CINE Y CIENCIA: EL ESTEREOTIPO DEL “CIENTIFICO LOCO”
El estereotipo del científico loco, o por lo menos distraído, se remonta a Thales de Mileto, en el siglo V a de C., de quien se cuenta que estaba tan absorto contemplando el cielo que se cayó en un pozo. Ese estereotipo tuvo su continuidad hasta el día de hoy y refleja la distancia entre la ciencia y el “ciudadano de a pie”.
› Por Raúl A. Alzogaray
Su aspecto lo delata enseguida. Es un hombre de cierta edad, caucásico, con la melena despeinada. A juzgar por el gran aumento de sus anteojos, es corto de vista. Tiene algún problema anatómico que lo obliga a usar bastón, andar en silla de ruedas o recurrir a prótesis metálicas. Cuando piensa en la tarea que se propone llevar a cabo, su mirada se enloquece y sonríe sardónicamente.
Es un genio, pero sus colegas no lo entienden y lo menosprecian. Una idea lo obsesiona y está dispuesto a llevarla a cabo cueste lo que cueste. Fuera del laboratorio es distraído e introvertido. No sabe cómo vestirse para salir y le cuesta horrores relacionarse con el sexo opuesto. Suele trabajar solo, en un lugar aislado. Lo acompaña un ayudante poco favorecido por la naturaleza. Cualquier personaje cinematográfico que responda total o parcialmente a esta descripción es sin duda un “científico loco”.
Uno de los primeros científicos locos llevados a la pantalla fue C.A. Rotwang, en la película muda Metrópolis (1927), dirigida por el director austrohúngaro Fritz Lang, que también escribió el guión junto con su esposa Gabrielle Thea von Harbou. Encarnado por al actor alemán Rudolf Klein-Rogge, que ya había protagonizado a un científico malvado en Dr. Mabuse (1922), Rotwang tiene abundante cabello blanco y mirada atormentada; una prótesis de metal reemplaza la mano que perdió en un accidente de laboratorio. Ha construido un robot de aspecto femenino y planea usarlo para vengarse de sus enemigos. En la novela Metrópolis (1926), escrita por Gabrielle a partir del guión de la película, se explica que Rotwang encaneció y se trastornó después de un feo desengaño amoroso: su mujer lo dejó por otro y murió mientras daba a luz un hijo de su nueva pareja.
En Metrópolis aparece la parafernalia de laboratorio que en adelante iba a rodear al científico loco. Después de la filmación, Klein-Rogge declaró lo raro que le resultó trabajar en ese ambiente: “Era extraño para mí, que no tengo formación técnica y sin saber por qué tenía que debía fingir que estaba acostumbrado a todas esas cosas y actuar en forma convincente [...] con esa incómoda y dura mano de metal que me resultaba tan dolorosa [...] Acabo de ver la película terminada y me parece muy extraña”.
Como cuenta Mary Shelley en la introducción de su novela, todo comenzó en una mansión junto al lago de Ginebra, donde ella residía junto con su esposo Percy Shelley, “su satánica Majestad” Lord Byron (así lo llamaban sus contemporáneos) y el médico John Polidori. La noche del 17 de junio de 1816, mientras una lluvia persistente les impedía abandonar la mansión, los tres decidieron jugar a ver quién escribía la mejor historia de fantasmas. Esa misma noche, Mary vio en sueños a un joven estudiante arrodillado al lado de una criatura fantasmagórica. Había nacido la leyenda del doctor Frankenstein.
Mary publicó Frankenstein, o el moderno Prometeo en 1818. En la novela, Víctor Frankenstein es un joven estudiante. La criatura, que no tiene nombre, posee un cuerpo atlético y es culta (lee a Milton y a Plutarco). En la versión teatral, cuyo guión no fue escrito por Mary, Frankenstein es un hombre maduro y la criatura, una bestia que sólo emite gruñidos.
Un siglo más tarde, el director de cine estadounidense James Whale tomó la pieza teatral, más que la novela, como modelo para su Frankenstein (1931), producida por los estudios Universal. Esta no fue la primera versión cinematográfica de la obra de Mary; hubo al menos tres anteriores, pero es la que marcó un punto de inflexión en el cine de horror e inspiró cientos de películas durante décadas.
Como Rotwang, Henry Frankenstein (nadie sabe por qué Whale le cambió el nombre de pila) está rodeado de todo tipo de máquinas y aparatos, incluidas las bobinas Tesla y sus impresionantes descargas eléctricas. La película de Whale, cuyo guión incluye la frase que da título a esta nota, incorporó al que se convertiría en un icono del cine de horror: el asistente deforme y/o tonto del científico loco. Aquí se llamaba Fritz, con el tiempo se transformaría en el célebre Igor.
