COSMOLOGIA: TEORIAS ACERCA DEL TIEMPO Y EL ESPACIO
Ultimamente se difundió la teoría de los bucles, que extiende la historia del Universo hasta más allá del Big Bang, al que propone sólo como el rebote de un Universo anterior que se contrajo tanto como el nuestro ahora se expande. Claro que, para sostener esa teoría, hay que suponer que el espacio y el tiempo son tan discontinuos como los campos que propone la mecánica cuántica, en contra de la percepción que Newton impuso –e impulsó– hace tres siglos y medio.
› Por Matias Alinovi
A esta altura de la posteridad centenaria de las ideas de Einstein y de Schrödinger –o de Planck, o de Heisenberg, o de cualquiera de los precursores de la mecánica cuántica–, el desarrollo de una teoría unificada que supere, incorporando a ambas, la ignorancia mutua que las dos visiones del mundo parecen prodigarse –esa ignorancia que permite a cada una operar en su ámbito, en lo minúsculo y lo inmenso, en lo infinitesimalmente discreto y lo infinitamente continuo–, va convirtiéndose en una suerte de metafísica algebraica. Una disciplina afecta a las aseveraciones más conjeturales sobre el origen del tiempo y la materia nacidas en las necesidades operativas del cálculo.
Toda conjetura científica procede de la peripecia de los cálculos. Que el Universo haya estallado a partir de un punto, o que sea el rebote de incalculables historias anteriores, constituye una interpretación de desarrollos matemáticos complejos, tentativos. Una interpretación a veces inmoderada, apresuradamente metafísica.
Operativamente, esos desarrollos matemáticos están guiados por la necesidad de evitar las singularidades de las ecuaciones, aquellos puntos en que las variables se disparan hacia el infinito. La gran singularidad, la del principio. Si la Teoría General de la Relatividad establece que el Universo comenzó en una explosión, en el primer momento toda la materia habría estado concentrada en un punto de densidad infinita; densidad infinita y volumen cero. La teoría que predice esa explosión es incapaz, sin embargo, de operar matemáticamente con la singularidad; las ecuaciones divergen (es decir, se disparan para el infinito). Para entender qué sucedió en ese momento, en ese lugar, la física necesita una teoría cuántica de la gravedad, la tan mentada Teoría Unificada.
Uno de los candidatos a teoría unificada es la gravedad cuántica de bucles, un desarrollo teórico que comenzó hace algo más de veinte años con los trabajos precursores de Abhay Ashtekar, de Lee Smolin, de Carlo Rovelli. Ultimamente, fieles a una tradición, los teóricos de los bucles han adelantado conjeturas sorprendentes sobre el principio –o el “no principio”– de los tiempos. Conceptualmente más interesante es, quizás, el hecho de que propugnen la abolición del tiempo y del espacio; que se presenten como los epígonos de una concepción griega abandonada a partir de Newton.
Carlo Rovelli suele recordar que los antiguos griegos sostenían dos nociones distintas del espacio: como entidad y como relación. Como entidad, no hay mucho que explicar. Es la imagen del mundo de los atomistas, de Demócrito, de Leucipo. La idea es que el espacio es una suerte de contenedor vacío en el que la materia está en movimiento. Un gran vacío, con átomos que se mueven: el mundo. Imagen familiar para nosotros.
Pensar el espacio como relación es considerar, en cambio, que la extensión es creada por los objetos. Pensar que si uno quitara los objetos que constituyen el mundo, entonces no quedaría nada. Nada quiere decir ni siquiera el espacio. De acuerdo con esa visión, el vacío no existe y el espacio es una propiedad de la materia. Esa noción antigua del espacio como relación es también la de Aristóteles y la de Descartes.
Con el tiempo, sin embargo, esa idea del espacio, habitual en la Grecia antigua, cambió, decayó, y el cambio constituyó una revolución conceptual. Newton recuperó para la ciencia de su época, y para la nuestra, la concepción atomista del espacio. Introdujo la idea de un espacio de referencia que perdura más allá de los objetos.
