacional de La Plata, en 1936. Pero hacia 1930, cuando aún era un estudiante bisoño, comenzó a promover la idea de la exploración espacial en el país. Durante los años cuarenta, debido a su especialidad, ocupó cargos en la dirección general de YPF. Pero nunca abandonó la idea del espacio. En el año ‘48 fundó la Asociación Argentina Interplanetaria, que durante diez años publicó la única revista mensual en castellano sobre temas del espacio. Asistió como único miembro de un país en vías de desarrollo a la conferencia de la fundación de la Federación Astronáutica Internacional, en París, y en 1952 publicó un libro de bolsillo que se convirtió en un inesperado éxito de librería, de variadas reimpresiones, ¿Qué es la astronáutica? Durante toda su vida, Tabanera fue lo que hoy identificaríamos como un divulgador, aunque quizá con una salvedad: un divulgador de lo que aún no era, de un entusiasmo, de una esperanza.
Cuando en 1960 se promulgó la ley que creaba la CNIE, la Comisión Nacional de Investigaciones Espaciales, Tabanera fue su primer presidente.
Paralelamente, del modo más curioso, la Argentina tuvo un especialista en derecho espacial de preponderancia mundial, Aldo Armando Cocca. Cocca desarrolló la doctrina jurídica que declaró, entre otras cosas, la Luna y los planetas Patrimonio de la Humanidad. En 1958, como secretario de Cultura de la Municipalidad de Buenos Aires, propuso la creación de un planetario cultural.
El cuarto precursor espacial es el consabido precursor de casi todos los desarrollos científicos del país, el físico Enrique Gaviola. Omar Bernaola, investigador de la CNEA, discípulo de Gaviola y su minucioso biógrafo, cuenta una anécdota sobre la visión de futuro de su maestro y el desarrollo satelital. Después de un viaje a Estados Unidos, Gaviola acordó con el astrónomo norteamericano Josef Allen Hynek la instalación, en la provincia de Córdoba, de la Estación Terrena de Las Tapias, una estación de seguimiento satelital anterior a todo satélite, que contó con el primer reloj atómico que llegó a la Argentina. Lo extraordinario es que el primer satélite artificial que detectó Gaviola desde la estación, en 1957, fue el Sputnik 1, un logro ruso.
En 1960 quedó entonces establecida la Comisión Nacional de Investigaciones Espaciales. Durante tres décadas, esa comisión desarrolló, en colaboración con la Fuerza Aérea, una serie de cohetes sonda, de una y dos etapas, destinados, en principio, a estudiar la atmósfera. Esos cohetes se llamaron Orión, Rigel, Castor, Alfa-Centauro, Tauro, Alacrán, Yarará. Llevaron a la atmósfera, sin entrar en órbita, cargas útiles científicas. En abril del año ‘67, un cohete Yarará, de fabricación nacional, llevó en vuelo suborbital un primer ser vivo, el ratón Belisario. Dos años después, viajó el mono Juan, a bordo del Rigel 04.
Ese progresivo desarrollo de la cohetería, más allá de su inocultable interés militar, llevó naturalmente a la ambición de poner en órbita satélites propios mediante cohetes propios. La Argentina tuvo un proyecto en ese sentido, el Cóndor. “El problema del proyecto Cóndor –dice Raúl Fernando Hisas– fue su identificación con el uso militar. El proyecto utilizaba combustible sólido, básicamente incontrolable una vez encendido. El paso del combustible líquido, en cambio, puede controlarse, pero a nadie se le ocurriría construir un cohete de uso militar con combustible líquido. ¿Por qué? Por una cuestión de logística militar, de tiempo de respuesta. Cargar el combustible líquido en un cohete lleva un tiempo del orden del día. Un cohete intercontinental puede alcanzar su objetivo en unos quince minutos. ¿Qué sentido tiene una respuesta que uno quiere instantánea si esa respuesta implica llenar el cohete de combustible durante todo un día?”
¿Pero entonces la cohetería es un camino definitivamente abandonado en la Argentina? “De ninguna manera –dice Hisas–. Aunque yo no hablaría de cohetería, sino de lanzadores. La idea del lanzador propio, de satélites también propios, es una idea en perfecta vigencia en el país. La Conae impulsa un proyecto a mediano plazo, el Tronador, para poner satélites propios en órbita, satélites pequeños, de unos cien kilogramos. No es algo que ocurrirá el año que viene, no tengo una primicia en ese sentido, pero sí puedo decir que es un proyecto que la Conae impulsa con mucho entusiasmo. Sería un lanzador de combustible líquido, y no solamente para evitar la identificación militar, sino fundamentalmente por una cuestión de eficiencia y seguridad.”
En 1991, a partir de la desmantelada CNIE, se creó la Comisión Nacional de Actividades Espaciales (Conae), un ente civil dependiente del Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto. Pero durante la década del ‘90, más allá de la Conae, hubo en el país varios proyectos satelitales, muy diferentes entre sí, todos de carácter privado.
El primer satélite argentino en órbita fue obra de radioaficionados, el Lusat 1. Después siguieron otros, alguno geoestacionario. “La mayoría de los satélites de observación –dice Hisas– ocupa órbitas entre los quinientos y los ochocientos kilómetros de altura. Pero los satélites geoestacionarios orbitan en el plano del ecuador terrestre a 35.768 kilómetros de altura sobre el nivel del mar. Esos satélites, de telecomunicaciones, se ven desde la Tierra como un punto fijo en el cielo. Lo que ocurre en la órbita geoestacionaria es que, a esa altura particular, la velocidad de rotación coincide con la de la superficie terrestre”. En la órbita geoestacionaria, cada país tiene asignadas determinadas posiciones que, si no se ocupan, se pierden.
