ANTROPOLOGIA MUSICAL: MELODIA, RITMO, ARMONIA Y ALGO MAS...
El rasguido de las cuerdas de una guitarra, el crepitar de un tambor o la suave melodía de un piano producen, en cada uno de nosotros, diferentes sensaciones que seducen, ambientan, trasladan. Es entonces, cuando la musicoterapia –novel disciplina– se encarga de poner todo eso bajo la lupa y contribuir a la rehabilitación y el tratamiento de muchas dolencias.
› Por Marcelo Rodríguez
Una línea cruzando el debate actual acerca de la naturaleza de los sentimientos y emociones que genera la música, a la que los cognitivistas consideran cada vez menos un lenguaje y mucho menos sólo un arte, sino algo más complejo y primario a la vez, muy relacionado con el cuerpo. Como nuestra percepción del mundo –creemos– está mediada por el lenguaje, marca de fábrica de la condición humana, es fácil explicar por qué hay palabras y vivencias capaces de alterar al organismo del mismo modo que una droga: inducen estados de éxtasis o de suma relajación, ponen la piel de gallina, generan contracciones musculares repetitivas, voluntarias o no.
Porque ambos, lenguaje y sustancia, impactan por diferentes vías sobre el mismo sistema nervioso, donde desencadenan procesos neuroquímicos de idéntica naturaleza. Pero cuando la pregunta es por qué la música puede replicar estos procedimientos, en sonidos que son considerados parte de un lenguaje que habla pero no dice, la cosa cambia y una gota de frío misterio cae del paraguas y se cuela justo en el límite entre el cuello y la camisa.
La teoría clásica, que define la música como el arte de combinar sonidos, sostiene que son tres los elementos fundamentales que la constituyen: melodía, armonía y ritmo, a saber: la sucesión de los sonidos en el tiempo, la combinación simultánea de las notas y la relación entre la duración y acentuación, el pulso y la forma de distribución de la energía en el tiempo. Así, melodía y armonía se codifican en base al tono, que es la frecuencia del sonido, la cantidad de veces que oscila en un segundo una cuerda tensada ante una transferencia de energía dada, en el mejor de los casos, por la mano del músico.
De las relaciones entre las frecuencias se derivan tonalidades, acordes y escalas, sistemas de tensiones y reposos autónomos. La matemática puede dar cuenta de ellas, y la física, de las variaciones de energía que representan los juegos tonales. Pero nada de eso alcanzaría el status de música sin oídos (humanos) capaces de captar este entramado. En la concepción clásica occidental de la música, europea, codificada, diatónica y no cromática, digital y no analógica (¿por qué sistemas de siete notas y no una infinita paleta cromática de tonos?), el cuerpo aparece como el gran ausente.
Otras cualidades de los sonidos hacen más fácil su traducción al lenguaje hablado. Son las distorsiones respecto de esa forma de onda perfecta, sinusoidal, las que dan a los instrumentos su timbre: la dulzura del violín en un adagio, la aspereza de la guitarra distorsionada del punk-rock, la profundidad acuosa del udu, instrumento de percusión de la India cuyo nombre evoca su sonido. De los elementos teóricamente fundamentales, apenas el ritmo, rápido o lento, podría llegar a guardar analogías directas con el lenguaje, y las acotaciones de expresión (piano, forte) y de carácter (adagio, allegro) que se hacían en las partituras no son reductibles a palabras: son palabras.
Tempo, nivel sonoro, articulación y timbre pueden servir al músico para comunicar representaciones de emociones específicas al oyente, según demostraron en experiencias de laboratorio Gabrielsson y Juslin, en 1996. Los músicos se inventaron “claves” para variar esos parámetros con el objetivo específico de transmitir, mediante una melodía corta, felicidad, tristeza, ira, miedo y ternura sucesivamente. Y los oyentes, con diferentes formaciones musicales previas, “adivinaron” casi siempre, tanto en vivo como en grabaciones, aunque nadie haya podido explicar cómo.
Dejando de lado toda representación que provenga de la “alta” cultura, popular o de masas, ¿hay algo mediando entre los sonidos y el cuerpo? Estudios en musicoterapia indican que el fraseo musical, con sus tensiones y relajaciones, es percibido como un relato que estructura la experiencia musical y que la ruptura de ese relato es interpretada en términos metafóricos, es decir, como una ruptura de “otra cosa”. Y que para que haya emoción en la música, dice Diana Raffman de la Universidad de Toronto, tiene que haber un tono de referencia, y por eso todo intento de música atonal, como la dodecafónica, basada en escalas de doce sonidos en vez de siete, fracasaría rotundamente en sus intentos expresivos.