A partir de resultados anteriores –de Copérnico, de Kepler, de Galileo–, Newton desarrolló un sistema explicativo del mundo en el que los objetos se movían bajo la acción de fuerzas, que determinaban su aceleración, es decir, el cambio de magnitud o de dirección de su velocidad. Ahora bien, ¿cambio con respecto a qué? Con respecto a un espacio rígido, sólido, uniforme, indiferente a la existencia de la materia; el espacio que los atomistas ya postulaban. Tres siglos de newtonianismo nos tienen perfectamente acostumbrados a esas ideas.
Pero en el siglo XIX, Michael Faraday, un físico británico, se aplicó al estudio de las fuerzas eléctricas y al hacerlo introdujo un nuevo cambio conceptual en el espacio, que pudo parecer intrascendente, pero que rápidamente demostró un poder reduccionista avasallante. Las cargas eléctricas parecían atraerse, o repelerse, ejerciendo una acción a distancia. Faraday prefirió pensar que la responsable de aquellas fuerzas era una entidad misteriosa que lo ocupaba todo. La imaginó hecha de infinitas líneas (entre dos líneas siempre hay otra). James Maxwell, un físico escocés, reemplazó las líneas de Faraday dibujando en cada punto un vector tangente y escribió ecuaciones para aquella cantidad artificiosa, a la que llamó campo eléctrico, que la consolidaron como entidad ubicua.
Lícitamente, uno podría pensar que el trámite era arbitrario, que procedía de la fantasía de Faraday y de la fiebre tangencial de Maxwell. Pero ocurrió que aquellas ecuaciones, que describían la dinámica del campo –el nuevo objeto no era estático, se movía, cambiaba en el tiempo– predecían unas ondulaciones. Maxwell identificó aquellas ondulaciones con la luz y del modo más inesperado obtuvo una teoría completa sobre su misterio: la luz era una ondulación del campo eléctrico. Esa identificación inaudita condujo al desarrollo de una tecnología ingente, que confirmó del modo más definitivo la pertinencia del campo: apareció Hertz, y la radio, y todo el variado dominio de las radiaciones. Pero entonces, ¿existía un campo? ¿Una entidad oscilante que lo ocupaba todo? La imagen del mundo cambiaba. No sólo había partículas moviéndose en un espacio rígido; también había campos ondulatorios.
Unas décadas más tarde, cuando Einstein se prepara para esbozar sus leyes sobre la gravitación, tiene a la vista el ejemplo de Maxwell. Entiende, acertadamente, que debe existir, también, un campo gravitatorio, responsable de la atracción entre los objetos masivos, el equivalente del campo eléctrico para las cargas. Einstein escribe ecuaciones para ese campo y al hacerlo alcanza un descubrimiento intuitivo, equivalente al de Maxwell: entiende que el campo gravitatorio efectivamente existe, pero que no debe agregarse a la realidad, como antes el eléctrico, sino que debe identificarse con aquel objeto conceptual introducido por Newton: el espacio.
La estructura básica respecto de la cual se definía la aceleración, eso era el campo gravitatorio. Lo que podía decirse de otro modo: no había espacio, sólo había campo. La estructura rígida de Newton, y de los atomistas, no existía, era artificiosa. Y también existían ondas gravitatorias, las ondulaciones del espacio.
Pero la Relatividad General no fue la única revolución conceptual del siglo XX; existió otra, la cuántica. Si Einstein revolucionó el espacio (y el tiempo), la cuántica revolucionó la materia. Enseñó que no existe una diferencia neta entre partículas, por un lado, y campos, por el otro. Más bien existe una dualidad: las partículas a veces se manifiestan como partículas, y a veces como ondas. Y los campos no son continuos, sino discretos. En definitiva, el poder reduccionista del concepto introducido por Faraday permite pensar la realidad como una superposición de campos discretos.
Después de cien años, ni la Relatividad General ni la mecánica cuántica están ya en la frontera del conocimiento: ambas teorías son confiables porque funcionan, es decir, existe una tecnología que indirectamente las valida, las avala. Y sin embargo, cada una está pensada de manera independiente, como si la otra no existiera: la relatividad postula campos continuos, la cuántica campos discretos, con un tiempo clásico.