La creación de la Conae coincidió con un interés creciente en los estudios relacionados con lo que se conoce como ciencias de la Tierra: el estudio de la dinámica del campo magnético terrestre, el calentamiento de los océanos, el vulcanismo, la deriva de los hielos, la salinidad del mar, la humedad de los suelos. La observación minuciosa de la Tierra, la medición continua de determinadas variables para estudiar la dinámica del planeta, fue, desde entonces, prioridad científica mundial. Y los satélites de observación terrestre se convirtieron en las plataformas ideales para la medición de una infinidad de variables, según los instrumentos que llevaran a bordo.
Si hubiera una idiosincrasia argentina en satélites, sería la del trabajador que debe multiplicar sus tareas para poder sobrevivir. Los satélites argentinos de la Conae, construidos por Invap –la empresa modelo de Río Negro, creada mediante un convenio entre la Comisión Nacional de Energía Atómica y el gobierno de la provincia, la única empresa argentina calificada por la Nasa para la realización de proyectos espaciales–, se caracterizaron desde el principio por llevar varios instrumentos a bordo, y realizar tareas múltiples, para amortizar el costo de la puesta en órbita. Esos instrumentos son diseñados en el país y en cooperación con agencias extranjeras.
Conae lanzó la primera serie profesional de satélites, los SAC, satélites de aplicación científica, a mediados del los ‘90. El objetivo de la serie era obtener información sobre el territorio nacional, sobre sus actividades productivas. Los satélites debían observar el mar, el suelo, estudiar la hidrología, la geología, el clima, vigilar el medioambiente, los recursos naturales, contribuir a la cartografía.
El primero en lanzarse fue el SAC-B, el 4 de noviembre de 1996, un satélite de observación astronómica, que debía estudiar radiaciones diversas. Fue un emprendimiento entre la Conae y la Nasa, la agencia que lo lanzó. Pero un cortocircuito en la última etapa del lanzador impidió que el satélite se liberara en su órbita. Eso hizo que no pudiera maniobrar para orientar al sol sus paneles solares. Cuando se le agotaron las pilas, dejó de operar.
Después se lanzó el SAC-A, un satélite que orbitó sin problemas durante toda su vida útil, y que sirvió para preparar la misión siguiente, la del SAC-C, que fue lanzado el 21 de noviembre de 2000, y aún sigue en operaciones. Su objetivo principal, además de la teleobservación, es la medición precisa del campo magnético terrestre y la determinación de perfiles de temperatura y capas de la atmósfera. Opera en colaboración con la Nasa, y con las agencias de Brasil, Dinamarca, Francia e Italia, y lleva a bordo ocho instrumentos, diseñados en cooperación. Entre ellos, tres potentes cámaras ópticas de observación de la superficie terrestre desarrolladas por Invap.
Pero tras el éxito obtenido con el SAC-C, en 2003 comenzó a planearse el desarrollo de un nuevo satélite, el SAC-D Aquarius, un observatorio espacial completo dedicado al estudio del océano y la atmósfera terrestre. El objetivo principal del satélite es la determinación de la salinidad del mar, su temperatura superficial, la eventual presencia de hielos y el contenido de humedad de la atmósfera. Esas variables permitirán mejorar el conocimiento de la circulación de las corrientes oceánicas, de decisiva influencia sobre el clima del planeta. Cinco de los ocho instrumentos que el SAC-D lleva a bordo fueron diseñados por la Conae. Se prevé que será lanzado en 2010.
La Nasa aporta el instrumento Aquarius, el de mayor importancia, un dispositivo que costó unos doscientos millones de dólares, capaz de medir indirectamente la salinidad del mar. Aquarius mide la temperatura superficial del mar –mediante una cámara infrarroja– y la radiación electromagnética en una región precisa del espectro, que se conoce como banda L. Esas variables, algoritmo mediante, permiten estimar la salinidad del mar. El SAC-D Aquarius, que pesa mil cuatrocientos cinco kilogramos, triplica el peso de su antecesor, el SAC-C.
¿Cuál es el proyecto más ambicioso de Conae, más allá del lanzador? Dice Hisas: “Todos los proyectos actuales son muy ambiciosos, y todavía hay que terminarlos exitosamente. Los satélites Saocom, de los que se construirán dos ejemplares, serán los satélites de mayor tamaño y capacidad construidos en el Hemisferio Sur hasta ahora. Esos satélites formarán parte de una constelación ítalo-argentina, llamada Siasge, dedicada a la gestión de emergencias, única en su tipo. La constelación Siasge contará con seis satélites –los dos Saocom y los cuatro Cosmo-Skymed italianos–- que permitirán observar un sitio en emergencia, determinado, cada doce horas, con alta resolución y con tecnología de radar, es decir, capaz de ver de día y de noche, y a través de las nubes. Eso es algo absolutamente original a nivel mundial.
“Los países con satélites propios en órbita son menos de veinte –agrega Hisas–, y los que tienen lanzadores propios, menos de diez.”
Pronto, quizá, la Argentina pase de un grupo a otro.
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