› Por Pablo Capanna
Dicen que Harry Potter logró el milagro de que los niños volvieran a leer, aunque más no fuera para saber de qué iba a tratar su próxima película. Varios líderes mundiales también dicen haber leído con provecho sus historias. Lo cual no deja de inquietarnos, porque si para resolver la crisis económica mundial piensan recurrir a la magia, estamos perdidos. En Argentina ya hemos probado con la numerología, y no nos está yendo demasiado bien.
El hecho es que se permite –y hasta se considera recomendable– jactarse de no haber leído jamás a Joyce o Proust. En sí, eso no es un mérito ni un defecto, sino apenas un acto de exhibicionismo. Pero si uno llega a decir que no le gustó Harry Potter corre peligro de ser marginado en el acto y señalado como enemigo, no sólo de la lectura sino hasta de los niños.
Pudimos apreciar hasta qué punto el aprendiz de mago se había entronizado en el discurso de los medios, que a pesar del ilimitado acceso a la información es cada vez menos sutil, cuando se anunció que dos equipos de investigadores habían logrado por fin hacer invisibles algunos objetos. El coro de las agencias se unió para entonar las alabanzas de la capa de
Harry Potter, como si la invisibilidad no hubiera estado siempre en los mitos y en las ficciones, y la señora Rowling hubiera inventado la pólvora.
El sueño de la invisibilidad es casi tan antiguo como la sociedad. Desde chamanes y hechiceros hasta alquimistas y magos, siempre hubo quienes soñaron con hacerse invisibles, generalmente con fines inconfesables. Para eso se usaban capas, amuletos y pociones mágicas, pero los favoritos fueron siempre los anillos mágicos, desde aquel del Nibelungo hasta el que llevaba Frodo Baggins. Así como quien hoy posee un celular se siente mágicamente conectado con el mundo, aquel que calzara un anillo mágico podía hacer lo que quisiera sin ser visto, lo cual lo haría sentirse omnipotente.
Claro está que la ciencia siempre le puso trabas al sueño de hacernos transparentes para no ser vistos. Ante todo, ningún material (trátese de vidrio, agua o cristal) es 100 por ciento transparente. Quizá lo único realmente invisible sea un agujero negro, que no deja salir ni siquiera la luz, pero no es aconsejable meterse en uno de ellos.
De todos modos, aunque lográramos hacer que nuestro cuerpo fuese totalmente translúcido, seríamos ciegos, porque en ese caso la retina dejaría pasar la luz. Cuando H. G. Wells escribió El hombre invisible (1897) se dio cuenta, y trató de evitarlo. Para volver transparente a su personaje lo hizo albino, le suministró una poción decolorante y lo sometió a los consabidos rayos misteriosos. El hombre invisible sólo recuperaba su color después de muerto.
Fredric Brown, un maestro del cuento breve, imaginó en uno de sus Grandes descubrimientos perdidos (1961) a un inventor que usaba la invisibilidad para colarse en el harén y acostarse con la favorita del sultán. Pero poco después era atrapado por un robusto jenízaro e inmediatamente decapitado. Se había hecho imperceptible a la vista, pero no lo era al tacto.
Un sucedáneo aceptable de la invisibilidad es el camuflaje, que confunde la figura con el fondo y permite que tanques, aviones o soldados pasen inadvertidos cuando se mimetizan con el paisaje. Es algo que desde siempre supieron hacer insectos y camaleones, y comenzaron a hacer los militares desde fines del siglo XIX. Su última versión son los aviones “invisibles” al radar. Pero, por lo que nos dejan saber los militares, la tecnología stealth no llega a hacer desaparecer al avión: sólo alcanza a reducir o confundir la claridad de su imagen.
Un paso importante parece haber sido dado el año 2006, tal como nos enteramos por revistas como Nature y Science. El proyecto llevado a cabo por un equipo inglés del Imperial College de Londres (dirigido por Jason Valentine) y otro californiano de Berkeley (orientado por Xiang Zhang) parece haber logrado un avance importante. En mayo del 2008 John Pendry, de la Universidad de Duke, logró hacer invisible un cilindro de cobre. En las novelas, eso solía ser el primer paso que daba el hombre invisible.
