Sábado, 29 de agosto de 2009 | Hoy
2009: AñO INTERNACIONAL DE LA ASTRONOMíA > NEPTUNO: A 20 AñOS DE LA MISION VOYAGER 2
Allí, en una remota esquina del Sistema Solar, se levanta una inmensa masa azulada de 210 grados bajo cero de temperatura media... allí, en una remota esquina, gira un planeta monstruoso y enigmático, que siempre fue una incógnita y que recién fue visitado por un aparato humano, demasiado humano, hace 20 años, por única y última vez. Neptuno, uno de los cuatro grandes malevos del sistema, llega hasta aquí en una evocación nostálgica de aquella visita que le hiciera, en 1989, la sonda Voyager 2.
Por Mariano Ribas
Fue el broche de oro para la más grande epopeya en la historia de la exploración espacial: hace 20 años, la sonda Voyager 2 llegaba por primera y única vez a Neptuno, la última frontera planetaria del Sistema Solar. Fue un sobrevuelo tan cercano como fugaz, pero alcanzó para trazar un acabado perfil de aquel gigantesco mundo azul marino. Una bola de gas, “hielos”, y roca, diez mil veces más lejana que la Luna. Tan distante, que Neptuno vive sumergido en una eterna penumbra, apenas salvado de la oscuridad total por un Sol que, a esa distancia pavorosa, brilla casi mil veces menos que en los cielos de la Tierra.
Y a pesar de todo, del frío, la oscuridad, y esa irremediable lejanía (que lo condena a no ser más que un pálido y diminuto disco, aun para los grandes telescopios), Neptuno se reveló ante los ojos de la Voyager 2 como un planeta fascinante, envuelto por una atmósfera muy violenta y cambiante, con enormes tormentas circulares y ovaladas, y vientos de una furia sin igual en toda la comarca solar. Por si fuera poco, la legendaria nave de la NASA descubrió varios anillos –pálidos, pero anillos al fin– y algunos satélites hasta entonces desconocidos. Y hasta se dio el gusto de visitar Tritón, la “joya” de Neptuno, una súper luna extraordinaria, se la mire por donde se la mire.
Aquel 25 de agosto de 1989 marcó un hito inolvidable para la astronomía. No sólo porque, mediante aquella embajadora robotizada, la humanidad tuvo sus primeras vistas cercanas de Neptuno, sino también porque aquel episodio fue, y sigue siendo, nuestra más osada y lejana aventura de exploración espacial. Ningún otro ingenio humano visitó, nunca más, un mundo tan distante. Hoy, Futuro rememora aquella gesta vivida hace dos décadas, y le echa una mirada actual al poderoso gigante azul, y a su oscuro y gélido imperio de lunas y anillos.
La historia de Neptuno es por demás curiosa. Y si bien ya la hemos contado en otras oportunidades, vale la pena repasarla brevemente. Por empezar, y ya que estamos celebrando el “Año Internacional de la Astronomía”, empecemos por lo más curioso y lo no tan conocido: en diciembre de 1612 y enero de 1613, Galileo vio a Neptuno. Pero nunca lo supo. En realidad, lo confundió con una “estrella fija” de fondo, mientras estaba observando con un rudimentario telescopio los movimientos de Júpiter y sus lunas.
Pero el relato más tradicional comienza luego del descubrimiento de Urano en 1871, cuando los astrónomos notaron que este planeta no estaba exactamente en el lugar donde debía estar, siguiendo los designios de las leyes de movimiento planetario de Kepler y de la gravitación universal de Newton. Descartando las influencias gravitatorias de Saturno y Júpiter, daba toda la impresión de que había “algo más”.
Finalmente, en 1846, y en forma independiente, el británico John Adams, y el francés Urbain J. Leverrier, calcularon matemáticamente la posición de un posible nuevo planeta. Pero fue Johann Galle, un astrónomo amateur que trabajaba en el Observatorio de Berlín, quien lo descubrió visualmente el 23 de septiembre de aquel año, gracias a los precisos datos de Leverrier. Por eso, Neptuno tiene tres descubridores, y un “casi” descubridor: Galileo. Dos semanas más tarde, William Lassell dio con Tritón, la mayor luna del planeta.
Por entonces, poco y nada se sabía de Neptuno. Y mucho menos de Tritón. Apenas su distancia, período orbital, y otros parámetros (ver recuadro “Identikit de Neptuno”) que se fueron ajustando con el correr de las décadas. A pesar de ser un planeta enorme, Neptuno está 30 veces más lejos del Sol que la Tierra. Y por lo tanto, aun con los más grandes telescopios del siglo XIX –y por qué no del XX también–, el gigante azul lucía como un minúsculo disco gris-azulado, carente de todo detalle. Más allá de ciertos progresos –en buena medida debido a los análisis espectroscópicos de la luz que reflejaba del Sol– Neptuno siguió siendo para los astrónomos una enorme incógnita planetaria hasta fines del siglo pasado. Hasta que llegó la Voyager 2.
