¿Qué distancia nos separa de quien vive en la parte opuesta del mundo, o a cuatro cuadras de distancia? El notable tema de los seis pasos, o seis grados de separación, tiene extrañas ramificaciones, que no sólo pasan por Internet y las redes virtuales, sino que nos arrastran por curiosos “experimentos sociales” y hacia la genética.
› Por Pablo Capanna
En estos tiempos en que casi todo el mundo se pasa la vida conectado a la Red, no es difícil comprobar que el ciberespacio tiene una curvatura tan acentuada como la del espacio-tiempo. Aquello que antaño provocaba asombro, cuando los navegantes salían en una dirección y volvían tiempo después por la opuesta, es hoy bastante corriente en el mundo virtual.
Empezamos a darnos cuenta de eso cuando descubrimos que ese power point que hace unos años alguien nos conminó a reenviar a todos nuestros amigos, acaba de volver a aparecer en nuestro correo después de haber dado varias veces la vuelta al mundo. Por supuesto, sigue siendo tan superfluo como siempre.
A otros les ha pasado que tras colgar su perfil en una red de encuentros virtuales, terminaran por descubrir que estaban hablando con la vecina, una antigua novia o la propia hermana. En lo personal, quien esto escribe no sabe si sufrir o disfrutar cada vez que ve que en algún sitio alguien se ha apropiado de uno de sus trabajos. Hasta puede descubrir que ha sido elevado a la gloria por la mismísima Wikipedia, la misma fuente a la cual había recurrido a la hora de ponerse a escribir.
Cierta vez llegué a toparme con algún blog donde me daban por muerto. Había incluso quien se jactaba de haberme conocido; pero daba datos tan inverosímiles que pronto llegué a la conclusión de que el muerto debía ser otro. De todos modos, no puedo dejar de pensar que todos están cada vez más cerca.
Más de una vez conocimos casualmente a alguien y al rato nos enteramos de que teníamos un amigo en común, o el amigo de un amigo, o alguien que figuraba en la libreta de direcciones de ambos. Quizás hasta podríamos llegar a encontrar un vínculo remoto con alguno de los ricos y famosos. Todos parecemos integrar cadenas muy ramificadas, aunque no demasiado largas, que unen a casi todo el planeta.
¿Cuántos pasos habrá que dar para descubrir que, si bien de manera indirecta, estamos vinculados con alguien que vive en Lituania o en Nigeria, y que bien podría ser cellista, arquero o paleontólogo? Supongamos que uno tiene cien conocidos inmediatos, cada uno de los cuales tiene a su vez otros cien: en dos pasos, ya estaremos hablando de una red de diez mil personas. Con sólo seis pasos se alcanza la cifra de un billón (doce ceros) de contactos mediatos: un número que excede la población mundial.
La creencia de que sólo seis pasos nos separan de cualquier otro miembro del género humano ya andaba circulando entre los habitantes de Budapest hace cien años. El escritor húngaro Frigyes Karinthy (1887-1938) se hizo eco de ella en 1929, cuando escribió el cuento “Cadenas”. Karinthy era aficionado al esperanto, lo cual pudo haber influido en su visión universalista, y había escrito algunas novelas fantásticas al estilo de Jonathan Swift. Entre nosotros se hizo conocer con un libro bastante extraño (Viaje alrededor de mi cráneo, 1939), en el cual contaba sus experiencias como paciente de hospital.
Nunca sospechó que la sombra de su cuento llegaría a proyectarse sobre las ciencias sociales, el teatro, el cine e Internet, sin contar con la matemática y la biología. La idea, que comenzó a ser tema de investigación científica en los años ‘60, hace dos décadas fue llevada al teatro por John Guare (Los seis grados de Lois Weisberg, 1990). Llegó al cine protagonizada por el popular Will Smith (Seis grados de separación, 1993) y se difundió ampliamente con el crecimiento de las redes sociales de Internet.