Desde el punto de vista evolutivo parece claro lo que significó el lenguaje hablado para el Homo sapiens como ventaja adaptativa sobre las demás especies, pero, ¿qué pasa con el lenguaje musical?. Pasa que esos juegos temporofrecuenciales consumen su energía sin aportarle aparentemente ninguna ventaja adaptativa a cambio. De lo contrario, habría que conformarse con las hipótesis de sociobiólogos como Geoffrey Miller (2000), para quien la aptitud musical, como cualquier otra habilidad estética incluidas la religiosidad y la capacidad para contar historias, forma parte del kit de herramientas cuya posesión torna al humano más atractivo, en este caso, a los oídos de sus congéneres del sexo opuesto.
A pesar de reducir tanto la idea de la música, esta línea da una pista sobre el origen de lo estético: las actividades “decorativas” que se perciben como más sofisticadas o difíciles serían los mayores síntomas de salud y vitalidad, o al menos así debe haber sido durante el Pleistoceno. Y por si fuera poco, elementos distintivos de la belleza natural, como el número áureo o la serie de Fibonacci, se encriptan regulando internamente los sistemas tonales que el oído registra como agradables, y abonando este concepto de “estética darwiniana”, como algunos la llaman.
Pero en The Singing Neanderthals (2005), el cognitivista inglés Steven Mithen sostiene que, lejos del gutural gruñido que la arrogante imaginación de los autores de textos escolares les atribuyó como única posibilidad de comunicarse, los homínidos que nos precedieron fueron mucho más expresivos que nosotros. Su lenguaje no era representativo: carecía de palabras. Pero incorporaba una riqueza de movimientos, de cambios de tono y de intensidad de la voz de la que sólo quedarían vestigios en la relación del bebé con los adultos durante los seis primeros meses de vida; después, cuando con el Homo sapiens apareció el habla propiamente dicha, toda esa multimodalidad “sobrante” debió resignarse a ser apenas música.
La hipótesis de Mithen sobre el neanderthalense se presenta como especulativa y difícil de probar, no así su idea de que en el modo de interacción del recién nacido con quienes lo crían está la semilla de la aptitud musical y, sobre todo, de las emociones propias de la música y la danza. Según autores como la estadounidense Ellen Dissanayake o la argentina Silvia Español, investigadora del Conicet, éstas son previas al lenguaje e imposibles de “traducir” o codificar, porque son de carácter dinámico y analógico, e involucran la percepción del cuerpo.
Cuando un adulto se dirige a un bebé repite frases, sonidos y palabras; exagera, usa diferentes tonos de voz, y es así como el recién nacido reconoce a sus congéneres como lo único capaz de moverse y emitir sonidos de acuerdo con un patrón, e incluso de responder ante los movimientos de su propio cuerpo, que está empezando a registrar. Ahí aprende el juego de la repetición y la diferencia, que lo vincula con el otro, no a través de un código común sino gracias a un juego de tensiones y emociones muy intensas. La repetición, la demora y la contingencia son los elementos de ese juego en el que, como en la música, es central el factor tiempo.
Las emociones gestadas en ese “modo de estar con el otro” serían, entonces, diferentes de las emociones “darwinianas”: enojo, alegría, tristeza. En todo caso las matizan (así como el timbre de un instrumento matiza al tono) con sentimientos temporales dinámicos, cuya definición posible sería necesariamente más difusa y antojadiza: una “alegría fugaz”, una “tristeza evanescente”, una “irrupción creciente” de ira. Esa capacidad para las emociones irreductibles a códigos nunca se pierde, y eso sería lo que permite hacer música y disfrutar de ella.
El año pasado, un científico del Massachusetts Institute of Technology (web.mit.edu) de Boston, EE.UU., presentó un estudio en el que aseguraba que hablar es casi totalmente ineficaz e intrascendente a la hora en que los seres humanos establecen ciertas relaciones. De un experimento suyo resultó que los vendedores y relacionistas públicos más exitosos no compartían habilidades linguísticas, sino pequeños movimientos, tonos e inflexiones de la voz, según lo registraron sensores y micrófonos conectados a osciloscopios y analizadores de espectro. Tal vez el habla no sería más que un ornamento y el Homo musicans haya vivido presa de su propio engaño desde el principio de los tiempos.
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