Lógicamente, no habría Voyager 2 sin una Voyager 1. Y así fue: lanzadas al espacio en 1977, estas dos sondas gemelas de la NASA protagonizaron, quizá, lo que fue la gesta de exploración espacial más ambiciosa, relevante y exitosa de todos los tiempos. En un verdadero “tour planetario”, ambas naves visitaron –con diferencia de meses– a Júpiter y Saturno (entre 1979 y 1981), estudiando y fotografiando en detalle las atmósferas de los dos colosos del Sistema Solar, sus anillos (especialmente en el caso de Saturno, claro), y muchos de sus satélites. Las legendarias Voyager transmitieron a la Tierra espectaculares imágenes y alucinantes revelaciones de las cuatro “lunas galileanas” de Júpiter (Io, Europa, Ganímedes y Calisto), y de Titán, la luna prodigio de Saturno (que dejó helados a todos los astrónomos planetarios con su opaca atmósfera de nitrógeno, metano y compuestos orgánicos).
Luego de su paso por Saturno y Titán, la Voyager 1 salió del plano general del Sistema Solar, y se perdió para siempre en las profundidades del espacio. Pero su compañera, en cambio, puso la proa hacia Urano. Tras varios años de viaje, y miles de millones de kilómetros recorridos, en enero de 1986, la nave llegó por primera y única vez al séptimo planeta desde el Sol. Otro episodio mayúsculo que alguna vez recordaremos con más detalle y justicia.
La Voyager 2 se encontró con un mundo de gas tan frío (-210C), como “aburrido”. A diferencia de la violenta y siempre cambiante atmósfera de Júpiter (y en menor medida, la de Saturno), las imágenes de la sonda de la NASA nos mostraron a un Urano casi irreal: una bola de gas, de un precioso color entre celeste y verde agua –muy uraniano, por cierto– pero tan lisa y suave por fuera, que parecía un cuerpo artificial, y no un verdadero planeta. El suave ropaje externo de Urano fue interpretado por los científicos planetarios como una atmósfera –de hidrógeno, helio y algo de metano– pareja, suave y prácticamente carente de fenómenos interesantes.
Esa “tranquilidad” atmosférica no resultaba del todo extraña teniendo en cuenta, especialmente, la bajísima temperatura externa de Urano, que recibe 400 veces menos luz solar que la Tierra. Lejos de detenerse, y aprovechando una inmejorable disposición de los planetas gigantes –que tardará siglos en repetirse– la Voyager 2 siguió su marcha hacia Neptuno.
Estando aún a más de 100 millones de kilómetros de Neptuno, y viajando a un promedio de 70 mil kilómetros por hora, la Voyager 2 comenzó a transmitir, en junio de 1989, las primeras imágenes del planeta. Todavía faltaba, pero ya eran las mejores vistas del planeta jamás logradas: no sólo mostraban cierto detalle en Neptuno, sino también a Tritón, su satélite más grande, a Nereida, otra luna menor, y hasta revelaban a una nueva. Semanas más tarde, y ya mucho más cerca, los sensores de la nave comenzaron a detectar el poderoso campo magnético que envuelve a Neptuno (un signo claro de su actividad eléctrica interna).
Y finalmente, llegó el momento culminante: tras doce largos años de viaje, con apasionantes escalas intermedias, el 25 de agosto de 1989, Voyager 2 pasó a tan sólo 4950 kilómetros de Neptuno. Fue un sobrevuelo fugaz, pero alcanzó para pintarnos de cuerpo y alma a aquel mundo hasta entonces inalcanzable. Los instrumentos de la sonda tomaron miles de imágenes y datos que –viajando a la velocidad de la luz– tardaban cuatro horas en llegar a la Tierra. Eso solo nos da una idea del mar de espacio que nos separa de Neptuno. Y cuando esa información llovió a cántaros sobre los científicos de la NASA, todos se quedaron helados. Boquiabiertos. Y no era para menos.
Después de lo observado en Urano, los científicos de la NASA esperaban encontrarse con otro planeta de bajo perfil. Al fin de cuentas, Urano y Neptuno son gemelos, tanto en tamaño como en composición (ver cuadro “Identikit de Neptuno”). Y además, Neptuno está un 50 por ciento más lejos del Sol, por lo tanto, debería ser aún más frío. Y en consecuencia, meteorológicamente más calmo y menos interesante.