Quizá su prestigio se deba a que, aun viviendo en una sociedad atomizada e individualista, nos permite creer que tenemos más amigos que Roberto Carlos, con lo cual ganaremos cierta sensación de seguridad, siquiera virtual. Al persuadirnos de que, a pesar de todo, no estamos solos, ofrece un consuelo de índole casi religiosa. Sin contar con que la circunstancia de descubrir un vínculo remoto funciona como cualquier otra coincidencia imprevista: siempre parece más significativa de lo que es en realidad.
Quizás el cine habrá influido para que muchos se lanzaran a investigar las secuencias de contactos que los unían con gente muy distante. Es algo que resulta bastante fácil en comunidades relativamente acotadas, como el mundo del espectáculo o el exclusivo club de los matemáticos.
Un juego muy popular nacido en Hollywood consiste en buscar a cuántos grados de separación está cualquier actor del popular Kevin Bacon, que ha participado como protagonista o figura secundaria en un sinnúmero de películas. Cuanto más bajo es el “Número Bacon” de un actor, mayor es su prestigio, porque permite apreciar su inserción en el mundo del espectáculo.
Por ejemplo, Graciela Borges está a apenas tres pasos de Kevin Bacon. La actriz argentina protagonizó Pobre mariposa (1986) donde actuaba junto a Fernando Fernán Gómez. El español, a su vez, trabajó con Isabel García Lorca, y ésta lo hizo con Kevin Bacon: en total, son apenas tres grados de separación.
La moda se ha extendido al campo de los jugadores de Go, quienes se esmeran por saber a cuántos pasos están del maestro Honiba Shusaku. Todo eso sin contar a los que exploran a diario las redes sociales de Internet como My Space, Orkut o Facebook, en busca de una temporal alma gemela.
Una red muy popular en la comunidad científica es la que une a los poseedores del Número Erdös; figurar en ella y ostentar un número bajo suele dar una suerte de brillo nobiliario.
El matemático húngaro Paul Erdös, muerto en 1996, fue un prolífico autor que publicó unos 1500 artículos, la mayoría de los cuales fueron escritos en colaboración con otros matemáticos. En total, tuvo 511 colaboradores directos, lo cual configura una red de amplitud poco usual.
Entre los agraciados con el Número Erdös, que marca la proximidad de un científico cualquiera con el húngaro, no sólo hay matemáticos, sino sociólogos, politólogos, biólogos y genetistas. El lingüista Noam Chomsky, por ejemplo, tiene Erdös 4.
Pero hay muy poca gente que pueda ostentar un Erdös 1 y un Bacon 4 al mismo tiempo, como lo hace Daniel Kleitman, que enseña matemática en el MIT y se jacta de estar vinculado con ambas celebridades.
Uno de los primeros que se propusieron averiguar qué había de cierto en eso de los seis pasos fue el psicólogo social Stanley Milgram (1933-1984). Milgram goza de la siniestra fama que le dieron sus experiencias sobre obediencia a la autoridad. Tal como se lo explicaba él mismo a Yves Montand en la película I como Icaro (Verneuil, 1979) cualquiera puede convertirse en torturador, si confía ciegamente en la autoridad de quien da las órdenes.
En los años ’50 Milgram trabajaba en la Universidad de París. Leyó el cuento de Karinthy y lo discutió con los matemáticos Ithiel de Sola Pool y Manfred Kochen. Pool y Kochen interesaron a Benoît Mandelbrot (quien luego nos daría los fractales) y con la ayuda de IBM trabajaron en la elaboración de un modelo matemático para los seis pasos. En ese momento, no tuvieron éxito.
Milgram, por su parte, se puso a diseñar un experimento, para lo cual apeló al medio más usual de entonces, el correo. En 1967 eligió al azar unos centenares de sujetos de Nebraska y Kansas y les pidió que hicieran llegar un mensaje a dos personas residentes en la zona de Boston. Sólo les dio su nombre de pila, profesión y localización aproximada. El mensaje tenía que llegarles por intermedio de algún conocido del remitente que, a su vez, tuviera contacto con una persona capaz de ubicarlos.
Como prueba de que la experiencia había sido muy exitosa, Milgram explicaba que había podido localizar a un profesor del seminario teológico anglicano en sólo dos pasos. De hecho, el remitente le había pasado el mensaje al sacerdote más cercano, quien había apelado a su red de contactos eclesiásticos.