Los dos equipos científicos recurrieron a materiales artificiales producidos gracias a la nanotecnología. Los ingleses utilizaron una especie de hojaldre de muchas capas atravesadas por una estructura de nano-alambres, y los ingleses crearon un material lleno de nano-celdillas. En ambos casos, los rayos de luz que tendrían que impactar en el objeto se curvan y vuelven a unirse detrás de él, como lo hace la corriente del río cuando rodea una roca.
Los responsables del proyecto no pudieron evitar ser interrogados sobre la capa de Harry Potter, no se cansaron de señalar que aún falta mucho para eso, y que todavía no han logrado cubrir todo el espectro visible. Es casi obvio pensar que estos desarrollos tecnológicos están pensados para tener aplicaciones militares, lo cual no permite esperar nada bueno. Pero tan seguro como eso es que ya debe haber gente trabajando para neutralizarlos.
Con una perspectiva un poco más amplia podríamos hablar de otra invisibilidad, que no es necesariamente física. Invisible puede ser, como ocurre con el camuflaje, aquello que se confunde con lo que solemos ignorar. Pero también puede ser eso que no queremos ver o aquello que escondemos para no verlo, por ejemplo levantando un muro que aparte de nuestra vista algún espectáculo deprimente.
Es lo que ocurre con la gente que duerme en la calle, que dejamos de ver en cuanto la costumbre nos insensibiliza, o con esos molestos pobres, que los countries ocultan tras un paredón. A veces, de lo que se trata es de ocultar pueblos enteros, como los latinoamericanos en Tijuana o los palestinos en Cisjordania.
En muchas circunstancias de la vida diaria hay detalles que no registramos porque no nos parecen relevantes para nuestras preocupaciones de ese momento. De allí, la delicada labor de extraer la verdad de aquello que recuerdan los testigos de un accidente o de un crimen. Si no somos como aquel memorioso Funes de Borges, que era capaz de recordar hasta el más insignificante detalle, pasamos por alto datos que en otro momento serían relevantes.
Uno de los casos policiales que resolvía el Padre Brown, el cura detective de Chesterton, se titulaba precisamente “El hombre invisible”. Puede que fuera una ironía dirigida a Wells, pero lo más interesante del cuento es que llamaba la atención sobre otro tema: la invisibilidad social.
En el cuento de Chesterton, el asesino había entrado y salido de la casa para matar a su víctima, sin que ningún testigo lo viera pasar, simplemente porque se había disfrazado de cartero. Los testigos juraban que no habían visto pasar a nadie. No se les ocurría que el cartero fuera alguien, porque formaba parte del paisaje urbano.
Recordemos que en la Odisea, el viejo Ulises le decía al Cíclope que su nombre era “Nadie”. De manera que cuando le preguntaban quién lo había dejado ciego, el pobre gigante sólo atinaba a decir que “¡Nadie fue!”. La idea fue retomada y llevada a su mejor expresión por otro escritor inglés. En su novela El glamour (1984), Christopher Priest imaginó una corporación de hombres y mujeres invisibles que se movían libremente entre nosotros.
Lograban hacerlo porque eran tan insignificantes que nadie los tenía en cuenta, o bien porque sabían elegir las circunstancias adecuadas para pasar inadvertidos. Una de esas mujeres hacía un sensual strip-tease en una taberna sin que los clientes, ocupados en mirar el partido, repararan en su presencia. Los invisibles viajaban gratis y robaban en los supermercados, pero no llegaban a abusar de su impunidad: de haberlo hecho, habrían llamado la atención y disipado su invisibilidad social.
Con su clásica novela, Wells parecía ilustrar la tesis de Lord Acton: “el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente”. El hombre invisible gozaba de impunidad, y eso lo tentaba a cometer cualquier crimen. Es cierto que ya había empezado por robarle a su padre para financiar sus investigaciones, y que mientras era perseguido robaba sólo para sobrevivir. Pero sobre el final estallaba en un delirio megalomaníaco y soñaba con conquistar el mundo.