Pero no: lejos de mostrar otra “bola lisa”, las fotos de Voyager 2 mostraban un mundo azul marino, con una atmósfera que, por su violencia y actividad hacía recordar a la de Júpiter. Pesadas bandas nubosas, paralelas al ecuador, girando a toda velocidad, empujadas por vientos que seguían alocados patrones: en las zonas polares soplando en la misma dirección de giro del planeta, pero en las zonas ecuatoriales, en sentido contrario. Y qué vientos: Voyager 2 midió corrientes de gases que se desplazaban a más de mil kilómetros por hora, llegando en algunos casos a 2400 kilómetros por hora. Neptuno tiene los vientos más fuertes de todos los planetas del Sistema Solar.
Y había mucho más: la sonda de la NASA registró que en la zona ecuatorial de Neptuno se desparramaban corrientes de metano y etano que parecían brotar desde zonas más profundas de la atmósfera. Y otras similares que se hundían en regiones polares. Una circulación de gases que se calentaban y enfriaban continuamente. También se observaron delicadas nubes blancas, de cristales de hielo, flotando a la deriva. Pero, sin dudas, los rasgos atmosféricos que más llamaron la atención de los científicos fueron las grandes tormentas que, con forma de óvalos y círculos, manchaban la gaseosa y azulada cara de Neptuno.
Y muy especialmente, una: la “Gran Mancha Oscura”, una tormenta anticiclónica y ovalada, de 13 mil por 6 mil kilómetros. Una versión menor, aunque sumamente respetable, de la famosa “Gran Mancha Roja” de Júpiter, otro fenómeno clásico –y varias veces centenario– de la meteorología planetaria.
Neptuno dejó estupefactos a los astrónomos planetarios de todas partes: ¿por qué tanta furia en un planeta hundido en la penumbra y el frío? Sin el calor solar, ¿cuál era el motor de esos vientos furiosos y bestiales tormentas de miles de kilómetros? Resultaba extraño. Y encima, la sonda de la NASA descubrió que la temperatura externa de Neptuno –la de su atmósfera superior– rondaba los 210 grados bajo cero. Lo mismo que Urano, que recibe más luz solar. Y además, confirmó que Neptuno irradia 3 veces más energía de la que recibe del Sol. ¿Cómo podía ser?
Aparentemente, la respuesta a todo este rompecabezas planetario estaría escondida en el interior del planeta. Por alguna razón no del todo clara (calor residual de su formación, reacciones químicas con el metano y otros gases, entre otras causas), el corazón de Neptuno debe ser bastante más caliente que el de Urano.
Pero la aventura de Voyager 2 no terminó en Neptuno: la nave también se hizo su tiempo para explorar los alrededores. Y descubrió que, al igual que Júpiter, Saturno y Urano, el gigante azul también tiene su sistema de anillos. No son gran cosa, convengamos, pero ahí están: como corresponde, los 3 anillos principales de Neptuno se llaman –de adentro hacia fuera– Galle, Leverrier y Adams. Son finas “cuerdas” oscuras, irregulares y hasta incompletas en algunos tramos, formadas por incontables partículas de polvo, y pedazotes de roca y hielo. Todo dando vueltas en torno de Neptuno. Como sus lunas. Que son trece, de las cuales, dicho sea de paso, seis fueron descubiertas por la Voyager 2.
Y hablando de esa docena larga de satélites, hay una que se lleva todas las palmas: Tritón. Hasta 1989, sólo era un escuálido punto de luz en los telescopios. Pero cinco horas después de su encuentro cercano con Neptuno, Voyager 2 se acercó a Tritón. Y lo reveló en todo su helado esplendor. Con sus 2700 kilómetros de diámetro, es una de las lunas más grandes del Sistema Solar. Y a su vez, el lugar más frío que se haya medido: la sonda de la NASA registró allí una temperatura superficial de 235 grados bajo cero. Y eso sólo para empezar.
Teniendo en cuenta su densidad media, los geólogos planetarios creen que Tritón tiene un núcleo rocoso-metálico, envuelto por un grueso manto y una fina corteza de hielo (ambos formados principalmente por agua y nitrógeno congelados). Al parecer, parte de esa corteza helada se sublima estacionalmente, dando lugar a la finísima atmósfera de nitrógeno que rodea a Tritón. Un rasgo absolutamente raro en un satélite (Titán, en Saturno, o Europa, en Júpiter, son otras raras excepciones).
