PSICOANALISIS Y DERIVACIONES
Si la vida inconsciente es, como los psicoanalistas dicen y los cognitivistas no niegan, tan importante, ¿dónde está? Al intentar responder esta pregunta, los paradigmas se acarician o se chocan, pero no dan una sola y unívoca respuesta.
› Por Marcelo Rodríguez
En 1895 el neurólogo vienés Sigmund Freud (1856-1939) describió en sus Estudios sobre la histeria un fenómeno al que llamó “disociación de la conciencia”, capaz de causar parálisis en mujeres con histeria. Tales trastornos eran muy comunes en la época victoriana y este médico, discípulo de Jean-Martin Charcot (1825-1893), tenía la original hipótesis de que podían ser causadas por la represión del impulso sexual.
Para el año 1900 ya tenía definido un modelo que le permitía explicar lo que observaba como no lo podía hacer con los conocimientos de la neurología de su época. Con mecanismos y leyes propias, el inconsciente ya no es para Freud sólo “lo no consciente”: integra la psiquis (y no ya el cerebro), junto con lo consciente y lo preconsciente. Ya no es una condición patológica, sino una condición de la que nadie escapa, y Freud deja de ser un neurólogo para convertirse en el padre de una disciplina propia: el psicoanálisis.
Pero no fue Freud el primero –ni la disciplina que creó fue la única– en darle entidad propia a lo inconsciente. Ya en 1751, el jurista escocés Henry Kames iniciaba ese camino, y en el siglo XIX lo inconsciente formó parte crucial en el imaginario del Romanticismo, a modo de biblioteca de imágenes mentales tenidas como la más profunda expresión del espíritu. El análisis de la publicidad subliminal cobró mucha importancia en la década del ‘60, desde la psicología experimental: las imágenes destinadas a producir impacto sin pasar por el registro consciente.
Así, la neurología progresó desentendiéndose del psicoanálisis con el que, salvo acercamientos furtivos y una dura convivencia en el campo de la salud mental, se mantuvo prácticamente irreconciliable. Prefirió hablar de interacciones entre lo racional y lo emocional para explicar, por ejemplo, los procesos de toma de decisiones cuando las cuentas de la lógica formal no cierran.
Pero sí apela a lo inconsciente para hablar de la vida social. Los trabajos de Alex Pentland en el Instituto de Tecnología de Massachusetts son un ejemplo, bastante alejado de la concepción psicoanalítica desde luego. Pentland estudió patrones de conducta prelingüísticos (la forma de moverse, los gestos, el tono de la voz) que condicionan las relaciones sociales y la toma de decisiones independientemente de lo que las personas se digan con palabras.
Otros investigadores aseguran que son las similitudes y disparidades entre circuitos neuronales los que explicarían las afinidades y discordancias humanas, sin perjuicio del pensamiento consciente, es decir, de lo que “creemos” pensar.
El intento más acabado por reconciliar ambas vertientes tal vez sea el de los suizos Pierre Magistretti y François Ansermet, neurobiólogo uno, médico y psicoanalista (¡lacaniano!) el otro. Paul Feyerabend introdujo en la filosofía de las ciencias la idea de inconmensurabilidad. “Cada disciplina tiene su propio ámbito de validación y explicar alegremente los conceptos de una con los de otra implicaría, por lo menos, un craso reduccionismo”, decía Feyerabend; y lo dicen también estos dos investigadores suizos.
Así dan su primera justificación de por qué todo intento de definir al inconsciente freudiano desde los conceptos de la neurobiología corre serio riesgo, desde el vamos, de caer en saco roto. No obstante toman ese riesgo, y en su libro A cada cual su cerebro (2007) van más allá en esta empresa de construir al borde de un precipicio.
Si bien no es fácil hacerlas –en la Argentina, por ejemplo, no hay recursos técnicos suficientes– las imágenes de resonancia magnética funcional (Rmf) del cerebro en acción hoy forman parte habitual de la iconografía de la investigación neurobiológica. Los colores que se ven en ellas representan niveles de intensidad de la actividad neuronal en distintas áreas del cerebro.
