Sábado, 23 de mayo de 2009 | Hoy
EVOLUCION
Los restos fósiles de Ida, una hembra primate que vivió hace 47 millones de años en Alemania, parecen presentarse como la prueba definitiva de la pertinencia de las ideas de Darwin. Pero en el mundo de la evolución no todo es tan definitivo y singular como parece.
Por Matias Alinovi
Esto ya ocurrió muchas veces, porque está en el orden mismo de la evolución; o quizás en el de la divulgación de la teoría de Darwin. O mejor, en el de su prueba más –y a la vez menos– contundente: el registro fósil. Esta vez, la novedad quizá consista en que haya que considerarlo como un vago coup de théâtre promocional –pero, ¿qué se estaría promocionando?, ¿la paleontología?, ¿la investigación científica en general?, ¿alguna institución particular?–, en el año en que se cumplen 200 del nacimiento de Charles Darwin y 150 de El origen de las especies.
El hallazgo del eslabón perdido ya se anunció antes algunas veces. Lo que prueba que ni es único, ni está tan perdido. ¿Qué es el eslabón perdido? Una noción de contornos imprecisos, no del todo científica sino más bien divulgativa. Anunciar su periódico hallazgo suele ser una claudicación promocional de la ciencia. Pero la noción no es nueva.
Por un lado basta pensar en el gradualismo que supone la idea de Darwin para entender que, desde el principio, la Teoría de la Evolución por selección natural exigió un eslabón perdido esencial en el que no suele pensarse: el que explicara el origen de la vida y uniera la materia orgánica con la inanimada. Una vaga sustancia intermedia que se imaginó como un protoplasma informe, una gelatina viva, una albúmina hirviente. Thomas Henry Huxley, el más decidido defensor de la evolución, lo buscó dragando el fondo del mar de Irlanda. Previsiblemente, no lo halló.
Por otro lado, en materia de evolución orgánica, la noción de eslabón perdido procede de la discontinuidad característica del registro fósil. En cuanto Darwin propuso la idea de la transformación orgánica, ocurrió el enfrentamiento natural entre partidarios y detractores de su idea. y muchas veces, las preferencias podían reconocer motivos no científicos.
Quizá por eso, porque remitía a concepciones ajenas a la ciencia, rápidamente se entendió que la batalla debía ser librada, y ganada, ante la opinión pública. ¿Qué prueba material contundentemente publicitaria de la realidad de la evolución podía hallarse?, se preguntaron los amigos de Darwin. Huxley, siempre dispuesto, pensó en los fósiles. Darwin mismo los invocaba en su libro como una prueba general –una más, una entre otras– de la evolución.
Estimó que si los paleontólogos desenterraban secuencias de especies fósiles que convergieran en las especies modernas, la opinión pública creería en la verdad de la evolución. Vería su verdad como una revelación, asistiría a la materialización de la evidencia. Huxley mismo, que había sido el primero en afirmar que el hombre había evolucionado a partir de un antepasado simiesco, junto a un grupo esforzado de evolucionistas, se aplicó a excavar. Había que encontrar las formas intermedias y convencer.
Pero el registro fósil no mostró lo que los amigos de Darwin esperaban. Mostró, más bien, abruptas discontinuidades. Allí donde se excavara, las especies fósiles parecían haber prosperado sin mayores cambios durante cientos de miles de años hasta ser, inopinadamente, reemplazadas por especies nuevas. Eso probaba, se apresuraron a explicar los detractores de Darwin, que las especies no surgían unas de otras sino que Dios las creaba periódicamente. La huella fósil, inesperadamente, se convirtió en la prueba material de la intervención divina.
Darwin, con calma, explicó que, aun con aquellas notables discontinuidades, el perfil global del registro fósil confirmaba la Teoría de la Evolución, porque exhibía una tendencia reconocible hacia la variedad y la complejidad orgánica de las especies. ¿Y cómo explicaba la abrupta aparición de especies nuevas?
Por el conocimiento imperfecto del registro, que procedía del hecho de que sólo había sido explorada una parte exigua del mundo, y que sólo algunos organismos lograban preservarse como fósiles. Darwin confiaba en que ulteriores investigaciones paleontológicas descubrirían las formas intermedias, los eslabones perdidos del árbol de la vida.