Las fotos de Voyager 2 revelaron que Tritón es un verdadero muestrario geológico, con alternancia de terrenos rocosos, grandes llanuras heladas y porosas, y generalmente pocos cráteres, lo que habla a las claras de una superficie “joven”, que se renovaría a partir de materiales que brotan de su interior. Y quizá también mediante posibles procesos de tectónica. Hay más: Voyager 2 descubrió que Tritón tiene volcanes que lanzan al espacio chorros de nitrógeno helado y otros compuestos, que brotan de sus entrañas. Criovulcanismo, ni más ni menos.
A todas luces, por tamaño, densidad, composición y ubicación en el Sistema Solar, Tritón parece ser bastante parecido a Plutón y otros integrantes del vecino “Cinturón de Kuiper”, aquel anillo de escombros helados que comienza inmediatamente más allá de Neptuno. Es más, todo indica que, en realidad, se trata de un exiliado de aquella zona: su órbita “retrógrada” –es decir, que gira en sentido contrario a la rotación de Neptuno– sugiere fuertemente que no se formó junto al gigante azul, sino que, por el contrario, fue “capturado” por la gravedad del planeta. En cierto modo, Tritón parece ser un hermano perdido del ahora “planeta enano” Plutón.
Tras el paso de la Voyager 2, ninguna otra nave espacial volvió a Neptuno. Aun así, en estos últimos veinte años, los grandes telescopios terrestres le han seguido el rastro. En 1995, por ejemplo, el Telescopio Espacial Hubble observó que la famosa “Gran Mancha Oscura” ya no existía, pero que otra similar había aparecido en el norte del planeta, confirmando su poderosa y continua dinámica atmosférica. Observaciones más recientes (entre 2003 y 2008) a manos del mismo Hubble, y del VLT –en el norte de Chile– mostraron que la zona del Polo Sur de Neptuno está notablemente “más caliente” que el resto del planeta, a unos 190 grados bajo cero. Claro, hace 40 años que es “verano” en el Hemisferio Sur de Neptuno. Esas décadas de luz solar, débil, pero continua, explican ese “calorcito” austral.
Luego de visitar Neptuno y Tritón, Voyager 2 se hundió para siempre en las profundidades del espacio. Y pasará mucho tiempo hasta que la humanidad vuelva a contemplar de cerca a aquel mundo de frontera: la NASA tiene en sus borradores una misión, llamada Neptune Orbiter, que sería lanzada, quizás, en quince o veinte años. Y que llegaría al planeta recién bien entrada la década de 2030.
Por todo esto, el legado científico de aquella aventura espacial de 1989 cobra una dimensión realmente impactante. Casi todo lo que hoy sabemos de Neptuno fue gracias a la misión Voyager 2. Un día, hace veinte años, por primera y única vez, nos encontramos cara a cara con el último planeta del Sistema Solar. El gigante azul. Allí, a miles de millones de kilómetros de la Tierra. Fue una proeza construida a base de la inteligencia, astucia y sensibilidad de nuestra especie. Y alimentada por ese impulso tan nuestro de correr las fronteras. Para explorar. Para asomarnos otro poco.
Neptuno es el cuarto planeta más grande del Sistema Solar, y el menor de los “gigantes gaseosos” (detrás de Júpiter, Saturno y Urano). Su diámetro es casi 4 veces más grande que el de la Tierra, y en su interior cabrían casi 60 planetas como el nuestro. Los actuales modelos geológicos describen a Neptuno como un gigante de hielo, con una estructura similar a la de Urano: un núcleo sólido de roca y metal (silicatos, hierro y níquel), de unos 5 a 10 mil kilómetros de diámetro, un grueso manto de agua, amoníaco (NH3) y metano (CH4), en una mezcla viscosa, densa y muy caliente (2 a 5 mil grados centígrados) que, curiosamente, los geólogos planetarios llaman “hielos” –de ahí el término “gigante de hielo”– y por encima de ese manto, una atmósfera de cientos de kilómetros de espesor, formada por hidrógeno molecular –H2– (80 por ciento), helio (19 por ciento) y algo de metano. El metano es, justamente, el gas que le da el color a Neptuno: este gas absorbe la luz rojiza del Sol, y refleja la luz azul y verde.
Como Neptuno –al igual que los otros planetas gigantes– no es un cuerpo sólido por fuera, tiene rotación diferencial: su “superficie” –que en realidad es su atmósfera– no gira en forma uniforme. Así, la rotación del planeta en la zona ecuatorial dura 18 horas, mientras que en las zonas polares apenas 12 horas. Desde la recategorización de Plutón como “planeta enano”, Neptuno ha vuelto a ser considerado el último planeta del Sistema Solar.
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