Sábado, 4 de julio de 2009 | Hoy
Por Pablo Capanna
Durante los últimos 12 mil años, cada vez que los campesinos levantaban sus cosechas no se olvidaban de guardar parte de las semillas, para sembrarlas al año siguiente. Esto fue así hasta hace dos o tres décadas.
El primero en desaparecer fue el arado, ese que tantas metáforas del progreso y de la educación había inspirado: la siembra directa lo declaró tan obsoleto como esa hoz que ya habían reemplazado las cosechadoras. Luego, también desapareció ese sembrador que había inspirado a tantos, desde una parábola evangélica hasta decenas de cuadros de todos los tiempos.
Más aún; guardar semillas llegó a estar prohibido, para que todos los años los agricultores se vieran obligados a comprárselas a ese mismo proveedor transnacional que también distribuye los insumos químicos sin los cuales las semillas no fructificarían. La agricultura se ha ido convirtiendo en una industria y una de las consecuencias que estamos pagando es el monocultivo.
Patentar las semillas como si fueran nada más que un software biológico parecía absurdo hace apenas unos treinta años, pero fue entonces cuando por primera vez se patentó una célula modificada por ingeniería genética. Más descabellada parecía la idea de patentar un elemento de la tabla periódica, hasta que el Premio Nobel Glenn Seaborg registró a su nombre el americio y el curio, entre otros elementos que había descubierto. La cuestión se desplaza al terreno jurídico cuando se trata de patentar nuevos materiales “de diseño”, desconocidos en la naturaleza, pero con gran demanda en la industria.
Tal es el caso de los fulerenos, que deben su nombre a Buckminster Fuller porque su estructura molecular recuerda la de las cúpulas geodésicas. Los fulerenos vienen en dos variedades: las buckyballs y los nanotubos. Las primeras no se pueden patentar, porque aunque sean muy raras existen en la naturaleza, de manera que son un descubrimiento, pero los segundos sí porque hasta ahora no se los ha encontrado fuera de los laboratorios. Sin embargo, en ambos casos lo que puede ser patentado es el procedimiento con el cual se los produce, y de este modo pasan a ser un invento.
Desde hace décadas, la tecnología ha consolidado una sostenida tendencia a la miniaturización. Transistores, semiconductores, microchips y transgénicos están en esta línea, que ahora culmina con la nanotecnología, que manipula la materia a nivel atómico y molecular. Las nanotecnologías prometen, entre otras cosas, acabar con el cultivo de la tierra para hacer una “agricultura” puramente industrial.
La producción de nanopartículas es hoy una industria en pleno desarrollo, que viene a convergir con la ingeniería genética y otras tecnologías de punta. Para tener una idea de la escala en que se mueve, digamos que 900 millones de nanopartículas caben en la punta de un alfiler; muchas más que los famosos ángeles. En este nivel, todo se mide en nanómetros (nm), el espacio que cubren diez átomos de hidrógeno puestos en fila.
Por debajo del nivel de los 50 nm la mecánica cuántica comienza a imponerse sobre la física clásica, de manera que los materiales presentan nuevas propiedades. El oro común es amarillo, pero las moléculas de nano-oro son rojas. El carbonato de calcio, que es blando en la tiza, se vuelve durísimo en la madreperla, simplemente porque sus moléculas están organizadas a nivel “nano”.
El diamante, que es carbono cristalino, no conduce la electricidad, pero los nanotubos de carbono resultan ser mucho mejores conductores que el cobre. Un catalizador compuesto de nanopartículas es cien veces más activo que uno común.
Hoy ya conocemos tres formas cristalinas del carbono, porque al diamante y el grafito han venido a agregarse los fulerenos. La forma más usual de producir fulerenos consiste en calentar un bloque de grafito con un catalizador metálico, mediante un rayo láser. A cierta temperatura, los átomos comienzan a organizarse de otra manera.
Pueden tomar el aspecto de una pelota de fútbol, con 60 átomos formando pentágonos o hexágonos (las buckyballs) o bien tubos con la misma estructura hexagonal, cuyo aspecto recuerda al de un rollo de alambre de gallinero: estos son los nanotubos. Los nanotubos fueron “descubiertos” en 1991 por Iijim Sumio, un investigador de NEC. Son 100 veces más fuertes que el acero y 6 veces más livianos.
En diez años más reemplazarán a la silicona de los microcomponentes; los tendremos en los televisores y quizás hasta en los senos de las modelos. En 1999 costaban 600 dólares el gramo, pero dos años después habían bajado a 30. Ya constituyen un negocio multimillonario.
Las aplicaciones (tanto presentes como del futuro inmediato) que tienen las nanopartículas abarcan un amplísimo espectro, que va desde raquetas, palos de golf y hojas de afeitar hasta los aditivos que se incorporan a alimentos, la cosmética y la indumentaria.
Los fulerenos permitirán hacer telas “inteligentes” capaces de repeler las manchas y regular la absorción del calor. Ya se incorporan a las cremas antiarrugas y a los alimentos de cero calorías o “de larga vida”. Prometen darnos lentes que no se rayan, prendas antiinfecciosas para heridos y quemados y hasta colchones capaces de rechazar el polvo y los efluentes corporales.
Con estas tecnologías podemos llegar a tener edificios que no necesiten pintura, que sean capaces de “respirar” y dejar circular el aire, con revestimientos que repelan los graffiti y ventanas autolimpiantes. Incorporando nanopartículas a la tela se puede hacer ropa que cambie de color según el ambiente y bebidas “programables” que cambian de gusto y de color según el tiempo que los dejemos en el microondas.
