Sábado, 4 de abril de 2009 | Hoy
El aumento del dióxido de carbono en la atmósfera es absorbido en gran escala por los océanos y, como en combinación con el agua de mar, el CO2 produce ácido carbónico, que a su vez aumenta la acidez del agua, aumento que es perceptible y está en aceleración. Las consecuencias pueden ser catastróficas para una buena cantidad de especies.
Por Esteban Magnani y Luis Magnani
Al hablar de sus sueños, el ser humano suele elevar, instintivamente, la mirada hacia el cielo: es el lugar donde residen (o por lo menos residieron alguna vez) los dioses, lo grandioso. No es de extrañar, entonces, que también las grandes amenazas que provienen del “cielo”, como el efecto invernadero, atraigan su atención. Pero este desastre famoso, que compite por el trofeo de terminar con la humanidad, tiene numerosas consecuencias además del aumento de la temperatura. Uno de ellos, poco mencionado hasta ahora, es la acidificación de los océanos.
En febrero de este año, más de 150 científicos, especialistas en Ciencias del Mar de 26 países, dieron a conocer la “Declaración de Mónaco” (www.ocean-acidification.net), en la que explicaban que la acidificación del océano es ya perceptible y que está en aceleración. Afirmaron que las consecuencias socioeconómicas serán tremendas y que sólo podrán evitarse bajando de inmediato y radicalmente las emisiones.
Encubierto, el diablo mellizo del calentamiento global ha venido actuando sin prisa y sin pausa. Ocurre que, de las emisiones de dióxido de carbono (CO2) que el ser humano hizo en los últimos 200 años, se calcula que un tercio fue absorbido por los océanos. Esto ha aumentado su nivel de acidez porque el CO2 produce ácido carbónico al disolverse en agua.
Pese a que los océanos cubren un 71 por ciento de la superficie de la Tierra y a que su profundidad promedio es de 4 kilómetros, las ilusiones de que sigan sirviendo de barrera y contención de las emisiones que provoca el uso de combustibles fósiles deben descartarse. Lo cual supone enfrentar serios problemas.
Son numerosas: las larvas de casi todos los peces y organismos marinos de arrecife están en aguas abiertas. Ellas encuentran el camino a su hábitat natural en el momento indicado gracias al olor. En los experimentos de laboratorio, en aguas con una acidez igual a la proyectada para fin de siglo, las larvas fracasan y no encuentran el camino. Según Philip Munday, de la Universidad James Cook de Townsville, Queensland (Australia), la acidez les impide distinguir el aroma correcto.
Las otras víctimas son aquellas que fabrican sus esqueletos o conchas sobre la base del carbonato de calcio. Esto incluye corales masivos, plancton diminutos, mejillones y ostras, entre otras especies. Lo que ocurre cuando la alcalinidad se reduce es, simplemente, que estas estructuras se disuelven.
El fenómeno se desconocía hasta hace unos pocos años, cuando Victoria Fabry, bióloga de la Universidad Estatal de San Marcos, California, notó algo extraño durante sus experimentos con un pterópodo llamado Clio pyramidata, un molusco de 1 centímetro de diámetro. Después de 48 horas de tener los pterópodos en un jarro cerrado vio que seguían nadando pero que sus conchas se iban disolviendo.
La respiración de los animalitos había hecho crecer la concentración de CO2 en el jarro, aumentando su acidez, lo que produjo el desbarajuste químico. Hasta ese momento, Fabry y sus colegas sabían que la actividad humana podía reducir la alcalinidad de los océanos, pero nunca imaginaron que afectaría organismos de este tipo. Fue una manera brusca de tropezarse con “el otro” problema que origina el CO2.
En cierta manera, es una suerte que las víctimas principales y más evidentes de la acidificación de los océanos sean las famosas barreras de coral –sobre todo la australiana–, que constituyen un polo de gran atractivo turístico. Cuanto más conocida la víctima, más visible el crimen, lo que contribuye a que se preste cada vez más atención al fenómeno.
Ocurre que la Gran Barrera de Coral, en la costa nordeste de Australia, es el arrecife de coral más grande del mundo, tiene unos 2600 kilómetros de longitud y alcanza a distinguirse desde el espacio. Es considerada el ser animal vivo más grande del mundo –en realidad es un conjunto de colonias de corales– y en su interior se albergan tiburones, tortugas, peces y múltiples organismos.
Los experimentos muestran que la acidez lleva a que los corales tengan dificultades en formar sus esqueletos; y las algas calcáreas rojas, una especie de “pegamento” que mantiene unidos los arrecifes coralinos cuando el agua es turbulenta, también corre riesgo de disolución.
Los océanos pueden absorber hasta 0,1 gigatonelada más de CO2 por año que lo que pueden expeler y ahora están absorbiendo 2 por año, 20 veces más. A priori, dos caminos aparecen en el horizonte: el primero es neutralizar la acidez adicional mediante proyectos de gran escala, como tirar al agua un volumen de tiza pura que neutralice la acidez.
Pero el cálculo arroja que el volumen anual necesario abarcaría 60 kilómetros cuadrados y 100 metros de profundidad. Los “efectos colaterales” de semejante obra, si fuera posible, no son fáciles de prever. La segunda opción sería detener la causa cortando las emisiones de CO2, algo que, evidentemente, la parte más poderosa de la humanidad, la que en su afán de mantener un alto estándar de vida genera el gas como efecto secundario, no parece dispuesta a aceptar.
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