Y por eso, durante generaciones, sus epígonos repitieron convencidos de que ulteriores investigaciones paleontológicas perfeccionarían indefinidamente el conocimiento del registro fósil hasta materializar su modelo de cambio gradual. Eso nunca ocurrió. Y de esa imperfección, de ese aparente desacuerdo entre la predicción teórica y la evidencia material, surgió la noción confusa de eslabón perdido. Surgió, digámoslo así, una tradición que continúa.
En materia de evolución humana, el primer candidato a eslabón perdido (encontrado) es anterior a Darwin. En 1856, tres años antes de El origen de las especies, se hallaron en Alemania fragmentos fósiles indudablemente humanos y antiguos. Pero el descubrimiento se vio empañado por una dificultad: el desconcierto respecto de la edad imposibilitó la identificación. Si medir es comparar, digamos que no había con qué comparar la edad de aquel fósil.
Indistintamente se opinó que el esqueleto había servido a un remoto antepasado simiesco del hombre, a un cosaco que había combatido a Napoleón, a un holandés antiguo, a un caníbal, a un irlandés. Hallazgos ulteriores, en Francia, de cráneos aparentemente humanos con características similares, condujeron a una denominación genérica: el Hombre de Neanderthal.
El desconcierto se repitió unos treinta años después, cuando Eugène Dubois, un antropólogo holandés que se había propuesto encontrar en los trópicos el eslabón perdido entre el mono y el hombre –las intenciones ya eran claras por entonces– desenterró en Java, zona tropical dominada por Holanda, la parte superior del cráneo de un homínido, algunos molares y un fémur izquierdo. Dubois, que estaba seguro de haber encontrado lo que se había propuesto encontrar, bautizó a su hallazgo Pithecanthropus erectus, como para cifrar en el nombre la convicción o el desconcierto.
La licencia metafórica que suponía hablar del eslabón perdido, había preparado la opinión científica. Era, por entonces, extremadamente favorable a la idea de que los ancestros humanos debían presentar una combinación morfológica de características simiescas y humanas. Y esa conjetura, que aún no había encontrado definitivos elementos de oposición entre los exiguos restos fósiles que se conocían por entonces, fue corroborada, una vez más, en Piltdown.
El Hombre de Piltdown fue, hasta los años ‘20, y más allá del escepticismo que concitó desde el principio su reconstrucción, más o menos lo que todo el mundo esperaba de un eslabón perdido: una mezcla sabiamente dosificada de características mixtas. Pero Piltdown fue un fraude, que consistió en la anexión fraudulenta de una cabeza de hombre y una mandíbula de mono. Un defensor de la patraña dijo alguna vez que si la naturaleza había permitido que en un mismo ser coexistieran atributos de mono y de hombre, a algún compromiso tenía que haber llegado en las coyunturas.
Desde entonces, periódicamente, ante el descubrimiento de restos fósiles de homínidos más o menos antiguos y bien conservados, se anuncia el hallazgo del eslabón perdido. Sabemos que los números son infinitos. Eso quiere decir, entre otras cosas, que hay infinitos números que no se han escrito, que no se han pensado. Sin embargo, sabemos que están ahí, en la recta real. Entre cualesquiera dos números, hay infinitos números, infinitos eslabones que conducen de uno a otro, esencialmente desestimables: no necesitamos verlos para saber que existen.
En la evolución, los eslabones de la transición orgánica no son infinitos, y son todos estimables. Cada nuevo eslabón es la forma que aparece después de alguna, y antes de alguna otra, y eso la vuelve única. El gradualismo que supone la teoría de Darwin parece demandar un corpus empírico completo, en el que paulatinamente se vean las transiciones. Una exigencia de la teoría, respecto de los hallazgos que tienen valor de prueba, que parece requerir una perfección que los propios hallazgos no tienen. Pero esa exigencia es ilusoria, y no está en la teoría misma.
Huxley buscó la prueba plena de la evolución. Darwin, quizá más sabio, pruebas parciales, concéntricas, que acumularan evidencia en una dirección. Porque la prueba plena no es una necesidad para el tribunal de la comunidad científica. Está dirigida antes al jurado de la opinión pública que a los jueces de la ciencia.
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