El artículo de Milgram salió en el primer número de Psychology Today, una revista de divulgación. Una revisión reciente señala que la experiencia no era demasiado rigurosa en cuanto a metodología y que las pruebas que aportaba eran muy discutibles.
Otros investigadores descubrieron un obstáculo que no había dejado de señalar Milgram: la presencia de una “barrera racial”. En los Estados Unidos de los años ‘50 (y aun hoy, a pesar de Obama) blancos y negros vivían en mundos paralelos, entre los cuales era difícil hallar vasos comunicantes. Lo mismo podríamos decir nosotros si tratáramos de establecer a cuántos pasos están los habitantes de un country de los villeros más cercanos, más allá de alguna relación laboral.
Las cosas se complican cuando se trata de gente geográficamente aislada o económicamente excluida. En cambio se hacen más fáciles cuanto más compacta es una comunidad, como mostró el estudio de Guiot (1976) sobre las cadenas telefónicas que comunicaban a la colectividad judía canadiense.
Otros investigadores han destacado el papel que cumplen ciertas personas clave llamadas “conectores”, las que son capaces de concentrar una abultada cartera de contactos. Es algo que en la política y en los negocios se cotiza muy bien, como lo saben desde el lobbysta de un ministerio hasta el puntero político del barrio.
Dos estudios de 2001 y 2003 que se centraron en los usuarios de Internet y de correo electrónico parecieron corroborar la hipótesis de los seis pasos. El trabajo más reciente lo emprendió Microsoft sobre el MSN Messenger, y dio como resultado 6,6 pasos promedio para vincular a cualquier persona. Eso no impide que en algunos casos hubiera que dar nada menos que 29 pasos para sortear las barreras sociales.
Después del trabajo de Sola y Kochen pasaron varias décadas hasta que, contando ahora con el soporte informático, otros matemáticos retomaran el tema de los seis pasos a nivel formal.
El modelo que desarrollaron Duncan Watts y Steven Strogate en 1998 resultó ofrecer un espectro muy amplio de aplicaciones que excede el campo de las relaciones sociales. Por supuesto, se aplica a la comunidad de los científicos, al mundo del cine y a Internet. Pero también sirve para cosas como las redes neuronales, la estructura de las bacterias, los patrones lingüísticos y las redes metabólicas.
No por ser obvias, las conclusiones a que pueden llevarnos estos estudios no dejan de tener interés. Parecería que todos los seres humanos, desde el más solitario de los ermitaños a la más popular de las modelos, están entretejidos en una sutil red que de algún modo los hermana. Hasta podemos acariciar una idea; tal como ocurría con aquella famosa mariposa caótica, el gesto que uno hace podría llegar a influir en algo para cambiar las cosas. Parece resonar un eco de esos versos de Schiller que Beethoven le puso a su Novena Sinfonía, tan genial como abusada, cuando soñaba con el día en que “todos los hombres serían hermanos”.
Pero aquí se hacen presentes los genetistas y nos dicen que sí, claro, por supuesto. Ocurre que si la ciencia del siglo XIX parecía justificar el racismo, la del siglo XX llegó a conclusiones muy distintas. La ampliamente aceptada teoría del origen común de nuestra especie da pie para establecer que todos los sapiens descienden de una única e hipotética “madre” (la “Eva mitocondrial”) que habría vivido hace unos 150.000 años en Africa.
Pudo haber otras, pero sus linajes se extinguieron en algún momento. También hubo un “Adán cromosómico”, pero éste no tiene más de cien mil años de antigüedad. Pero madre hay una sola. Todas las etnias europeas, por ejemplo, descienden de siete “hijas de Eva”, que habrían vivido en tiempos más recientes, entre 45.000 y 15.000 años atrás. Pero todos los sapiens de este mundo, no importa dónde vivan, tienen una misma abuela ancestral.
Acabo de darme cuenta de que esto, que empezó en la literatura, anduvo por los mentideros de la farándula y las sociedades casi secretas de los científicos; que circuló por el correo, el teléfono e Internet, nos lleva a desembocar abruptamente nada menos que en la unidad del género humano y la fraternidad universal. No es poco.
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