¿Cómo podrían unificarse ambas teorías? Los teóricos de los bucles creen ver la respuesta hipotética en la lección de la historia: si la Relatividad General establece que el espacio es, en realidad, un campo físico, y la mecánica cuántica establece que todo campo físico presenta una estructura discreta, una afirmación junto a la otra sugiere que la teoría que las una deberá postular un espacio –un campo gravitatorio–, con una estructura discreta. Técnicamente, que hay que cuantizar –discretizar– el espacio.
La cosa no es fácil, y el ejercicio ha llevado décadas. Pero a través de la tecnología físicomatemática propia de la mecánica cuántica, los teóricos de los bucles afirman ahora que han develado la estructura del espacio a pequeña escala. Y que de acuerdo con sus ecuaciones, el espacio no está constituido por partículas, como podría esperarse, sino por unos objetos unidimensionales, por líneas, que no serían otra cosa que el equivalente espacial, gravitatorio, de las líneas de Faraday. Salvo que son discretas. Es decir, si las líneas de Faraday eran infinitas porque expresaban la supuesta continuidad del campo eléctrico, las líneas cuánticas del espacio son discretas. Cada línea tiene una dimensión física, que es del orden de la escala de Planck, es decir, del orden de los 10-35 metros.
Carlo Rovelli lo explica de este modo: “El espacio es muy similar a una tela, tejida de líneas, de hilos. La imagen del espacio que surge de las ecuaciones es la de un espacio tejido por estructuras unidimensionales, que, de no existir masas alrededor, se cierran sobre sí mismas; es decir, que forman bucles. De ahí la expresión gravedad cuántica de bucles. Bucles, líneas cerradas de Faraday, físicas, verdaderas. El espacio está formado por un número finito de líneas. La tela puede ser una imagen bidimensional del espacio. Para hacerse una imagen tridimensional, hay que pensar en una red de anillos”.
En octubre del 2008, Martin Bojowald, que se presenta como el investigador preponderante en el ámbito de las implicaciones cosmológicas de la gravedad cuántica de bucles, publicó en Scientific American un artículo de divulgación: “¿Big Bang or Big Bounce (rebote)?: New Theory on the Universe’s Birth”. Allí Bojowald explica que, según la división del espacio en átomos –en átomos de espacio– que propone la gravedad cuántica, el espacio posee una capacidad finita para albergar materia y energía –el volumen del espacio no puede ser cero, sino que tiene, a lo sumo, la dimensión finita de los bucles–. Es decir, los bucles evitan los infinitos de las ecuaciones por el expediente simple de impedir el espacio cero.
Ahora bien, si el Big Bang ya no constituye una singularidad, si ahora la densidad no diverge en ese punto, el tiempo, conjetura Bojowald, debe haberse extendido más allá de ese momento. “Debe haber existido –dice– un Universo anterior a la explosión, que sufrió una implosión catastrófica, que alcanzó un punto de máxima densidad, y que luego comenzó a expandirse.” Una densidad más bien grande: de acuerdo con el modelo de los bucles, el equivalente de la masa de un trillón de soles en una región del tamaño de un protón. Alcanzada esa densidad, la fuerza de gravedad se habría vuelto repulsiva, dando lugar a la expansión del Universo, que la inercia ha hecho prosperar hasta nuestros días. “En conclusión –dice Bojowald–, una gran implosión condujo a un gran rebote, y de allí a una gran explosión.”
En un artículo aún más reciente, de la revista New Scientist, Abhay Ashtekar relata el momento en el que, observando una simulación matemática que corría hacia atrás en el tiempo, vio cómo esa simulación del cosmos, que él mismo había elaborado, rebotaba y comenzaba a expandirse de nuevo.
En conclusión, según los teóricos del bucle, la cuantización del espacio predice que el tiempo se extiende más allá del Big Bang, más allá de la explosión original prevista por la Relatividad General, y que nuestro Universo proviene del colapso de otro Universo. Que existió, antes de éste, un Universo que sufrió una implosión catastrófica, que alcanzó un punto de máxima densidad y que a partir de allí comenzó a expandirse nuestra realidad. La metafísica del rebote universal.
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