Lamentablemente no hay ninguna tecnología que nos garantice que en las condiciones actuales disminuya el delito o la beligerancia. Estas siguen siendo cuestiones políticas, un tema en el cual no hemos avanzado todo lo que era de desear. Lo que sí resulta más fácil con las nanopartículas es blindar vehículos, hacer chalecos antibalas livianos y uniformes camaleónicos que vuelvan “invisible” al soldado.
Gracias a la nanotecnología, los nostálgicos de Bush están diseñando para sus tropas de choque unos “exoesqueletos” como los de los insectos, que sean a prueba de balas y les permitan dar golpes tan contundentes como los de un superhéroe. Como nadie ha dejado de pensar en guerras bacteriológicas, se planean desarrollar corazas capaces de repeler agentes patógenos o con sensores miniaturizados que permitan detectar agentes biológicos, químicos o explosivos. Todo eso, para seguir fracasando después de que fracasaran la política y la diplomacia, como hemos visto que ocurre.
Las nanopartículas ya están entre nosotros, y para eludir su presencia habría que dejar de tomar leche, que las contiene en forma de caseína. Pero ya estamos pasando de la producción de partículas a la nanofabricación, desde que estamos en condiciones de ensamblar moléculas. En el futuro podremos llegar a la nanobiónica, capaz de introducir “máquinas” microscópicas en el cuerpo humano.
Antes de que la crisis arrojara su sombra sobre todas las predicciones, se anticipaba que para el 2010 el negocio llegaría a mover 500.000 millones de dólares anuales. En todo el mundo ya hay unas 150 empresas dedicadas a producir nanopartículas, como las norteamericanas Zyvex, Argonide o Carbon Nanotechnologies, la japonesa Mitsubishi, la alemana Nano-X o la israelí Nanolayers.
Antes de dejar el poder, Clinton fundó la Iniciativa Nacional de Nanotecnología, a la cual le auguró un futuro comparable al de la NASA. Actualmente, Suiza es el país que más invierte en la investigación de este campo, pero también están China, Corea del Sur, India, México y Brasil.
El ETC Group de Winnipeg (Canadá), una ONG ambientalista y pro derechos humanos, ha hecho un informe bastante crítico sobre la expansión de estas nuevas tecnologías. Sabemos que para poder apreciar los efectos de una tecnología hay que esperar por lo menos una generación, pero el hecho es que hasta ahora no sabemos prácticamente nada sobre los efectos que puede tener la potencial acumulación de nanopartículas en el cuerpo humano y en el ambiente.
Mucho menos podemos imaginar qué ocurrirá cuando los organismos genéticamente modificados se encuentren con la materia atómicamente modificada. Lo que sabemos con certeza es que la incorporación de los plásticos no degradables fue una verdadera catástrofe ambiental, y sólo recientemente hemos podido apreciar el daño que fue capaz de hacer el asbesto en la construcción y la industria, provocando graves enfermedades respiratorias. ¿Serán las nanopartículas un nuevo asbesto?
Tampoco podemos avalar las promesas que hacen los entusiastas apologistas de la nueva tecnología, cuyo discurso como siempre promete que los pobres serán sus principales beneficiarios. Con bastante sentido común, los investigadores canadienses concluyen que todas las revoluciones industriales comenzaron por dejar fuera de juego a gremios enteros, y en este caso la nanoindustria requerirá escasa mano de obra, si bien altamente calificada.
Los nuevos productos serán costosos, por lo menos al principio, y los pobres serán los primeros en perder en cuanto a alimentación, salud y empleo. No tenemos razones para creer que protegen al ambiente. Lo más seguro es que aumenten la dependencia tecnológica. Quien haga estos juicios precautorios corre el riesgo de ser rotulado de “luddita que se opone al progreso”, pero nadie cuestiona a las poderosas elites que orientan la investigación con fines obviamente lucrativos, y una gran capacidad de penetración en la opinión pública.
¿Quién controla la confiabilidad y la expansión de las nuevas tecnologías? A comienzo de los años ’90, en plena ola neoliberal, las Naciones Unidas no sólo perdieron poder político sino que renunciaron a la facultad de monitoreo que ejercían por medio de su Centro para las Corporaciones Transnacionales y el Centro para la Ciencia y la Tecnología.
Estudios realizados en las universidades de Varsovia y Montpellier en 2001 indicaban que las nanopartículas eran absolutamente inocuas, al punto que el sistema inmune ni siquiera reaccionaba contra ellas. Las primeras luces amarillas se encendieron en 2002, cuando los investigadores encontraron nanopartículas acumuladas en el hígado de animales y más tarde hasta en las bacterias.
Si han logrado incorporarse a las bacterias, podrán entrar en la cadena alimentaria, y nadie puede imaginar cuáles serán las consecuencias de asociar sustancias que no existían en la naturaleza al metabolismo de un organismo viviente.
La Argentina cuenta con grupos de estudio que se ocupan del tema en el Instituto Balseiro y la Universidad de Buenos Aires, y acaba de firmar un convenio con Brasil, para integrarse a los proyectos de nuestro poderoso vecino del Mercosur.
Para la opinión pública, la palabra “Nano” todavía sigue evocando apenas un teleteatro con delfines. Los grandes referentes nacionales, como Susana Giménez, Roberto Piazza o Cacho Castaña, todavía no se han expedido al respecto, pero no pasará mucho sin que alguien requiera su opinión.
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