Estos “mapas” varían según lo que la persona esté haciendo, lo que esté pensando, lo que esté sintiendo o aquello de lo que se está ocupando mientras tiene adosados a su cabeza los electrodos que registran los impulsos eléctricos de su actividad nerviosa. Todo se ve. A cada cambio en el pensamiento consciente o de la actividad cognitiva le corresponden cambios en los patrones de coloración de ese mapa en tiempo real. Pero si lo inconsciente regula nuestra vida psíquica, ¿dónde está?
La respuesta de Magistretti, que trabaja en la Universidad de California y recibió en 2002 la medalla Emil Kreppelin del Instituto Max Planck de Munich, no se hace esperar y puede resumirse más o menos como sigue: “No sabemos, pero lugar para esconderse tiene de sobra”.
Ocurre que los colores de la Rmf identifican las variaciones de consumo de energía en cada área, pero no el consumo de energía basal del cerebro. Si vale la analogía, no medirían la altura de la montaña sino cuánta altura le agrega a esa montaña la masa de nieve que tiene encima. Y esa masa de nieve –la energía que consume la actividad consciente– es apenas entre un 10 y un 15 por ciento del consumo basal.
Hasta que se impuso el estudio por imágenes predominaron en el estudio del cerebro las hipótesis que postulaban al cálculo, la racionalidad y el orden como atributos del hemisferio izquierdo, y al derecho como sede de la integración, insondable por lo caótica, lo estético-temporal; en suma, lo inconsciente sin ley. Pero no es del todo así, y la cesura interhemisférica no es un mero biombo entre los caracteres que los griegos personificaban en sus dioses Apolo, bello y equilibrado, y Dionisos, sensual y desenfrenado. Bastante diferente del dios griego sería el inconsciente psi, donde quedan grabadas y transitoriamente olvidadas las experiencias traumáticas.
Ansermet, que es profesor de psiquiatría infantojuvenil en la Universidad de Lausanne, ha concentrado su estudio en los vínculos entre huellas psíquicas (concepto psicoanalítico) y huellas sinápticas (concepto biológico). La clave estuvo en la plasticidad cerebral, descubrimiento por el que Eric Kandel recibió el Nobel de Medicina en 2000.
Tenemos 100.000 millones de neuronas y cada una puede establecer hasta 10 mil conexiones independientes: las sinapsis. Estas no se asocian de una vez y para siempre sino que se asocian y se disocian, pero en cada célula queda una memoria de cada sinapsis aunque ésta haya desaparecido. Por este mecanismo, asegura Ansermet, huella mnémica y huella sináptica son la misma cosa.
Lo inconsciente es una desconexión momentánea que puede ser reestablecida mediante un estímulo, de manera dirigida o azarosa. La psiquis es un mapa de conexiones que conforman una estructura más o menos fija. No imperan en ella el azar ni la omnipotencia y lo estable es la regla, pero cabe cierto margen de cambio, de variabilidad.
Los estímulos que provocan esos cambios pueden provenir del mundo externo pero también del interno (recuerdos, sentimientos y pensamientos, por ejemplo). Y tanto una palabra como una droga o una melodía pueden producir turbulencias y reacomodamientos, relacionarse con otras ideas o recuerdos como con estados de ánimo, sensaciones de placer y displacer e incluso con estados somáticos o fisiológicos regulados por el sistema nervioso central.
Tampoco hay para Ansermet y Magistretti un cerebro “normal”, porque aunque las experiencias cercanas al nacimiento son las que marcan más a fuego las redes neuronales, éstas se modifican constantemente en cada persona a través de la experiencia. Ni tampoco una respuesta “normal” frente a un estímulo, porque –otra vez los griegos– así como Heráclito decía que como el agua fluye (“nunca nos bañamos dos veces en el mismo río”), nadie afrontaría la misma experiencia ni pensaría dos veces con el mismo cerebro. Y el “inconsciente colectivo”, ¿dónde está? Sin duda, más allá del alcance de estas líneas.
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