Es muy probable que Wells hubiera tomado de Platón la idea del hombre invisible. Dos mil quinientos años antes, el filósofo griego había apelado a la invisibilidad para plantear el problema ético y político (la corrupción) en el segundo libro de su República. Según las enciclopedias, Platón había querido decir precisamente que el poder es fuente de iniquidad.
Pero se diría que eso es lo que algunos quieren entender, porque parecería justificar la corrupción al mostrarla como algo inevitable. Pero si uno se toma el trabajo de releer a Platón, las cosas no resultan tan nítidas. Para el griego, lo malo no estaba en el poder mismo, sino en la conciencia de quien dispone del poder. Un moderno hubiese dicho que lo mejor que se puede hacer con él es controlarlo.
En el diálogo anterior, Sócrates había tenido que enfrentarse con un energúmeno llamado Trasímaco, quien defendía abiertamente el derecho del más fuerte, la mano dura y el triunfo de la voluntad. En la práctica, al honrado siempre le va peor que al malvado, decía Trasímaco. En cuanto alcanza a tener algo de poder, hasta sus parientes le reclaman que se corrompa aunque sea un poquito.
Sócrates atinaba a replicar que aunque todos deseen ser tramposos les molesta que otros les hagan trampa a ellos; para eso se habían inventado las leyes. Pero Trasímaco ya se había marchado dando un portazo que dejó temblando hasta el frontispicio.
El amigo Glaucón se ofrecía entonces a resumir el argumento de Trasímaco, por si no había quedado claro. Reconocía que los perversos, cínicos y corruptos eran quienes más tenían éxito; sólo le faltaba añadir, como Discépolo: “¿A quién le importa si naciste honrao?”. Glaucón se atrevía a vaticinar que aquel que se empeñaba en comportarse honestamente corría el riesgo de terminar (textualmente) azotado, encarcelado, torturado, enceguecido y hasta empalado. La sociedad no lo toleraba, y prefería ser engañada.
Pero Glaucón introducía otro tema, al hablar de esos corruptos que logran pasar por honrados y de aquellos otros que se comportan honestamente sólo porque temen meterse en problemas con la ley. Para probarlo, recurría a uno de esos cuentos que Platón solía inventar para ejemplificar sus tesis: la historia de Giges.
Giges es un pastor que trabaja para el rey de Lidia, en lo que hoy sería Turquía. Es un sujeto insignificante e inocuo hasta el día en que un terremoto abre un abismo ante sus pies y le permite acceder a una misteriosa cueva subterránea. Allí descubre un enorme caballo de cobre hueco que guardaba el cadáver de un gigante. Platón no lo aclara, pero quizá fuera un Titán, o la momia de un rey de la Atlántida.
El pastor tomaba un anillo de oro, lo único que el gigante llevaba puesto, se lo ponía en el dedo y jugaba con él. Pero cuando asistía a la asamblea anual de pastores, se daba cuenta de que sus compañeros hablaban mal de él sin cuidarse, porque cada vez que movía el anillo dejaban de verlo.
Entonces, Giges se hacía elegir delegado de los pastores, para poder llegar a la corte. Allí, se hacía invisible, seducía a la reina, asesinaba al rey y daba un golpe de Estado. Si existiera un anillo así, concluía Glaucón, hasta el más decente de los ciudadanos terminaría por mostrar la hilacha.
Sócrates seguía insistiendo en que “el justo es quien desea ser bueno y no sólo parecerlo”, pero dejaba abierta la cuestión. Se diría que actualmente hay otro tipo de invisibilidad, la mediática. Si uno no aparece en los medios, es como si no existiera, y si llega a aparecer no siempre es por motivos dignos.
A los argentinos que no nos olvidamos de Cabezas (ni de Julio López) la historia de Giges nos recuerda a Yabrán, un poderosísimo personaje que durante un tiempo fue invisible, gracias a eso que hoy llaman “perfil bajo”. Cuando fue acusado de mandar a matar precisamente a quien lo había puesto en evidencia, comenzó a hacerse visible y accedió a un reportaje, donde pronunció una de las frases más terribles que se escucharon en los últimos tiempos: “el poder es la impunidad”. Cuenta la leyenda que el moderno Giges sintió tanta vergüenza que se suicidó. Si es cierto, Glaucón estaba equivocado.
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