La película de Whale les señaló a los ejecutivos del cine un nuevo filón a explotar. En los 18 meses que siguieron a su estreno, Hollywood produjo otras seis películas protagonizadas por científicos locos. Hasta Walt Disney se rindió a la tentación y produjo El doctor loco (1933), donde el ratón Mickey es capturado por un psicópata que quiere transplantar la cabeza de Pluto al cuerpo de una gallina. Al poco tiempo, el pato Lucas, Porky y el gato Tom se enfrentaron a otros tantos científicos dementes.
Ante la proliferación de tanto científico loco en la pantalla grande, algunos estudios cinematográficos pensaron que valía la pena romper una lanza a favor de los científicos reales. Este aparente altruismo era impulsado por razones económicas. Se intentaba llegar a un sector más amplio del público, abordar temas que pasaran fácilmente el cedazo de la censura y obtener premios de la Academia que difícilmente serían otorgados a películas con científicos locos. En poco tiempo se filmaron las vidas y obras de grandes héroes de la ciencia: Louis Pasteur, Marie Curie, Thomas Alva Edison, Alexander Graham Bell y Paul Ehrlich.
A mediados del siglo XX, la amenaza nuclear y los vericuetos de la Guerra Fría se colaron en las películas de horror y ciencia ficción. Un clásico que reúne ambos temas es Dr. Insólito (1964), la séptima creación de Stanley Kubrick. La primera película de James Bond incluyó a un científico loco en la figura de Julius No, un experto en radiación con manos artificiales que lidera un grupo terrorista (El satánico Dr. No, 1962). En los años ’60, el científico loco fue incorporado a la comedia. Entre las versiones más memorables se cuentan El profesor chiflado (1963), la historia del doctor Jekyll según Jerry Lewis, y El joven Frankenstein (1974) de Mel Brooks, con el desopilante Marty Feldman en el papel de Igor.
A fines del siglo XX, el cine empezó a mostrar a los científicos como héroes coquetos que se enfrentaban a los villanos de turno. Un químico con una larga y canosa cola de caballo que busca una cura para el cáncer en medio de la selva amazónica, encarnado por Sean Connery en El curandero de la selva (1992). Un escultural matemático que viste ropa de cuero y usa anteojos oscuros, interpretado por Jeff Goldblum en Jurassic Park (1993). La audaz física representada por Jodie Foster en Contacto (1997) (aunque todavía conserva algunos rasgos de científica loca, ya que no tiene la menor idea de cómo vestirse para asistir a una fiesta elegante).
En Jurassic Park, John Hammond (Richard Attenborough) lleva gruesos anteojos, barba y bastón, y no parece consciente de los peligros que podrían originar los experimentos que se realizan en el parque de dinosaurios. Son todas características del científico loco, pero Hammond no es un hombre de ciencia, sino el que pone la plata para llevar a cabo el proyecto.
Ahora el papel del científico loco es ocupado por las grandes corporaciones: Cyberdine Systems, la empresa que construye las supercomputadoras que le declaran la guerra a la humanidad en la saga Terminator; la militarista Omni Consumer Products que fabrica los Robocops; o la deshumanizada Weyland-Yutani, que quiere apropiarse de los extraterrestres para usarlos como armas de guerra en Alien (1979) y sus continuaciones.
Un grupo de investigadores alemanes repasó la figura del científico loco en 222 películas de ciencia ficción. Encontraron que los personajes eran hombres en el 82 por ciento de los casos, caucásicos (96%) y de edades comprendidas entre los 35 y los 49 años (40%). Sus profesiones más frecuentes eran la medicina, la física y la química. Los científicos buenos, en cambio, solían ser geólogos, astrónomos o zoólogos. En otro estudio, la profesora austríaca Eva Flicker analizó 60 películas estrenadas entre 1929-2003 y protagonizadas por científicas locas. Los personajes se podían agrupar en seis categorías: la anciana, la mujer masculinizada, la experta ingenua, la malvada, la hija o asistente y la heroína.
En el año 2003, el historiador y crítico inglés Christopher Frayling les pidió a 144 chicos de 7 a 11 años que dibujaran un científico. Más de la mitad de los dibujos mostraba hombres enfundados en guardapolvos, con anteojos, barba y el cabello enmarañado o erizado, a veces con una rata asomando del bolsillo de los guardapolvos. Sólo algunas nenas dibujaron científicas. Los varones representaron con más frecuencia a personas con manos artificiales, ojos de distintos tamaños, orejas enormes o bastones. En síntesis: se les pidió dibujar un científico, la mayoría dibujó un científico loco.
Para Frayling, estos resultados destacan un claro y serio problema: “El estereotipo del científico loco está tan profundamente enraizado en nuestra cultura, que se ha convertido en un ingrediente habitual de la publicidad, la comedia, los dibujos animados y los videojuegos, donde pueden estar haciendo más daño que nunca”.
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